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España

José Bono y la notoriedad del mono aullador

En Castilla-La Mancha nadie podía con Bono. Reventó (electoral y verbalmente) uno tras otro a todos los candidatos del PP que le pusieron por delante, sobre todo a Agustín Conde. No había forma de sacarlo de allí

José Bono. CLARA RODRÍGUEZ

José Bono Martínez nació en Salobre, provincia de Albacete (muy cerca de Jaén) el 14 de diciembre de 1950. Fue el único hijo de José Bono Pretel, comerciante acomodado y alcalde del pueblo durante 16 años, y de su esposa, Amelia Martínez Soria, que falleció cuando el pequeño Pepe era un adolescente. La familia poseía en Salobre una tienda llamada “Tejidos, paquetería, ferretería Bono” y estaba muy bien relacionada: el padre era un “hombre del Movimiento nacional”, como se decía entonces.

Pepe Bono no fue un estudiante especialmente brillante. Estudiaba, sí, pero más bien a la fuerza y para no disgustar a su padre. Comenzó con mal pie: a los nueve años lo metieron interno en el colegio Inmaculada, que los jesuitas tenían en Alicante. Lo pasó mal; el alejamiento de sus padres y la férrea disciplina que la Compañía de Jesús imponía en sus internados le hicieron sufrir. Pero algo debieron de hacer bien los padres jesuitas (que por entonces, a mediados de los años 60, estaban inmersos en una profunda transformación) porque lograron despertar en el joven Pepe Bono una firmísima, profunda vocación religiosa. Pepe era de los de misa diaria, rosarios, novenas y salves. Cruzado. Congregante de María. Había decidido ingresar en el noviciado que los jesuitas tenían en Veruela (Zaragoza). 

Pero no sabía cómo decírselo a su padre. Le iba a dar un disgusto porque el señor alcalde quería que el chico fuese, por lo menos, ingeniero. No cura. La muerte de su madre hizo que el joven aspirante a santo aplazase por un tiempo la decisión de comunicarle a su padre su vocación. Lo que sí le dijo fue que eso de la ingeniería no iba con él, que era muy difícil y con demasiados números. Que prefería el Derecho. Y así acabó en Madrid, en el ICADE (católico, naturalmente), y en el Colegio Mayor Nuestra Señora del Buen Consejo, que los agustinos tienen en la capital. 

Pero ya decía el padre Gabriele Amorth, célebre exorcista, que “el empeño principal del diablo es hacer que el hombre piense solo en las cosas de la tierra”, y Pepe Bono se distrajo con mundanidades. En la universidad conoció a algunos compañeros que eran católicos como él, rezadores como él, pero que además eran, como se decía entonces, “rojos”. Paquita Sauquillo, Nacho Montejo, Luis Javier Benavides (que luego sería asesinado por la extrema derecha en la “matanza de Atocha”), alguno más. Y ahí se desgració la vocación religiosa de Pepe Bono y se perdió para la Iglesia seguramente un buen obispo, quizá un brillante cardenal, quién sabe si algo más. Bono sufría, desde luego. Cómo le digo yo a mi padre que soy rojo, según es, se desesperaba. Acabó la carrera y se licenció en Derecho por Deusto. Hizo la mili (milicias universitarias) en Valladolid, en Caballería. Y, hay que suponer que santiguándose todo lo posible, ingresó en el clandestino Partido Socialista Popular, una minúscula formación político-académica que dirigía el profesor Enrique Tierno Galván (de quien fue discípulo muy querido… hasta que pasó lo que pasó, claro) y en la que estaba su compañero y amigo Raúl Morodo. Eso fue en 1969.

A Bono se le hacía muy cuesta arriba lo de preparar oposiciones y fue Morodo quien le facilitó un contrato de profesor ayudante de Introducción a la Ciencia Política en la universidad Complutense. Además, también gracias a Morodo, empezó a ejercer como abogado laboralista y matrimonialista, y le hicieron asesor de General Eléctrica española. Bono, por fin, ganaba bastante dinero.

Bono ya tenía entonces, una vez descartados la santidad y el capelo cardenalicio, madera de líder. Era vehemente, inteligente, católico y sentimental. Hablaba mucho y muy bien, aunque siempre con ese fuerte acento madrileño (que no manchego) que le hace sustituir las eses por jotas con alarmante frecuencia. Era –lo sigue siendo– una buena persona que caía bien, o al menos que se esforzaba mucho en caer bien, y que gracias a la política aprendió una habilidad decisiva en su vida: la de maniobrar, la de enredar, la de no hundirse nunca. Tiene un altísimo concepto de sí mismo y muchas veces se comporta –esto se dijo también de Pío XII– como si estuviese en un escenario, como si se dirigiese a los feligr… (perdón) a los militantes, al público o a la Historia. Y pronto adquirió una costumbre peligrosa, tanto para él como para los demás: la de anotarlo todo. Pero todo. Pepe Bono es de los que jamás tira un papel.

