Sufrimos una clase política de pésima calidad, no sólo capaz de utilizar los resortes del Estado en pos del medro personal; también de proferir las mayores necedades. Pueden subirse al púlpito y prometer el paraíso en la tierra, para después, llevados por su afán de notoriedad, quedar como tarugos equivocando el título de un conocido libro de Kant. O, incluso, recomendar leer a tan ilustre filósofo y, a reglón seguido, admitir que ellos nunca lo han leído.