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Bienestar

Pérdida del gusto: por qué percibimos menos los sabores cuando nos hacemos mayores

Sazonar de más la comida a medida que envejecemos no es una simple cuestión de costumbre, sino fisiológica. Cuanto más mayores somos, menos saboreamos lo que comemos y aunque no es especialmente grave, sí puede ser frustrante

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"No me sabe a nada" o "esta carne no sabe como las de antes" no son frases que repitamos solo como queja a los tiempos modernos, o no al menos cuando empezamos a superar la barrera de los 40 años y nos adentremos en la madurez, sino una realidad fisiológica y gustativa.

Está demostrado que cuanto más mayores nos hacemos, nuestro sentido del gusto pierde sensibilidad y nuestra capacidad para percibir sabores disminuye, en una paulatina reducción de la potencia del resto de sentidos, incluyendo el olfato, pero también el oído, la vista y el tacto. Aparece así una especie de tiniebla sensitiva en la que el envejecimiento celular tiene mucho que decir y donde ver u oír menos, claramente más incapacitantes que la fase gustativa, nos pueden amargar en cierto modo.

Toca despedirse así con nitidez de sabores u olores, que a medida que envejecemos nos cuesta más reconocer salvo que sean especialmente intensos. Dulce, salado, ácido y amargo se suceden así en nuestras papilas gustativas, además del llamado 'quinto sentido', el umami, para infomarnos de lo que estamos comiendo en una función que ha evolucionado desde lo meramente funcional hasta lo puramente hedonista.

Sin nariz no hay gusto ni sabores

Puede que nuestra lengua presuma de tener cerca de 10.000 receptores en las papilas gustativas, encargadas de transmitir al cerebro la información de lo que estamos comiendo, pero es nuestra nariz la puerta de entrada a este universo. En ella encontramos el epitelio olfativo, que incluye también pequeñas células nerviosas llamadas receptores olfativos y que se encargan de detectar los olores.

A esa estimulación le sigue un impulso nervioso que llega al cerebro a través de los bulbos olfatorios, estimulando además el área cerebral donde se almacena esta memoria del olor, que permitirá hacernos recordar olores a lo largo de nuestra vida. Sirve así como preámbulo de lo que acontecerá en la boca, que nos informa del sabor, pero sin el concurso de la nariz, es más complicado percibir el sabor de los alimentos.

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A medida que envejecemos, nuestro sentido del olfato y del gusto se ven deteriorados. ©Gtres.

La mejor forma de comprobarlo es cuando estamos resfriados o con gripe, momentos en los que solemos quejarnos de no disfrutar de la comida, o como ha sucedido a muchas personas que han pasado la Covid-19 y han manifestado señales de anosmia (pérdida del olfato), hipogeusia (reducción del gusto) o ageusia (pérdida del gusto), por el bloqueo que estos receptores han sufrido.

Sin embargo, sin constipados de por medio, cuando nos hacemos mayores podemos notar cómo el sentido del gusto se ve mermado, del mismo modo que el del olfato por una mera cuestión de reemplazo celular. Cuando somos pequeños tenemos alrededor de unos 9.000 receptores en las papilas gustativas, número que aumenta cuando somos adultos, momento en que presentamos unos 10.000 receptores.

Curiosamente, de pequeños somos más sensibles al sabor porque las papilas están más abiertas y nos hacen percibir más los diferentes matices, algunos de los cuales son gustos adquiridos y no apreciamos con suficiencia cuando somos pequeños, momento en que preferimos los dulces antes que los salados o los ácidos.

Por desgracia, como cualquier otra parte de nuestro cuerpo, los sentidos necesitan un reemplazo celular para seguir funcionando a pleno rendimiento y a partir de los 40 años, pero aumentado desde los 50 en adelante, nuestro cuerpo no procesa ese relevo como antaño.

Se produce así una disminución gradual porque las membranas que recubren la nariz se vuelven más delgadas y secas, y los nervios implicados en el olfato se deterioran, de la misma manera que le ocurre a los cilios (diminutos pelillos) en las papilas gustativas, que transmiten la información al cerebro, incluso donde encontramos una perspectiva de género en esta evolución puesto que los hombres acusan más esta pérdida que las mujeres.

Por qué perdemos el gusto y los sabores con la edad

No solo el envejecimiento celular y no conseguir ese reemplazo natural puede hacer que nuestros alimentos no sepan peor, menos e incluso distintos, sino otra serie de factores que bien pueden ser fisiológicos o bien pueden ser externos, y que se multiplican cuando envejecemos. No hablamos solo de esos 10.000 microreceptores, que se van regenerando cada dos semanas y que son responsables de cómo percibimos la comida, sino de pequeñas causas naturales que lastran nuestro sentido del gusto y del olfato.

En el caso del gusto, aparte de posibles enfermedades o ciertos hábitos como el tabaquismo o la exposición a la polución, que pueden viciar nuestra nariz y paladar, encontramos también a la saliva como responsable de esta pérdida aromática y gustativa.

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Segregar menos saliva o las molestias en la masticación con prótesis dentales disminuyen el sentido del gusto. ©Gtres.

Al envejecer, nuestra producción de saliva decrece y se hace más viscosa, no solo complicándonos las digestiones (es fundamental en la deglución, a la hora de formar el bolo alimenticio), sino que también complica el disfrute gustativo. En nuestra boca, además de como cicatrizante, lubricante o señal de alarma ante la deshidratación, también cumple una función gustativa: trasladar los sabores con más facilidad a las papilas gustativas.

Se produce así una reducción salivar que implica una menor percepción, complicando no solo la digestión, sino también el hecho de disfrutar del placer de comer. A ello se suele sumar también complicaciones en los músculos faríngeos, donde a medida que envejecemos nos gusta más procesar la deglución y tragar, otro motivo por el cual las personas mayores tardan más en comer y las digestiones son algo más lentas.

La importancia de la saliva

Sin embargo, no es solo la saliva directamente la responsable de esta pérdida del gusto, sino otras patologías asociadas a estas merma. Por ejemplo, la presencia de prótesis dentales, ya sean dentaduras postizas completas o los clásicos 'puentes', son poderosos enemigos que lastran la manera en la que percibimos la fase gustativa y, de nuevo, tiene que ver con la producción de saliva.

La sensación de sequedad bucal se acrecienta con la edad y la incorporación de prótesis removibles a nuestra vida al principio tiene un efecto acrecentador de la saliva, ya que las glándulas segregan más cantidad de esta para lubricar y acomodar la nueva dentadura en la boca. Sin embargo, con el tiempo nos acostumbramos a esta nueva situación y volvemos a la situación inicial.

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La renovación celular de las papilas gustativas se acelera a partir de los 60 años. ©Gtres.

A esta suma de consecuencias relacionadas con las prótesis dentales también hay que destinarle un apartado especial, ya que la masticación no es exactamente igual que la que haríamos con nuestra dentadura natural. Evitar ciertas mordidas o no hacerlo con demasiada fuerza por temor a roturas, fisuras o simplemente porque suponga alguna molestia en la masticación hace que huyamos de ciertos ingredientes o alimentos, no liberándose así toda su potencia en plenitud.

Un problema al que también se suma la presencia de huecos en la dentadura, ya que es habitual que suframos la pérdida de piezas dentales a medida que nos hacemos mayores, y que se convierten así en rincones donde la comida puede almacenarse y dar lugar a una cierta descomposición, cambiando los olores y sabores de la boca y complicando la tarea del gusto.

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