Su estreno en política fue un fracaso, como suele suceder. Ya se había muerto Franco y Suárez había convocado las primeras elecciones generales libres en 41 años, las de junio de 1977. Bono era el “número tres” del PSP (lo cual tampoco es decir tanto, porque era un partido pequeño) y Tierno Galván decidió que aquel jovenzuelo de 26 años se presentase al Congreso por Albacete, donde el partido no tenía absolutamente a nadie. Se llevó un coscorrón de los que no se olvidan, sobre todo porque los otros socialistas, los de la tortilla, los de Felipe González y Alfonso Guerra, habían obtenido la tercera parte de los votos y dos diputados en aquella provincia.

Las deudas acosaban al PSP (seis diputados en total) y empezaron las maniobras. Mucho se ha repetido que José Bono fue el “hombre de Guerra” en el proceso de fagocitación del PSP por el PSOE, que concluyó rápidamente, en mayo de 1978. El caso es que Tierno Galván así lo creyó y jamás perdonó a Bono.

Don José Bono Pretel, padre de Pepe, llegó a ver cómo su hijo palidecía (como casi todos) durante la asonada de Tejero, el 23 de febrero de 1981. Bono era secretario cuarto de la Cámara (ya era diputado) y tenía la pistola del histriónico teniente coronel a medio metro de su nariz. Pero el padre falleció en un accidente y no pudo contemplar el mayor triunfo de su hijo: Pepe Bono fue consagrado presidente de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha el 6 de junio de 1983. No abandonó el puesto en los diecinueve años siguientes, que se dice pronto. Obtuvo seis mayorías absolutas consecutivas, lo cual le hace merecedor de una mención en el libro Guinness de los récords. Y obró milagros, como era de esperar en él.

El primero de todos, ganarse no solo la confianza sino la amistad personal del arzobispo de Toledo, cardenal Marcelo González Martín, tremendo personaje que había oficiado el funeral de Franco y que consideraba que Bono y los socialistas eran las vanguardias del Anticristo. Pero “don Marcelo” era también católico y sentimental, como el nuevo presidente; de terrible carácter pero necesitado de cariño, y Bono, grandísimo seductor, se lo ganó completamente. Fueron grandes amigos hasta la muerte del cardenal. Esta es, en opinión de no pocos exégetas, una demostración palmaria y fehaciente de la existencia de Dios mucho más que las “vías” de Tomás de Aquino, que no son más que juegos de palabras, como dejó dicho Bertrand Russell. Y es que don Marcelo era mucho don Marcelo.

En Castilla-La Mancha nadie podía con Bono. Reventó (electoral y verbalmente) uno tras otro a todos los candidatos del PP que le pusieron por delante, sobre todo a Agustín Conde. No había forma de sacarlo de allí. 

Lo consiguió su ambición. Tras la dimisión de Felipe González como líder del partido (1977), el PSOE entró en un periodo de –diría Bono– dolor de corazón, pero no tanto de propósito de la enmienda. Joaquín Almunia aguantó tres años muy convulsos. Hasta que en el año 2000 se celebró el memorable 35º Congreso del partido y Bono, cardenal invicto de Castilla-La Mancha, decidió presentarse como candidato a la tiara pontificia del partido. Todo el mundo lo daba por vencedor: Bono había demostrado ser electoralmente imbatible y además el rival era un chiquito de León, un tal Rodríguez Zapatero, al que pocos conocían. Pero, quizá por primera vez en su vida, Bono, maestro de las maniobras y de las intrigas, fue vencido en esa especialidad. El apoyo de un oscuro personaje, José Luis Balbás, hombre maniobrero, hoy condenado al Noveno de los círculos del infierno de Dante (el reservado a los traidores), dio la victoria a Zapatero… por nueve votos. Repitámoslo: Bono estuvo a nueve votos de ser candidato a presidente del Gobierno para suceder a Rajoy.

Pero si algo que Bono sabe hacer como nadie es correr presuroso en socorro del vencedor, incluso si el vencido es él mismo. Se puso a disposición del “chiquito de León” incondicionalmente. Y Zapatero le hizo ministro de Defensa. Solo su ambición no colmada, y el premio gordo de un Ministerio, lograron despegarle del sillón de presidente de Castilla-La Mancha.

Le tocó tragarse varios sapos amargos. El primero, la aprobación por su gobierno del matrimonio igualitario, que permitía casarse a personas del mismo sexo. Bono, católico a machamartillo, estaba en contra pero, como él mismo dijo en un avión que le traía de Afganistán aquel mismo día (había visitado a las tropas españolas que estaban allí), “yo, en ejtas cosas, estoy a la orden de mi presidente”. Luego vinieron la retirada de las tropas de Irak, el enorme esfuerzo de arreglar el desaguisado que el gobierno anterior había cometido con las víctimas del accidente del Yak-42, el farol de la venta de las fragatas a Venezuela, la manifestación de la AVT donde nunca quedó del todo claro si llegaron a agredirle o no y la destitución del teniente general José Mena, que estaba muy alborotado con la aprobación del nuevo Estatuto de Cataluña.

