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Los dramas ocultos del coronavirus: “El confinamiento empujó a mi hija, con un grave trastorno alimentario, al suicidio”

Imagen de archivo de una adolescente

Es una de las tragedias que han sucedido en Madrid durante el confinamiento por el coronavirus. La protagonizan Lucía, una adolescente que padecía un grave trastorno alimentario, y su madre, Ana María. El estado de alarma interrumpió el seguimiento de la chica en un hospital público. El confinamiento fue durísimo para la menor, con dos intentos de suicidio previos y muy recientes. La madre denuncia que, durante dos semanas, la adolescente apenas recibió atención psicológica y su estado se agravó. Clamó para que la ingresaran, por su propia seguridad. El hospital no lo vio necesario. El desenlace fue terrible. Lucía se quitó la vida en abril sin que Ana María, destrozada, pudiera hacer nada para evitarlo.

Cuando Ana María relata a Vozpópuli la durísima experiencia vivida apenas han pasado unos días de la triste noticia de la muerte del hijo de Ana Obregón, Aless Lecquio, por cáncer. La madre habla con este digital y plasma lo que siente: una pizca de frustración. La muerte de su hija, dice, no sólo ha sido injusta. También es una muerte oculta. Un tabú. Porque se ha suicidado y, además, era menor. Nadie hablará de ella, piensa.

Ana María llega a casa del cementerio, donde está enterrada su pequeña. Está rota, pero saca fuerzas para hacer una cronología de unos hechos que no tenían que haber sucedido y quiere que se hagan públicos. Pide que tanto su nombre como el de su hija sean figurados porque emocionalmente, dice, todavía no está preparada para enfrentarse al hospital (cuyo nombre ruega omitir, al igual que las fechas exactas de lo vivido) al que responsabiliza de no haber hecho lo suficiente para evitar el suicidio de la menor.

Para la adolescente, elige su nombre favorito: Lucía. Hija única, era una niña "buenísima, espectacular", la describe. Siempre, dice su madre, planeaban viajar juntas (Rusia y Japón, eran dos de sus destinos soñados). Hablaba varios idiomas y sus profesores la consideraban una alumna ejemplar. “Ella ayudaba a los demás, a todas sus amigas, si tenían problemas, pero no se podía ayudar a sí misma”, cuenta Ana María. 

Un grave trastorno alimentario

Lucía tenía un grave trastorno alimentario: bulimia nerviosa, picos de anorexia y atracones. En el trasfondo subyacía una enorme ansiedad. El pasado diciembre, ingresó por primera vez en el hospital madrileño con un intento de suicidio. Estuvo varias semanas hospitalizada. 

A comienzos de febrero, tuvo otra tentativa que llegó por una decepción del rendimiento escolar. Y vino otro ingreso. Ese, por cierto, denuncia la madre, fue fatídico porque Lucía se vio obligada a compartir habitación con otras adolescentes; una de ellas también había intentado quitarse la vida de una forma brutal y su hija tuvo que escuchar todo tipo de detalles que, dice su madre, nunca debió haber oído. El relato de su compañera de habitación la alteró mucho. Supuso un antes y un después.

“Era un caso complicado”, admite la madre. Y en aquel hospital, con una unidad especializada, Ana María vio un rayo de esperanza para su hija

La adolescente arrastraba problemas relacionados con trastornos de la conducta alimentaria desde hacía tiempo. Le generaban una gran ansiedad que no sabía manejar. “Era un caso complicado”, admite la madre. Y en aquel hospital, que cuenta con una unidad especializada en el abordaje de adolescentes con trastornos de la alimentación,  Ana María vio un rayo de esperanza.

Cuando le dieron el alta, tras el último ingreso, Lucía comenzó a ir al Hospital de Día de ese mismo centro. Allí compartía terapia con otras chicas con problemas similares. No le funcionó bien. Acudió durante cuatro semanas, de 1 a 8 de la tarde, de lunes a viernes. Del instituto, la madre la llevaba al centro sanitario donde hacía la comida, la merienda y la cena. Todo controlado, todo medido.

