Quantcast

Cultura

Democracia tabernaria

Perder el tiempo: ¿una actitud inevitable en España?

No es lo mismo perder el tiempo mirando el móvil que mirando el techo, perder el tiempo viendo un programa de televisión que contemplando a un bebé recién nacido

Toro hecho con papiroflexia u origami

Cada uno tiene su talento. Algunos están dotados para los deportes, otros para escribir textos o componer canciones, los menos para hacer negocios y los más para trabajar, no importa en qué. Durante un tiempo pensé que yo era una rara avis en esto, que a mí no se me había bendecido con ningún don, ni siquiera con el de trabajar en cualquier cosa. Lo pensé hasta que hace poco, preparando este artículo, caí en la cuenta de que yo, como todo hijo de vecino, también tengo mi talento. Es un talento peculiar, a qué negarlo, pero talento, al fin y al cabo: el de perder el tiempo. Lo cierto es que tengo una habilidad innata para consagrar mis días a actividades inútiles, ineficaces, a actividades por las que Dios, si de verdad fuese como lo imaginan los calvinistas, me pediría cuentas el día del Juicio.

Alguien podría objetar que, siendo así las cosas, mi talento no es tanto un don como una condena, no tanto un apoyo como una cruz. Yo tampoco logro zafarme de esa perturbadora sospecha. A veces me sorprendo preguntándome cuán sublimes serían mis artículos si, en lugar de a leer tuits de Nanosexo y compartirlos, o a ver la Fórmula 1, o a jugar al fútbol, o a echar la siesta, o a escuchar canciones de Quique González, o a leer poemas de Enrique García-Máiquez, me dedicase sólo a documentarme; cuán lucrativa sería Ediciones Monóculo si invirtiese mis prioridades y consagrase, al contrario que ahora, más tiempo al trabajo que a la dispersión.

El asunto se revira aún más cuando ya no nos referimos sólo al trabajo, sino a la vida en general. Entonces nuestras pérdidas de tiempo cobran una gravedad inesperada. Nos dicen que estamos llamados a la plenitud, a realizar nuestra vocación, a glorificar a Dios, a imprimir el infinito en esta existencia perecedera, que estamos llamados, en fin, a vivir conforme a lo más divino que hay en nuestro ser, y nosotros, sin embargo, respondemos a la llamada arrellanándonos en el sofá, malgastando nuestro tiempo en una serie absurda, dedicándole nuestra atención a un youtuber que regurgita proclamas o a una instagramer que comparte con el mundo su vacío.

He llegado a la conclusión de que es inevitable perder el tiempo cuando uno ha nacido español

Esta constatación puede abocarnos a la angustia, quizá a la desolación. Cuán limitado es nuestro tiempo, qué proezas deberíamos hacer con él y, ejem, cómo lo despilfarramos. Entiendo la desazón, por supuesto, pero también intuyo que hemos de ser más indulgentes con nosotros mismos. He llegado a la conclusión, acaso autoexculpatoria, acaso autojustificativa, de que es inevitable perder el tiempo, especialmente cuando uno ha nacido español. Comprendo la eficiencia de ingleses y alemanes, comprendo que vivan para el trabajo y que no toleren las pérdidas de tiempo: en sus países, dadas las posibilidades de distracción existentes, tan sugestivas como un artículo de Iván Redondo, lo mejor que puede uno hacer es centrarse en su trabajo. No ocurre lo mismo en España. Una de las características del español, uno de esos rasgos que lo definen, es su propensión a las pérdidas de tiempo. Y no podemos culparle. Con este clima tan agradable y estas gentes tan simpáticas, dispuestas a reír, hablar, discutir ad infinitum, ¿cómo no cerrar el portátil y salir a fumarse un cigarro o a beber una cerveza?

¿Perder el tiempo con qué?

Por otra parte, yo nunca soy tan productivo como cuando estoy perdiendo el tiempo. Mi forma de trabajar es, de algún modo, no trabajar en absoluto. Las ideas que han inspirado mis mejores artículos siempre han sobrevenido repentinamente, mientras mi mente vagaba extraviada en algún abismo y mis manos jugueteaban con un lapicero. Es más, este párrafo que están leyendo ustedes ahora yo lo escribí mentalmente en una ducha que se prolongó más de lo necesario, en una ducha que mis amigos calvinistas habrían concebido, ay, como una inequívoca pérdida de tiempo.

Considerando todo esto, considerando que las distracciones son inevitables y que pueden ser incluso fructíferas, uno debe concluir que no se trata tanto de reprimirlas como de encauzarlas. El sintagma "pérdida de tiempo" es demasiado amplio, genérico, vago; designa un inabarcable abanico de realidades. El problema no estriba en perder el tiempo en sí, qué va, sino en perderlo de mala manera. Cualquiera que conserve su cordura convendrá conmigo en que no es lo mismo perder el tiempo mirando el móvil que mirando el techo, perder el tiempo viendo un programa de televisión que contemplando a un bebé recién nacido.

Hay algo que nos dice, primero, que existen formas y formas de perder el tiempo y, segundo, que si uno pierde su tiempo bien, como Dios manda, más que perderlo, lo gana.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.