Fue esa aprobación la que sacó a Bono del gobierno. No pudo con eso. Era el cuarto ministro mejor valorado del ejecutivo pero se marchó “por motivos personales”. No lo eran. No aguantaba el nuevo Estatuto, prefería irse. Le tentaron con la Alcaldía de Madrid. Se lo pensó pero dijo que no. Zapatero logró recuperarle para el que sería su último cargo público, el de presidente del Congreso de los Diputados, puesto que ejerció con toda brillantez entre 2008 y 2011, cuando cayó el gobierno de Zapatero.

Ya cuando llegó a la presidencia de la Cámara había aparecido con una súbita y envidiable mata de pelo en la cabeza, fruto de un trasplante capilar que fue fruto, a su vez, de la inocultable vanidad –no solo verbal– del insumergible político. Por una vez se atrevió a contravenir los designios de la Providencia, que había determinado dejarle calvo. Pues no. Para envidia de otros muchos políticos (es inevitable citar a Iñaki Anasagasti) hoy José Bono sigue luciendo una espectacular y nigérrima cabellera, que no cambia con el paso de los años.

Ni eso, ni su espectacularidad verbal (en los últimos años habla menos, pero cuando lo hace tiembla el misterio) ni su contumacia en contar cosas que otros, casi todos, callan. A base de acumular cajas y cajas de papeles, y de anotarlo todo, Bono ha publicado en los últimos años tres encíclic… (perdón) tres sabrosísimos volúmenes de memorias, o diarios, o colecciones de notas, como se quiera: Les voy a contar, Diario de un ministro y Se levanta la sesión. Los tres libros son, como todos los libros de memorias políticas, ajustes de cuentas de mayor o menor ferocidad, pero sobre todo son un caudal inagotable de anécdotas, cotilleos y sucesos casi siempre poco conocidos. Hay que admitir que, en todas esas historias, el “bueno” no siempre es él, ni lo pretende. Pero casi siempre.

Ya septuagenario, Bono (genéticamente incapaz de estarse quieto y callado) ha decidido dar un grito más, puede que el más sonoro de todos. Ha entregado a la Fundación Pablo Iglesias, que durante tanto tiempo presidió Alfonso Guerra y que hoy dirige Santos Cerdán, la friolera de 20.000 documentos (digitalizados, para que todos podamos leerlos) que tienen que ver con su vida privada, pero sobre todo con su vida pública. Eso es un tesoro inapreciable para saber qué pasó en este país durante los últimos 40 años, pero cobre todo cómo pasó.

Cabría suponer que, después de esta última entrega, Bono ha vaciado por fin el costal, ya no tiene más que contar. Ay de vosotros, escribas y fariseos. Eso es imposible. Bono y el silencio son términos incompatibles entre sí. Un día u otro volverá con más. Así pues, velad y no durmáis, porque no sabéis ni el día ni la hora.

La notoriedad del mono aullador

Contra lo que pudiera parecer, el mono aullador negro (alouatta palliata) no es un animal especialmente locuaz. No habla demasiado pero, cuando lo hace, se entera todo el bosque. Este primate platirrino de la familia de los atélidos, muy inteligente, vive en las selvas que hay desde el sur de México hasta el Ecuador. Es grande, ágil, elegante y armonioso como un obispo de los de antes. Vive en grupos no demasiado numerosos pero no es en absoluto infrecuente que un ejemplar cambie de manada si así lo considera útil para sus intereses personales. Tanto si se queda en su partido como si se va a otro, el mono aullador (el macho, en este caso) acaba dejándose ganar por la ambición y compitiendo por la presidencia de la manada. A veces le sale bien. A veces no.

Dos características singularizan al mono aullador. La primera es su voz. Emite unos aullidos tremendos que se oyen a varios kilómetros de distancia. No siempre, ¿eh?, pero cuando grita, se le oye más que a nadie. La pregunta es: ¿por qué lo hace? Pues es curioso esto: lo hace para decir “estoy aquí”. Para que toda la selva sea consciente de su presencia, de su importancia y de su poderío. Además del tremendo aullido, el mono aullador dispone de un amplio catálogo de sonidos (se han catalogado hasta 17) que le sirven para comunicarse con sus congéneres. Pero el característico aullido no es más que una afirmación de su personalidad, de su pujanza y señorío. Podría decirse que también de su vanidad. Si no fuese pecado. Dejémoslo en notoriedad.

La segunda característica singular del mono aullador salta a la vista: es el propietario de una espectacular, brillante, sedosa y abundantísima mata de pelo, que cuida y atusa con legítimo orgullo. Es la envidia del resto de los animales de la selva. Y él lo sabe, claro que lo sabe.

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