Pero, el anuncio del estado de alarma por causa del coronavirus, un 13 de marzo, lo cambió todo. El hospital llamó a los padres para que acudieran a buscar a sus hijas. Desde entonces, el seguimiento sería ambulatorio. Ana María se quedó muy sorprendida porque la menor llevaba días mal. No estaba para encerrarse en casa.

La pesadilla del confinamiento

Y ahí, relata, comenzó una pesadilla de la que todavía no ha conseguido despertarse. La adolescente, asegura, no estaba en condiciones de quedarse confinada. Además, Ana María debía atender a su madre, una anciana con demencia senil. La situación era insostenible. Incluso, ella misma, tuvo que acudir al hospital porque comenzó a presentar síntomas compatibles con covid-19. Se lo comentó a la psicóloga. ¿Qué sucedería con su hija en caso de que a ella tuvieran que hospitalizarla?. La psicóloga dijo que no pasaba nada y que podía quedarse a cargo de su pareja, con la que también vive.

Descartado que tuviera el virus, Ana María inició el confinamiento con su hija, su madre y su pareja. "La primera semana la niña estaba contenta. Pensaba que podía hacer la dieta y adelgazar, pero pasaban los días y empeoraba. Tenía muchísima ansiedad. No conseguía seguir bien la dieta. Para ayudarla, trabajó en tres menús con ella. Desde las 1.500 hasta las 2.000 calorías, en función de cómo la iba viendo. "Cada día se agobiaba más”, explica Ana María, que incide que el hospital sabía de la complejidad del caso de su hija y que la chica no estaba bien. 

Teléfonos de atención psicológica

En aquellos días, con altísimos porcentajes de contagios y unas cifras de fallecidos insoportables, surgieron diferentes iniciativas de atención psicológica tanto a los sanitarios como al resto de la población para poder asumir las consecuencias de la pandemia. Al tiempo que se habilitaban líneas de teléfono, Lucía, confinada con su madre y su abuela, se perdía en su propio sufrimiento.

Desesperada, Ana María escribió un mail a la psiquiatra del hospital de día que llevaba a su hija para pedir ayuda. Antes, critica, la menor apenas si recibió alguna llamada de la psicóloga del centro sanitario, de apenas unos minutos, para ver cómo se encontraba. “No hubo terapia on-line, no hubo seguimiento”, denuncia la madre.

Un día, Lucía se autolesionó en casa. Ana María decidió que ya estaba bien. Habló con su hija y se fueron a Urgencias a pedir nuevamente ayuda, con la intención de que la ingresaran. La propia niña lo reclamaba. "Se arregló y todo para ir. No se sentía segura en casa”, cuenta la madre.

“¿Ves mamá?, ¿ves como nadie nos llama?”, decía la adolescente a Ana en lo que era una desesperada llamada porque alguien la salvara de sí misma

En Urgencias la niña habló con un médico que admitió que era un caso de ingreso pero decidió esperar al día siguiente y hablar con la psiquiatra y la psicóloga del Hospital de Día que llevaban su caso para que éstas determinaran si debía o no ingresar. Quedaron en que la llamarían. Era principios de abril, justo cuatro días antes del suicidio, recalca la madre. Al día siguiente no llamó nadie; al otro, tampoco. Ni contestaron al mail“¿Ves mamá?, ¿ves como nadie nos llama?”, decía la adolescente a Ana en lo que era una desesperada llamada porque alguien la salvara de sí misma.

Es al tercer día, por la mañana, cuando Ana María, ante el silencio por parte del centro, decide ponerse en contacto con el hospital. La madre, por fin, consigue hablar con la psicóloga del hospital y expone su gravísima situación. Que era la tercera semana de la chica confinada en casa; que habían ido a Urgencias a pedir ayuda inmediata porque Lucía se había autolesionado; que la veía buscar cosas extrañas en Internet, porque decía que se quería independizar. Le comentó que no hacía bien la dieta y había vuelto a comenzar con los atracones, lo que más miedo le daba. 

