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Cultura

Democracia tabernaria

Elogio de la siesta

Entre tanto bullicio estéril como padecemos, nada más contracultural que un hombre que pierde el tiempo echando una cabezada

La 'siesta' de Margallo durante un pleno del Parlamento Europeo.

Debo confesarles que soy inactual. No sólo porque mantenga una relación tormentosa con las nuevas tecnologías, porque deteste las camisetas y porque le atribuya una importancia muy relativa a conocer nuevas ciudades, sino también, ahora caigo en la cuenta, porque duermo la siesta. Siempre que es posible. Rigurosamente. Ajeno a las jeremiadas de sus detractores, que cada vez son más y la consideran un vicio improductivo propio de pueblos católicos y perezosos como el español. Hace unos días, de hecho, di con un artículo en el que se nos conminaba a abandonar el sesteo para, de ese modo, asemejarnos más a los europeos septentrionales, tan eficientes, y decidí echarme una cabezada a la salud del periodista que lo escribió.

El texto, que me desagradó y mucho, se asentaba sobre una premisa discutible: la ineficiencia de la siesta. Es cierto, sí, que uno puede encontrar estudios en los que se lamenta la improductividad de tal (no) práctica, pero también lo es que puede encontrar otros, casi tantos, en los que se ensalza su productividad. Yo mismo, mientras me documentaba para este balbuceo, me he topado con uno de la NASA, ni más ni menos: según esta egregia institución, 26 minutos de sueño equivalen a… ¡un 34% más de productividad! Jaque mate. Pero recurramos también a la experiencia propia: ¿acaso no necesita uno un breve receso para después seguir trabajando? ¿Quién podría negar la conveniencia de un descanso tras un extenuante esprint?

La siesta como arma contra estos tiempos

Sin embargo, este argumento no basta para defender la siesta. Si la defendemos porque es productiva, dejaremos de hacerlo cuando ya no lo sea, cuando los plutócratas descubran otra manera de asegurarse la eficiencia del personal o cuando algún científico a sueldo diga que es mejor, no sé, atiborrarse a cafés y teclear el ordenador hasta que los dedos aguanten. Además, con el argumento utilitarista, damos a entender que la siesta está subordinada al trabajo, y no, para nada. Es el trabajo el que sirve a la siesta. De algún modo, rellenamos la tabilla de Excel, atendemos a ese cliente desabrido, nos peleamos con el artículo de la próxima semana para después, entre otras cosas, poder echarnos una plácida y despreocupada siesta. Aunque suene extraño, ¡trabajar es el medio y dormitar es el fin!

Hay que reivindicar la siesta ontológicamente, por lo que ella es, en sí misma, y no por sus réditos para el mercado laboral. Dios, que es más sabio que cualquier científico de la NASA e infinitamente más que el plumilla "arribafirmante", conoce bien la importancia del sueño y, por ende, la de la siesta. Si tiene algo que decirte, lo más probable es que te lo diga mientras roncas, justo cuando empiezas a salivar. Así lo hace con san José: un ángel se le aparece en sueños para pedirle que reciba a la virgen María como esposa. También con Jacob: el Señor irrumpe en su letargo para prometerles a él y a su descendencia "la tierra sobre la que está acostad". O con el profeta Elías, a quien le da más órdenes mientras duerme que mientras vela. Sabiendo esto, que Dios ha bendecido el sueño y que dormitar es estar en comunión con Él, concebiremos el sesteo como un bien casi sagrado y arremeteremos contra todos sus enemigos, quienes de pronto adquirirán a nuestros ojos contornos demoníacos.

El mejor modo de librar la guerra cultural es dejar de librarla para echar una cabezada

Por otra parte, también debemos defender la siesta circunstancialmente. Los analistas más sesudos coinciden, primero, en que el mundo contemporáneo es ruidoso y frenético y, segundo, en que el ruido y el frenesí son una desgracia. ¿Cómo no reivindicar la siesta en esta coyuntura? ¿Acaso no cabe concebirla como una interrupción del vértigo y del estruendo? Entre tanto bullicio, nada más contracultural que una cadena de ronquidos. Entre tanta agitación, nada más contracultural que un hombre que pierde el tiempo ―¡o lo gana!― sesteando. Con su despreocupación, con esa boca entreabierta en la que parece dibujarse una media sonrisa, el durmiente vendría a sugerirnos la posibilidad de otro mundo, uno más silencioso y pausado, uno en el que, más que descansarse para correr, se corre para después poder descansar.

Muchos periodistas, políticos, opinadores nos convocan a la guerra cultural y yo, cuando les oigo, me río. No tanto porque sus palabras sean graciosas, que no lo son, como porque me recuerdan la ironía de que el mejor modo de librar la guerra cultural es dejar de librarla para echar una cabezada. Resultará desconcertante, pero no hay soldado más capaz, mayor enemigo del espíritu de este tiempo, que ese buen hombre que, arrellanado en su sofá, responde al tráfago del mundo con un bostezo.

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