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Cultura

¿Se puede hacer poesía después de Auschwitz?

La prueba de que la realidad no es esencialmente mala estriba en que todos, también los más sufridores, deseamos seguir habitándola unos instantes más

Prisioneros en Auschwitz.
Prisioneros en Auschwitz.

El otro día M. me dijo que le cuesta cada vez más salir de fiesta. «Los años ―respondí yo desconcertado―, que no pasan en balde». Ella sonrió y, abnegadamente resignada como está a mis chanzas, me aseguró que no se trataba de un asunto de madurez. Le cuesta celebrar porque, según me dijo, es «cada vez más sensible al desorden del mundo». Con esto no se refería sólo a problemas coyunturales, transitorios, como el gobierno de Pedro Sánchez o la inflación desaforada, problemas que sufrimos hoy y mañana, por fortuna, ya no. Se refería, más bien, a ese mal que parece incrustado en el mundo con el celo de una lapa, a ese mal que no extirparemos ni con nuestras mejores intenciones ni con nuestros mayores empeños. ¿Cómo celebrar algo cuando hay personas que viven y mueren solas? ¿Cómo cuando hay mujeres a las que no les queda otro remedio sino prostituirse? ¿Cómo si hay desgraciados que, por carecer, carecen incluso de una cama en la que acostarse? ¿Acaso no estamos cometiendo un acto de injusticia con ellos, acaso la celebración no es siempre, sin excepción, una frivolidad?

Nadie es ajeno a este sentimiento. Incluso a mí, que, como M., padezco una fatal inclinación por lo festivo, me aguijonea con cierta frecuencia una culpa semejante. En plena apoteosis lúdica, achispado por la cerveza, tal vez aturdido por el vino, uno se pregunta si cabe en verdad celebrar algo. Le asalta la punzante sospecha de que, dado el desorden del mundo, la seriedad no es tanto una opción como una exigencia, la sospecha de que, entre tanto dolor, sólo podemos entregarnos a la circunspección y al recogimiento. Hay quien pregunta si puede hacerse poesía después de Auschwitz. ¡Qué corto se queda! El verdadero interrogante es si se puede sonreír después del pecado de Adán.

El pesimismo triunfa cuando nos convencemos a nosotros mismos de que no hay motivos para reír

Es una pregunta legítima. ¿Por qué celebrar? Supongo que a la constatación de la ubicuidad del mal debe seguirle la constatación de la omnipresencia del bien. Debe seguirle el reconocimiento de que el mundo es un lugar paradójico, al tiempo inhóspito y acogedor, hostil y apacible. La prueba de que la realidad no es esencialmente mala estriba en que todos, también los más sufridores, deseamos seguir habitándola unos instantes más. Ni siquiera en las épocas sombrías el suicidio ha sido algo más que un drama aislado y mayoritariamente incomprendido. Incluso el hombre más desafortunado goza de un inigualable don: el de ser. Por lúgubres que nos resulten los tiempos, casi todos nos aferramos a la existencia como el yonqui a su elixir; por adversas que sean las circunstancias, los jóvenes siguen besándose, los pájaros cantando y los almendros floreciendo. De igual insensibilidad peca quien celebra todo el rato que quien no celebra nunca. El pesimismo triunfa cuando nos convencemos a nosotros mismos de que no hay motivos para reír. 

Pero aún hay más. Obviará el sentido último de la fiesta quien afirme que se funda en el mero reconocimiento de la bondad del mundo. No sólo celebramos porque el mundo sea acogedor; también celebramos para que lo sea. Festejamos para domesticar la realidad, para sea un poco menos inhóspita, un poco más acogedora. El único lugar indigno de una fiesta es aquél en el que ya no se dan fiestas en absoluto. El único reino indigno de una sonrisa es aquél en el que ya nadie cumple el ancestral deber de sonreír. La celebración es, en este sentido, propiciatoria. No es sólo la lógica consecuencia de un mundo bello, sino también su causa. Festejamos para abrir un interregno, una grieta entre el mal que hemos padecido y el que estamos por padecer. Toda filosofía sana debe asentarse, pues, sobre un principio fundamental: existirán razones para celebrar siempre y cuando sigamos celebrando.

Si, dadas las circunstancias, uno debe festejar a pesar de todo, es precisamente por solidaridad con los más desfavorecidos. Nuestro mundo no es del todo bueno, de acuerdo, pero hay que reconocer que la sola idea de uno sin brindis ni risas estremece. La imagen más exacta del infierno es la de una multitud de hombres circunspectos, insensibles a la gracia por los siglos de los siglos. Qué mejor misión que impedir su instauración en la tierra. A carcajada limpia, claro. 

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