Política

Moncloa se atrinchera ante el resurgir independentista de Waterloo: "Nosotros, a seguir gobernando"

Los socialistas muestran indiferencia frente al renacer de la alianza entre Puigdemont y Junqueras, aunque en el Gobierno admiten nerviosismo

  • Pedro Sánchez, en el Palacio de la Moncloa. -

Parece una eternidad, pero Carles Puigdemont declaró durante ocho segundos la independencia de Cataluña un 27 de octubre de 2017. Entonces, era el presidente de la Generalitat, su vicepresidente era Oriol Junqueras (ERC) y Pedro Sánchez era tan solo el líder de la oposición. Este jueves, más de siete años después, Puigdemont y Junqueras se reunieron en Waterloo (Bélgica) para agitar de nuevo la bandera estelada; dispuestos, ya fuera del gobierno catalán, a explorar un reinicio de la aventura secesionista ante el colapso de la legislatura de Sánchez, que ahora preside el Gobierno. Curiosamente, los tres son los únicos protagonistas vivos políticamente de aquella época.

El mundo independentista se debate en un dilema: romper o colaborar con Madrid. De eso va el órdago que el líder Junts ha lanzado a Pedro Sánchez y que tiene intención de desvelar este mismo viernes, al término del cónclave que presidirá con el resto de la ejecutiva de su partido. En Moncloa, donde reina el desconcierto y el nerviosismo, según las fuentes consultadas, se atrincheran: "Nosotros, a seguir gobernando", sintetiza una fuente de peso en el entramado de la tormentosa relación PSOE-Junts. El análisis que hacen algunos sectores del independentismo es que la colaboración con el PSOE solo les ha traído problemas.

Las alarmas llevan tiempo sonando. Y los pata negra de la independencia quieren ruido, porque no toleran que Puigdemont se siente ante las cámaras de TV3 y hunda la audiencia —apenas 219.000 espectadores hace menos de un mes—. Pero la lista de agravios va más allá. Tampoco toleran que el socialista Salvador Illa esté a los mandos de la Generalitat, a quien, en última instancia, consideran un usurpador españolista. Si a esto se suma que la ley de amnistía está encallada, a la espera de que decida el Tribunal Constitucional, previsiblemente en octubre, y que esta no se le ha aplicado a su principal destinatario, el propio Puigdemont, el cóctel es explosivo.

Sánchez puede sonreír. De hecho, lo hace. Este jueves clausuró el foro Spain Investors Day con aparente tranquilidad, donde sacó pecho de los datos de la economía española. Las fuentes consultadas en el Gobierno coinciden en que, ante tal situación de volatilidad, no merece la pena embarcarse en la aventura de negociar unos presupuestos, porque el desgaste puede ser brutal. En estos momentos, no solo el independentismo enseña los dientes al Gobierno, también algunos socios de su izquierda, como Podemos. Incluso Sumar está en guerra con el PSOE por la reducción de jornada laboral. El socio menor de la coalición ha convocado, también para este viernes, un acto con Yolanda Díaz, sus ministros y principales líderes, para hablar de "los avances impulsados en el Gobierno, entre los que se encuentra la cercana aprobación de la reducción de la jornada laboral". Díaz quiere dejar claro que esa bandera es suya, pese a que el presidente le ha congelado la medida, como ya contó este diario, en previsión de una hipotética llamada a las urnas.

No obstante, nada de eso parece perturbar el discurso de Moncloa. Los presupuestos se pueden prorrogar, porque los vigentes, de 2023, son suyos y expansivos, dicen. La obsesión es retener la apariencia de Gobierno, aunque la vida parlamentaria sea un drama votación a votación. En el horizonte aparece la convalidación de tres decretos en el Congreso. Y nadie pone la mano por el éxito total del Ejecutivo cuando se vote en el pleno extraordinario de la semana que viene.

Lo cierto es que el Ejecutivo lleva toda la semana cortejando a Junts para que no rompa con ellos, pero el expresidente catalán está harto de los incumplimientos de Sánchez. En Moncloa se defienden alegando que llegan hasta donde llegan, que hay acuerdos y medidas que requieren mayorías complejas en el Parlamento para ver la luz. En cualquier caso, se percibe un cambio de discurso en el Consejo de Ministros que denota el nerviosismo que se vive en el palacio presidencial. Los giros de Puigdemont ya no son "fuegos de artificio", como los calificaban algunos ministros. La cosa va en serio. Los interlocutores socialistas con Waterloo lo preguntaron y recibieron una respuesta que no les gustó: sí, el asunto es grave.

Solo así se entiende el carrusel de guiños que el presidente del Gobierno ha hecho estos últimos días a Puigdemont: la proposición de ley para acotar el papel de las acusaciones populares en las causas judiciales —y alimentar el relato del 'lawfare' judicial en España—, la desclasificación de documentos de los atentados del 17-A en Barcelona y Cambrils —una vieja reclamación de Junts, que quiere señalar a las fuerzas y cuerpos de seguridad españoles— y la recusación del magistrado Macías, por orden del imputado fiscal general, para que no pueda deliberar sobre la constitucionalidad de la amnistía en el Tribunal de garantías —donde Puigdemont juega su última carta—. Pero nada de eso parece calmar la ira del líder posconvergente, decidido a hacer sudar tinta a Sánchez.

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