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Cultura

Democracia tabernaria

El taxista como Parménides (dejen de pedirse 'cabis')

El sector confirma que una sociedad de pequeños propietarios es ontológicamente superior a una de asalariados

Decenas de taxis hacen cola en Atocha
Decenas de taxis hacen cola en Atocha

Los medios de comunicación ya no hablan de los taxistas. Hemos superado la época ―felizmente, pensarán algunos para sí― en la que se los invitaba a debatir con conductores de Uber y Cabify en programas de televisión y en la que se los entrevistaba sobre sus experiencias, inquietudes, exigencias. A juzgar por el silencio que ha seguido a la sobrexposición, cualquiera diría que ya no hay tal cosa como un problema con el taxi. Pero eso no es más que una ilusión, no sé si óptica o de qué tipo. Basta con preguntarle a un taxista para darse cuenta: la pandemia ―o, más precisamente, las medidas políticas adoptadas para reprimirla―, la competencia acaso desleal de empresas que pugnan por monopolizar el sector y la indiferencia de los gobernantes mantienen a los taxistas en una situación difícil, en una que ningún trabajador, pequeño empresario, pensionista desearía para sí.

Como no me gustan los medios de comunicación ―a pesar de escribir en uno, Vozpópuli, que sí, éste sí― y, en cambio, me maravillan los taxis, me he propuesto escribir un artículo que exalte a estos últimos, que exalte sus ventajas frente a todos los competidores que se ciernen sobre ellos.

Creo que la ventaja más evidente del taxi es su predictibilidad (obvien el horrísono término). Sabemos a ciencia cierta que el taxista medio conduce bien, que ha aprobado varios exámenes y que atesora una habilidad forjada en un sinfín de extenuantes jornadas. Puede ser, sí, que los de su especie tengan mala uva, que se piensen los reyes de la carretera y que a veces muestren un irreprimible, también incomprensible, afán por fastidiar al resto de los conductores, pero comprenderá el lector que no me detenga demasiado en esto. Siendo un defecto, que lo es, es infinitamente menos grave que la miríada de defectos de sus competidores.

Los precios de la competencia están sometidos a los designios del mercado, que es tan veleidoso como las deidades griegas y cruel como las fenicias

Entre alguien que conduce con mala idea y alguien que conduce simplemente mal, me quedaré siempre con el primero, aunque sólo sea por un oscuro aprecio a la vida con la que Dios me ha bendecido. Los competidores de los taxistas conducen mal, y eso es un problema. Lo sorprenden a uno con maniobras impredecibles, lo exasperan con velocidades propias de anciano que ha sobornado a los del psicotécnico para poder seguir conduciendo unos años más y lo alarman con esa desorientación tan suya que los obliga a estar más pendientes de la pantalla del GPS que de la carretera. Disculpen la generalización, que probablemente sea injusta, y la hipérbole, que probablemente sea desproporcionada, pero cuando me subo en un VTC, o cuando lo adelanto con mi coche, lo hago con el temor de haber tomado mi última decisión vital.

El taxista como agente de permanencia

Predecibles son también los precios del taxi, lo cual merece encomio y celebración. Acaso nos parecerán caros, incluso inadmisibles, pero nunca podremos decir que desconcertantes. Uno sabe que va al aeropuerto por veinticinco euros, a Atocha por quince y a casa de su novia por siete. Son precios fijos, inmutables, y cómo no recordar en este punto que todas las filosofías dignas de ese nombre han identificado en la permanencia una virtud, una realidad superior al cambio (¡el taxista como nuestro Parménides!). Los precios de la competencia, por contra, están sometidos a los designios del mercado, que es tan veleidoso como las deidades griegas y cruel como las fenicias: conozco a alguna persona que ha pagado más de cien euros por un trayecto en Cabify de apenas treinta kilómetros y que ha tenido que refrenar sus ansias de protesta porque la oferta y la demanda blablá y porque ¡en eso consiste el mercado, amigo!

Temeroso de que alguien me tome por frívolo, esbozaré un argumento más. Siempre he procurado defender la idea de que una sociedad de pequeños propietarios es ontológicamente superior a una de asalariados, del mismo modo que la policromía de una vidriera supera, con mucho, la monocromía de un edificio hormigonado. Siendo así, ¿cómo podría despreciar el taxi y bendecir las VTC sin negarme a mí mismo? Vale que el sistema de licencias acaricia lo mafioso ―¡inútil desmentirlo!―, vale que hay empresarios que acaparan toda una flota de taxis ―¡qué horror!―, pero la feliz y luminosa realidad es que, a pesar de tantos vicios, la mayoría de los taxistas son propietarios del coche que conducen. Ya querrían para sí este privilegio los conductores de las VTC, que son mayoritariamente asalariados y faenan, ejem, en condiciones casi propias de la primera revolución industrial.

Es un axioma de la teoría política que no conviene derrocar un régimen, por cruel que éste sea, si las alternativas existentes no lo mejoran. Podemos aplicarlo fácilmente a la cuestión que nos ocupa y a mi actitud ante ella. Yo, hasta que no haya una alternativa respetable, una que no empeore las cosas, me mantendré fiel a mis costumbres. Seguiré viajando en taxi y respondiendo con una sutil, mínima, imperceptible mueca a los amigos y conocidos que desenfundan su móvil, dicen que se les ha hecho tarde y anuncian que, por tanto, se van a pedir un "cabi".

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