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España

Wojtyla, Ratzinger y el “yo me quedo” del Rey Juan Carlos

El Rey Juan Carlos y el Príncipe Felipe durante el acto de la Pascua Militar.

Cuentan testigos presenciales que, cuando el rey Juan Carlos celebró el 50 aniversario de su nacimiento, enero de 1988, se quejó un día bastante amargamente ante un grupo de amigos –entre los que se encontraban Pedro Mir, Joaquín Folch, Mariano Puig y el llamado Príncipe Tchokotua- de lo cutres que se habían mostrado los españoles, incapaces de hacerle un regalo acorde con la importancia de la efeméride, y dicen que los reunidos cruzaron miradas y entendieron el mensaje, de modo que, metidos en faena, decidieron regalarle un coche deportivo de la marca Porsche, que, como muchos de los caprichos del Monarca, acabó después en manos de una conocida firma de venta de vehículos.

Cuesta trabajo imaginar hoy en quien a duras penas consigue leer un texto dirigido a las Fuerzas Armadas, al Monarca que en plenas facultades físicas entregó con febril actividad los mejores años de su vida a la acumulación de una considerable fortuna personal, amén del goce y disfrute de los mundanos placeres terrenales, al amparo de un poder omnímodo y la seguridad de una opacidad absoluta, amén de la inviolabilidad que la propia Constitución le garantiza. Casi 40 años de Historia se han puesto esta semana de actualidad con motivo de la coincidencia de su pobre desempeño en el discurso de marras ante los militares y la nueva imputación de la infanta Cristina, acusada de un delito fiscal y otro de blanqueo por el juez Castro. La crisis de la Monarquía, tantos años larvada, tanto retrasada por la entente cordiale entre los dos grandes partidos y los medios de comunicación, ha terminado por estallar de forma aparatosa, convirtiéndose, con el desafío independentista catalán, en los grandes peligros que hoy amenazan el futuro de la democracia y la prosperidad de España, y con los que seguramente el Gobierno Rajoy y estas Cortes Generales tendrán que lidiar sin excusa en 2014.    

Resulta aventurado cuantificar la fortuna de un hombre que llegó al trono con una mano delante y otra detrás

A pesar de los muchos trabajos en forma de libros y reportajes publicados a día de hoy, resulta muy aventurado cuantificar la fortuna personal de un hombre que llegó al trono con una mano davanti e l'altra dietro, y ello porque, a pesar de que los testimonios son numerosos, y lo que es peor, creíbles, no se ha realizado ningún estudio serio sobre el particular por la dificultad de llevarlo a cabo dentro de España y por la negativa de los contraparte a hablar, con exhibición de pruebas, más allá del anonimato total. Desde que, a primeros de 1974, con Franco aún vivo, el entonces Príncipe de España dirigiera una cariñosa carta a Henry Ford II, recomendando a su amigo Manuel Prado y Colón de Carvajal –el valido por antonomasia- como el hombre idóneo para facilitar los trámites necesarios para el establecimiento en Almussafes (Valencia) de la multinacional Ford, hasta las últimas operaciones comandadas por el actual intendente real, Alberto Alcocer, toda una plétora de personajes –aristócratas de medio pelo, banqueros en ejercicio, gente de moral laxa enriquecida por golpes de fortuna- han contribuido a hacer realidad aquel proceso acumulativo mediante una serie de operaciones de intermediación cuyo recuento daría para un Quijote, la más reciente de las cuales tiene por protagonista a Juan Miguel Villar Mir, testigo de la última gran comisión que se habría trasegado en pago a los buenos oficios del Monarca y su “fraternal amistad”, Corinna Zu Sayn-Wittgenstein: la adjudicación a un consorcio liderado por OHL de la construcción del AVE entre las ciudades saudíes de Medina y La Meca.

Nadie sabe por qué motivo ni aconsejado por quién, el Rey decidió a finales de septiembre de 2012 encerrarse en Nueva York con el comité de redacción del New York Times en un encuentro que para el Monarca tuvo regusto a encerrona y que se plasmó en un duro artículo que, entre otras cosas, aludía a una “considerable fortuna personal amasada en secreto” que el diario cifraba en 2.300 millones de dólares (unos 1.800 millones de euros). Todo resultado de una juerga de años consentida primero por Felipe González, el más listo de los “ex”, que vigiló de lejos pero dejó hacer, continuada por un José María Aznar que trató de poner coto y acabó tarifando con Zarzuela [falta un estudio pormenorizado del papel “real” en algunas de las privatizaciones llevadas a cabo por el PP], y llevada al paroxismo por un irresponsable Zapatero que ni supo ni quiso enterarse. La juerga terminó de mala manera con la caída nocturna en la famosa cacería de elefantes de Botswana pagada por Mohamed Eyad Kayali, un magnate de la construcción sirio. Un antes y un después. Un fin de fiesta entre patético y cínico, o cínicamente cruel, que ha venido a abrir un nuevo capítulo en la historia de España: el de la decadencia física y moral del Monarca y la constatación de la crisis, tal vez imparable, de la Corona.

Tales antecedentes, forzosamente resumidos en unas líneas, valen para introducir el hecho vivencial de Cristina de Borbón y de su marido, la pareja que venido a pagar el pato de ignorar esa verdad elemental según la cual lo que le está permitido al Rey de España no puede estarlo a una Infanta de España. Ni Cristina ni Iñaki, con la Justicia en los talones, llegan en su cósmico asombró a entender qué hado perverso, qué negra maldición, qué cruel destino ha caído sobre su otrora regalada vida, siendo así que ellos no han hecho nada que no hayan visto hacer en casa durante años, esto es, el trasiego en Palacio de negocios, de favores, de sociedades interpuestas, de cuentas corrientes sin cuento en paraísos fiscales varios.     

