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Cultura

Bob Dylan: menos de lo mismo en su testamento musical

Bob Dylan no contempla jubilarse
Bob Dylan no contempla jubilarse

Robert Allen Zimmerman (Duluth, Minnesota, EE.UU, 1941) es uno de los grandes cantautores de la historia. Destaca por dos décadas rebosantes de grandeza, los 60 y los 70. No solo hay que reconocer el mérito enorme de esas canciones, sino también el haber capturado —¡y encarnado!— el zeitgeist de aquellos años rebosantes de vértigo sociocultural ("El espectro de la electricidad/ aúlla en los huesos de su cara", cantó en la pletórica "Visions of Johanna"). Precisamente por su enorme nivel pasado, resulta triste la espesura creativa de sus últimos discos. El que acaba de publicar, Rough and rowdy ways, no es ninguna excepción: sus diez canciones, de las que ya conocíamos alguna, confirman que estamos ante un compositor extenuado, autocomplaciente y zombificado. Hace años que se convirtió en un artista de autohomenaje que a unos le produce nostalgia y a otros la injustificada sensación de haber adquirido un pasaporte hacia un nivel más elevado de conciencia cultural.

Arranco con una comparación extrema, que seguramente hará que algunos abandonen la lectura de esta reseña. En la primera escucha de Murder most foul y I contain multitudes quedan claros los problemas de este álbum con tintes de testamento. Sus devotos ven en estas piezas reflexiones sobre Estados Unidos y su cultura popular, cuando en realidad no son muy distintas un himno de nuestro Melendi. La única diferencia es que uno rima “I'm just like Anne Frank, like Indiana Jones/ And them british bad boys, The Rolling Stones” mientras el otro nos cuenta que “Yo podría prometerte el mundo/ tú prométeme una madrugada/ Pa' cantarte por Compay Segundo/ mientras tu me bailas como Lady Gaga”. En ambos casos, el artista trata de animar una receta musical estereotipada con referencias pop, aprovechando la resonancia emocional que tienen en los oyentes. Como demoostró el sociólogo Pierre Bourdieu, en su ensayo clásico Las reglas del arte (1997), novelistas clásicos como Gustave Flaubert recurren a los sucedáneos de sí mismos de manera no muy distinta a cómo pueda hacerlo Arturo Fernández en sus obras de teatro. Aunque suene extraño, una cosa no es más grave que la otra. Dylan lleva demasiado tiempo dedicado al autoplagio y nunca destacó especialmente en esta disciplina.

Dylan conserva cierta ‘gravitas', distinción y bagaje, frecuentemente autosaboteadas por su escaso voltaje como vocalista

Lo que antes eran recursos expresivos hoy son trucos trillados, ripios al alcance del pelotón de cantautores bohemios. “I sing the songs of experience like William Blake/ I have no apologies to make/ Everything's flowing all at the same time/ I live on the boulevard of crime”, recita. Seamos honestos, ¿qué posibilidades tendrían estos versos en un certamen de poesía juvenil? Comprendo que mucha gente pueda tomarse este juicio como una provocación, pero no veo sentido a rebajar el nivel de exigencia justo cuando estamos ante quien fue un gran poeta. Obviamente, el que tuvo, retuvo, y Dylan conserva cierta ‘gravitas”, elegancia y bagaje, frecuentemente autosaboteadas. Pienso en Crossing the Rubicon, que contiene todos los elementos que hacen que muchos oyentes consideren el blues una tortura sonora insoportable, empezando un ritmo arrastrado y solemne y terminando por una historia que consiste en puro autobombo vacío. Algo similar podríamos decir del trote cochinero y el ritmo cabezón de la pantanosa False prophet. Hace medio siglo, Dylan sonaba valiente, visionario y vibrante, además de ser un icono cultural, ahora solo es un señor rodeado de músicos de primera que no para de hablar sobre lo mágicos que fueron sus años mozos.

