Opinión

De Pedro Sánchez a María Guardiola: qué bello es mentir

La candidata del PP a la Presidencia de la Junta de Extremadura, María Guardiola, saluda desde un balcón a su llegada a realizar el seguimiento de la jornada electoral en la sede del PP de Mérida
María Guardiola, tras conocer los resultados electorales en la noche del 28-M EP

“Hay momentos en la vida de todo político, en que lo mejor que puede hacer es no despegar los labios”. María Guardiola debería haber leído esta advertencia de Abraham Lincoln de hace más de un siglo y medio para ahorrarse muchas horas de bochorno y el sonrojo de tragarse sus principios, pero prefirió seguir la escuela sanchista y, en poco más de una semana, sufrir un súbito “cambio de opinión” como los que el inquilino de la Moncloa lleva experimentando desde hace cinco años.

María Guardiola será presidenta del Gobierno de Extremadura con toda la legitimidad que le dan los votos recibidos por su partido y por Vox, pero su mandato nace ya manchado por el pecado que contamina desde hace un lustro el de Pedro Sánchez. Ahora, el sanchismo –en el espejo cóncavo de la esperpéntica política española- se reflejará en el guardiolismo, esa manera de hacer política partiendo de una mentira. Perdón, de un “cambio de opinión”.

Igual que Sánchez prometió no pactar jamás con Pablo Iglesias“no podría dormir, ni yo ni miles de españoles”- y se abrazó sin rubor después para darle hasta cinco ministerios; igual que aseguró –“lo diré 20 veces”- no voy a pactar con Bildu, María Guardiola, que se pasó de frenada cuando desde Génova le dijeron que no cediera ante Vox y no solo exigió gobernar en solitario, sino que acusó e insultó a los socios que necesitaba para ser investida, ha asumido en público que su palabra no vale nada, o, al menos, vale menos que el sillón de presidenta.

Guardiola: "No gobernaré con Vox"

“Yo no puedo dejar entrar en el Gobierno a aquellos que niegan la violencia machista, a quienes deshumanizan a los inmigrantes, ni a los que tiran a una papelera la bandera LGTBI” dijo desde el mismo atril donde ayer anunciaba la entrada de Vox en su Gobierno con una Consejería y a cambio de un senador.

“No va a entrar en el Gobierno, yo no voy a gobernar con Vox” insistía Guardiola unas horas después en su tourné por los medios. Y fue más allá cuando Alsina le preguntó si le estaban presionando desde la dirección del partido para firmar el pacto con Vox. “En el caso de que eso pasase, yo no lo haría”, aseguró. “¿Se quitaría usted de en medio?”, inquirió el periodista. “Así es, sí”, sentenció Guardiola.

¿Por qué, entonces, este espectáculo televisado –como lo ha descrito el propio Fernández Vara- entre dos fuerzas políticas condenadas a entenderse y cuyos electores asistían estupefactos al sainete alimentado por las incendiarias declaraciones de Guardiola, una política que es ‘hija’ del inefable Alberto Casero y herencia –de las pocas que el nuevo PP no laminó- de García Egea y Pablo Casado?

Un espectáculo que, al final y tras la intervención de los fontaneros de Génova, ha culminado en un acuerdo lleno de rebajas de impuestos, cuotas cero para autónomos, defensa de la sanidad pública, de los toros y del mundo rural y la caza, donde se aboga por la educación gratuita universal sin marginar a la privada, se pide un plan de aguas y evitar el desmantelamiento de Almaraz y se trabajará “para erradicar de nuestra comunidad los discursos machistas, ya sean en el ámbito civil o religioso, que promuevan o justifiquen la violencia contra la mujer”.

Un pacto de 60 puntos que firmarían los votantes de PP y de Vox y que servirá para poner fin al esperpento en Extremadura y acelerará las negociaciones allí donde como en Murcia, siguen sin arrancar. Y que culmina el deseo de quienes, no se nos olvide ni se les olvide a las direcciones de los partidos, dieron la mayoría absoluta a la suma de PP y Vox: un pacto para cambiar el rumbo de Extremadura.

El error de cálculo de Génova –que tras el rápido acuerdo de Mazón en Valencia con Vox dio orden a Guardiola de frenar las prisas y elevar las exigencias contra los de Abascal- tuvo reflejo en los sondeos y motivó el enfado de los líderes territoriales. Ante el desconcierto de los votantes de PP y Vox –cuando no, el enfado indisimulado ante una dirigente ‘popular’ que compraba todo el argumentario de la izquierda para no pactar con Vox, algo que será necesario para abrir las puertas de La Moncloa- hubo rectificación, se cogieron las riendas desde Madrid y se obligó a Guardiola a tragarse sus palabras.

Ya lo dijo Enrique Jardiel Poncela: “Los políticos son como los cines de barrio: primero te hacen entrar y después te cambian el programa”

Mis palabras fueron fruto de un enfado importante, de una frustración por un momento concreto. Pongo el interés de Extremadura por encima de mi propia palabra” es lo más parecido a “he tenido cambios en algunas cuestiones políticas, los he tenido, pero he tenido que tomar decisiones muy arriesgadas, muy difíciles y complejas, pero creo que la política está para resolver problemas yno dar rienda suelta a nuestras venganzas” que le soltó Sánchez a Alsina cuando éste le preguntó “¿Por qué nos miente tanto?”.

En el sanchismo y el guardiolismo, las mentiras son cambios de opinión. Como lo defiende un vehemente Zapatero, adalid del aún inquilino de Moncloa: “Pedro Sánchez cambió de opinión con los indultos, cambio de opinión, no mintió”, dice el que presumía de tener a España en la ‘champion league’ de la economía europea horas antes de que Angela Merkel le dictara las reformas para evitar una intervención de Bruselas.

"¿Qué es una mentira? –se preguntaba Sánchez ante Alsina mientras clavaba su pupila en la pupila del periodista al que nunca había dado una entrevista-  mentir es decir algo que sabes que no es cierto con la intención de engañar. Y yo no he mentido, he rectificado. He cambiado de opinión…". Y es que, en la semana que se fue Carmen Sevilla, ya lo dijo Jardiel Poncela: “Los políticos son como los cines de barrio: primero te hacen entrar y después te cambian el programa”. Pero se agradecería que, de vez en cuando, a alguno le quedara algo de dignidad y, además de reconocer que su palabra no vale nada, dimitiera.

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