La Infanta Cristina quería ser independiente

El problema de Cristina es que quiso montárselo por su cuenta en Barcelona, de la mano de un atlético talonmanista del que se había enamorado, para escapar de la jaula dorada y vacía de contenido que era Zarzuela, con la Reina convertida en un fantasma a la que el Rey no daba los buenos días por la mañana, una mujer que de lunes a viernes pasaba horas enteras ojeando periódicos junto a una mesa camilla en compañía de su hermana Irene, sin saber nada del gobierno de Palacio, sin vela en ese entierro, esperando la llegada del viernes para coger las maletas y marchar a Londres a pasar el fin de semana con su familia griega. Ahora dicen que doña Sofía se ha convertido en el más firme baluarte de una familia que nunca existió, y quienes conocen el paño no salen de su asombro, porque a menos que haya mediado milagro, Sofía siempre será esa sombra, ese espectro que desfilaba en silencio por los pasillos de Zarzuela sin romperlo ni mancharlo.

La abdicación sería una forma de enterrar los escándalos que han presidido el dailylife de estos años en Zarzuela

El caso es que Cristina, acogida a la caridad de La Caixa, se instaló en Barcelona y, junto a su marido y al amigo de su marido, Diego Torres, empezó a vivir lejos de papá y sin depender de papá, como quería, pero tirando con descaro de su condición de hija de papá. Eso es todo. De esos casi 40 años de polvos varios han venido estos lodos, barro y engrudo de Nòos, que pueden llevarse por delante a la institución monárquica. Cuentan que Spottorno lleva meses sugiriendo la renuncia de la Infanta a sus derechos dinásticos como una forma de blindar, siquiera a nivel de imagen, al propio Rey, pero que Cristina se niega: ni renuncia ni divorcio. La Doña enamorada. Ante la indefinición del Rey, ha sido la Reina, travestida en ese nuevo desconocido papel de heroína, la que ha llamado a filas dispuesta a defender unas murallas tras las cuales apenas queda un solar sin rastro de cariño. Algo se ha avanzado, no obstante, algún torreón ha caído, en lo que a la reacción de Palacio tras la segunda imputación del juez Castro se refiere: “Respetamos…” Se ha llegado al punto de aceptar -supimos ayer- resignadamente que la hija del Rey haga el paseíllo el 8 de marzo, día de la Mujer Trabajadora, para declarar como imputada ante el juez.

Alguien ha comparado acertadamente estos días la peripecia vital de Juan Pablo II (papa Wojtyla) y de Benedicto XVI (cardenal Ratzinger). Frente a la decisión del primero de permanecer al frente de la nave hasta el último minuto, no importa el deterioro físico propio y el institucional de la Iglesia, el papa Ratzinger optó por la dimisión, caso inédito en el papado, consciente de que sus fuerzas no bastaban para poner en marcha unas reformas que su intelecto consideraba imprescindibles pero que la curia torpedeaba. El símil vale para la situación que está viviendo la Corona española. Durante décadas una maraña de dinero, sexo y política, muy al gusto de las ambiciones personales del Monarca, a menudo con dejación de sus obligaciones constitucionales –la primera de las cuales hubiera tenido que ser el exquisito respeto a ese pueblo español que lo acogió con los brazos abiertos- han colocado a la Corona en un callejón sin salida, tras el cual solo se adivina la abdicación de don Juan Carlos en favor del Príncipe Felipe.

La abdicación como solución

Parece que los contactos entre Mariano Rajoy y el líder de la oposición, Pérez Rubalcaba, son muy intensos y están cerca de cristalizar en una serie de grandes acuerdos, el más importante de los cuales tendría que ver con una propuesta conjunta de reforma de la Constitución del 78, que fundamentalmente afectaría al Título VIII (De la Organización Territorial del Estado) de la misma, y que se abordaría con vocación de permanencia y no como mero revoque de fachada, lo cual explicaría algunos de los silencios de Rubalcaba y el malestar de muchos sectores socialistas que califican de “tibia” la oposición del PSOE. Desde esta perspectiva, sería un error que tales acuerdos ignoraran la crisis que está viviendo la Corona, algo que debería llevar al presidente del Gobierno -¿dónde están los Miguel Maura de la derecha liberal española?-, de consuno con el primer partido de la oposición, a proponer a las Cortes Generales los cambios pertinentes –con los engrases necesarios, tanto a nivel personal como institucional- para asegurar la estabilidad política del país, vale decir la paz y prosperidad de los españoles, con un cambio controlado en la Jefatura del Estado. El “yo me quedo” que emergió como amenaza del discurso navideño del Monarca, no es solución aceptable de una sociedad democrática y en un régimen de monarquía parlamentaria.

El inmovilismo no es una solución, sobre todo en la perspectiva de un Parlamento que a partir de las próximas generales, como parecen indicar las encuestas y el sentido común, será mucho más fragmentado que el actual. La abdicación, por lo demás, sería una forma de enterrar los escándalos que han presidido la dailylife de estos años en Zarzuela. Una  solución a lo Wojtyla no solo significaría salpimentar los años de vida que le queden al Monarca con el relato de los horrores de las malas prácticas que han marcado su reinado (aflojados los dogales del miedo, sería casi imposible cerrar la boca a todos los Fasana dispuestos a largar), sino que supondría un deterioro de la institución probablemente irreversible. A grandes males, grandes remedios.      

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