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Opinión

Cuba, Mao y la productividad

Los incentivos son tan importantes, porque somos proclives a aspirar a más y también a luchar más por lo que consideramos nuestro

Ciudadanos chinos en las calles de Pekín.

Cuando Malthus hace 223 años escribió su más famoso ensayo en el que alertaba sobre el crecimiento poblacional, consideraba que en el futuro no habría suficientes alimentos para todos los humanos (y, por cierto, recomendaba que no se deberían combatir ni la miseria ni las enfermedades para así evitar la superpoblación) y sin embargo hoy, con más de siete veces la población de entonces, la obesidad es una enfermedad más grave que la malnutrición. Aunque siga habiendo un problema de distribución (que hace que aún en algunas zonas del planeta se pase hambre), somos más de 7 mil millones y lo que reclama la mayor parte de la Humanidad no es comida, es sanidad y educación gratuita, barrenderos en las calles y dinero para consumir en ocio. ¿Por qué la mayor parte de la humanidad ha pasado de temer por la falta de la manutención más básica a darla por hecha? La respuesta está en la Revolución Industrial y el aumento de productividad que generó. Pero también en los movimientos sociales que han luchado por globalizar los beneficios de tanta mejora productiva. Éstos han resultado ser muy positivos aunque hayan tardado mucho tiempo en llegar a otras partes del planeta pero si nos centramos en Europa ha habido un proceso que ha derivado en un estado del bienestar que es la envidia del mundo.

Queda claro que el proceso correcto es exactamente ese: primero aumentar la productividad y luego repartir. De hecho, unos años antes de las profecías de Malthus, en 1789, empezó la Revolución Francesa. Había motivos de sobra para hacerla y, sin embargo, a pesar de quitar privilegios y de expropiar riquezas a la nobleza, el pueblo llano apenas notó algún beneficio porque la economía no mejoró. Si no se consigue producir más, un mayor reparto aporta muy poco. Parece muy obvio pero es evidente que una y otra vez hay una tendencia a caer en el mismo error. En el siglo XX tenemos un caso similar. Pocas revoluciones estuvieron más justificadas en la Historia que la que encabezó Fidel Castro contra la dictadura corrupta de Batista y cuando alcanzó el poder en enero de 1959 y formó su primer gobierno (en el que Castro no tenía cargo, tan sólo era comandante de las fuerzas armadas, aunque todo el mundo sabía que era él quien mandaba) con políticos y profesionales de cada especialidad parecía que iba por el buen camino. La rebaja de los alquileres, las subidas de sueldos, la sanidad gratuita, las expropiaciones… automáticamente se elevó el consumo y el nivel de vida. Pero empezó a cambiar ministros por no ser “suficientemente revolucionarios” y por ejemplo puso al médico argentino reconvertido en guerrillero Ernesto Guevara (más conocido por el Ché) de ministro de Industria (que incluía –luego lo separaron- toda la producción azucarera, vital en la isla) y de presidente del banco nacional, cargos para los que no tenía ninguna cualificación. En menos de dos años se acabaron los excedentes y ya en 1962 empezaron los racionamientos de comida entrando en recesión la economía en 1963.

A principios de 1964, la URSS se comprometió a comprar la mayor parte de producción azucarera de los siguientes cinco años a precios superiores a los del mercado

¿Por qué pasó esto? No hay un solo motivo pero digamos que el idealismo del Ché tuvo mucha influencia. Por entonces su obsesión era que Cuba dejara de depender económicamente tanto de la producción de azúcar como de tener que venderle la mayor parte de la producción a un solo país (Estados Unidos) y empezó por reducir la producción buscando otros cultivos. Además, él pensaba (son palabras textuales de 1963) que “el incentivo material no tendrá un lugar en la nueva sociedad”. Soñaba con un “hombre nuevo” que no trabajara “en la acumulación egoísta de bienes materiales sino en la obligación moral y altruista para con la sociedad” y decretó la igualdad salarial. Al recibir todos los trabajadores lo mismo hicieran lo que hicieran, se hundió la productividad. En poco tiempo tuvo que rectificar y el propio Ché Guevara cambió el dicho socialista de “que cada cual rinda según su capacidad y reciba según sus necesidades” por el de “que cada cual rinda según su capacidad y reciba según su trabajo”. También se convenció de que el azúcar era el cultivo más rentable y se volvió a la idea de aumentar la producción todo lo posible. A principios de 1964, la URSS se comprometió a comprar la mayor parte de producción azucarera de los siguientes cinco años a precios superiores a los del mercado resolviendo lo que parecía que podría ser un fracaso económico absoluto de la Revolución. En resumen, que siguieron practicando el monocultivo y dependiendo de una gran potencia pero aprendieron que para que la productividad crezca, o que al menos no se hunda, los trabajadores necesitan incentivos económicos. Como pasa en cualquier país.