Un frío y oscuro día de abril

La psicóloga, relata, pidió hablar con la niña. “Estuvieron unos cinco minutos. Ni terapia on-line, ni nada”, rememora. La profesional llegó a un acuerdo con la chica. Dijo a la madre que no se preocupara, que después del fin de semana hablaría de nuevo con la adolescente. Ese mismo día, el de la conversación con la psicóloga, ya por la tarde, Lucía estaba mal. No veía salida.

“Se equivocaron tanto cuando nos fuimos del Hospital de Día, como cuando fuimos a Urgencias para que la vieran", asegura la madre

Al día siguiente, amaneció más tranquila. Desayunó bien. El día transcurrió sin contratiempos. “Cenamos. Incluso comió un poco más de lo normal. Después de la cena, se fue a lavarse los dientes y a la vuelta me dio un abrazo. Se quedó a mi lado en el salón. Relajada. Viendo el móvil. Yo no me fiaba porque entraba mucho en páginas de anorexia, pero me decía que tranquila, que estaba hablando con unas amigas. En un momento dado, me dijo que iba a al baño. Pero, cuando me levanté, pasados unos minutos, no estaba en el baño, tampoco en su habitación…

Lucía se quitó la vida un frío y oscuro día de abril con Madrid en estado de alarma. Hoy su madre, que recibe atención psicológica para sobrellevar el duelo, está desgarrada y rota. Ha perdido lo mejor que tenía. Y grita de dolor en su nombre: “Se equivocaron tanto cuando nos fuimos del Hospital de Día, como cuando fuimos a Urgencias para que la vieran. No tenía que estar confinada. Si hubiera estado ingresada no le habría pasado. Pero se agobió muchísimo. Se dio cuenta de que nadie hacía nada. Con una niña que ha intentado suicidarse dos veces, en un tiempo tan corto, tienes que ver que existe un riesgo y no la puedes dejar confinada. Yo lo vi como madre", afirma rotunda.

Confinada "injustamente"

“Puede haber habido fallos, pero no voy a pasar por alto que la han confinado injustamente y no tenía que estarlo. Por el confinamiento mi hija ha perdido la vida; ha sido el alto precio que ha tenido que pagar. Después de una semana de sufrimiento, de llamar insistentemente. Y sabiendo de su estado, con muchísima ansiedad. Estaba enferma y no se han dado cuenta de la gravedad; se lo han tomado a la ligera. Eso me duele en el alma”, clama Ana María.

Al indescriptible dolor de la muerte de su hija, se añadió la tragedia de no poder hacerle un funeral en condiciones: “Estábamos solos"

Ana María dice que cuenta su historia para que nadie pase por lo que su familia está sufriendo: el infierno. Al indescriptible dolor de la muerte de su hija, se añade la tragedia de no poder hacerle un funeral en condiciones: “Sin poder estar gente con ella. Sin acompañarla, ni sus amigos, ni la familia. Sin poder velarla. Hemos estado solos. Ha sido todo una locura. Ha sido una víctima colateral de este confinamiento. Siento muchísimo todas las muertes que ha habido, pero en el caso de problemas mentales no puedes jugar con eso y dejarla en casa. Tenía mucho dolor y sufrimiento por dentro que no podía gestionar".

Pasados unos días del fallecimiento de Lucía, Ana María recibió una llamada de la psicóloga del hospital en relación a una revisión de la adolescente. Cuando la madre le comunicó que, desgraciadamente, era tarde, la profesional respondió: "Lo sentimos mucho, pero no lo imaginábamos”. Inexplicable, dice, tras haber estado unos cuatro meses como paciente de un centro sanitario donde sabían de la gravedad de su estado. “Nunca podré superarlo. Tengo un dolor que necesito gritar a todo el mundo. Sólo quiero que su muerte no sea un número más”.

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