La China de Mao

No obstante, tardaron en aprender la lección en China. Bajo Mao, la mayoría de los chinos vivían en la pobreza. La economía de China sólo comenzó a crecer rápidamente después de 1978, cuando su sucesor Deng Xiaoping (que había dicho que “no importa que el gato sea blanco o negro, lo que importa es que cace ratones” y que años después reconocería que “enriquecerse es glorioso”) permitió la creación de empresas privadas. Con el tiempo, las reformas de Deng sacaron de la extrema pobreza a 800 millones de personas. Lo contaba hace unos años Martin Feldstein, profesor de economía de Harvard y antiguo asesor de Reagan pero que también trabajó más recientemente con Obama:

“Cuando viajé a China por primera vez en 1982, era un país muy pobre: puesto que los campesinos habían perdido el derecho a cultivar su propia tierra, el rendimiento agrícola era extremadamente bajo. Más allá de la agricultura, la propiedad individual de los medios de producción era ilegal. Una familia china podía poseer una máquina de coser para su propio uso, pero no dos ni alquilar una a un vecino como ayuda para producir prendas de vestir. Pero se comenzó a devolver lotes de terreno a sus antiguos propietarios, a quienes se les permitió conservar la producción que superara la cuota obligatoria del gobierno. Como resultado, se elevó mucho la producción agrícola y los campesinos produjeron una variedad de cultivos adicionales, como flores y verduras, para venderlos a compradores directos. Poco a poco se fueron relajando las restricciones a la propiedad de bienes productivos y a contratar trabajadores, hasta el punto que hoy el sector privado representa la mayor parte de la actividad económica en China. El resultado fue una explosión del crecimiento económico y un rápido aumento de los estándares de vida.”

Curiosamente conservan la etiqueta de comunistas pero son una sociedad con más desigualdad de ingresos que la de cualquier país europeo (e incluso más que Estados Unidos) por lo que queda pendiente que haya un efecto acordeón y tanta desigualdad empiece a reducirse, especialmente en lo que atañe a ciertas zonas del interior del país cuyos estándares de vida están muy alejados de los de las ciudades del este costero. Incluso su gasto social respecto al PIB es claramente inferior a la media de la OCDE. En el mundo también sigue existiendo el ejemplo contrario: un fuerte aumento de productividad que sólo enriquece a una mínima parte de la población siendo quizás el ejemplo más claro el de ciertos países árabes que se enriquecieron con el petróleo, especialmente desde 1973, sin extender esos beneficios y convenciendo, retorciendo para ello el fundamentalismo religioso, a los afectados que es culpa de los occidentales y de los no musulmanes, en lugar de achacárselo a las clases dirigentes.

En resumen, no es correcto que el aumento de la productividad sólo beneficie a unos pocos y, a la vez, de nada sirve repartir beneficios si no hay suficiente para todos (fue el gran error de Mao): primero hay que producir más y mejor para asegurar la manutención e idealmente que haya excedentes para poder progresar en la calidad de vida. Esto ha sido así durante toda la historia de la humanidad pero sólo desde la Revolución Industrial y sólo en algunas zonas del planeta, han vivido generaciones que han podido dar por hecho que la alimentación está asegurada. Y una vez conseguida, han querido más. Así somos los humanos, no nos conformamos. Por eso los incentivos son tan importantes, porque somos proclives a aspirar a más y también a luchar más por lo que consideramos nuestro. Incluso en la Europa del bienestar, la envidia del mundo.

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