Pérdida de papeles

Por supuesto, los problemas de este disco llegaron muchos años atrás. Lo resume claramente Alfred Crespo, director de la biblia rockera española Ruta 66. “A Bob Dylan se le ha permitido un disco asqueroso de versiones de Frank Sinatra. Ese álbum, Shadows In The Night (2014), es una puta mierda y la gente paga ochenta euros por escuchar esas canciones en directo. ¿Bob Dylan haciendo de ‘crooner’? Eso es imposible porque no sabe cantar. Si lo hubiera hecho un artista de aquí, le mataban. A mí no me gusta la mayoría de lo que hace M-Clan, pero tampoco me parece aceptable que los pobres graben una versión de la Steve Miller Band y les caigan tantas hostias que casi se tengan que ir del país. El escaso público rockero español sigue siendo demasiado intransigente en algunas cosas”, señalaba en 2015. Dylan siempre tiene bula y ese es uno de los factores que le han convertido en un cantautor inconsciente de sus bajones de calidad. Existe un sector de sus seguidores que reconocen que su voz es un serio lastre para sus discos. Lo alucinante es la cantidad de críticos musicales que no se atreven a escribir algo tan evidente como que el Dylan del siglo XXI es incapaz de cantar. En su juventud, la voz nasal y dicción pastosa se compensaban con el carácter y potencia que imprimía a una música muy personal, pero hace tiempo que perdió esa baza. 

"Su ricamente soporífero nuevo disco parece una prolongación de su discurso de aceptación del Nobel: un recitado de referencias literarias y pop salpicadas a lo largo de canciones destartaladas", dice Helen Brown

Otra facción de los dylanitas son agricultores de monocultivo: apenas escuchan otra cosa que a su ídolo y lo que este recomienda. Por eso se amplifica de manera disparatada cualquiera de sus lanzamientos. El disco pirata más oscuro y con peor sonido de Dylan parece valer más que cualquier obra maestra de otro artista. En ese sentido, han sido nefastos reconocimientos como el premio Príncipe de Asturias, que recibió en 2007, y el Nobel de 2016. Esos galardones, otorgados en plena decadencia creativa, reforzaron la idea de que en música popular también existe la división entre alta y baja cultura, algo totalmente falso. Una canción como La Bamba de Richie Valens, con su letra directa y su ritmo pegadizo, tiene mucho más mérito artístico que los borradores literarios amuermados que Dylan compone como quien fabrica churros y de los que luego recordamos las dos mejores por disco. Hablo del periodo 2002-2020, que no son pocos años.

Trump y Dylan, cada vez más cerca

Parece obligado, aunque no sé bien por qué, mencionar en cada crítica Murder most foul, supongo que por su condición de corte de casi diecisiete minutos, el más largo grabado por Dylan en su carrera. Más que una canción, se trata de una salmodia o de lo que los anglosajones llaman spoken word, un recitado sobre base musical. Tiene algo de despedida, de testamento escrito en formato flujo de conciencia. En realidad, todo este disco recuerda al plúmbeo concepto de Gran Novela Americana, que alude a esas ficciones extensas y detalladas que versan sobre la identidad estadounidense —como si tal cosa existiera— y que se caracterizan por tener no menos de ochocientas páginas, gusto por el detalle y ambición exhaustiva en la descripción social. Lo que en algún momento puedo ser un reto artístico, hace décadas que se ha convertido en un cliché que no interesa a nadie más que a quienes quieren persumir de 'leer cosas serias' y a los contables de los autores. Murder most foul bien podría ser el discurso nostálgico de un invitado de María Teresa Campos en Qué tiempo tan feliz, mientras una pieza sencilla como "Key West (Philosopher Pirate)" fluye muy por encima, convirtiéndose en lo más salvable del naufragio que es este álbum. 

Dylan sigue obsesionado con la esencia de 'lo americano', como un político de nuestra derecha autoritaria  podría arrebatarse con la esencia de lo español. Supuestamente, este disco es un comentario sobre el presente de Estados Unidos porque ofrece un contraste entre los excitantes años de la Contracultura y los sombríos tiempos de Donald Trump. Esta hipótesis, lamentablemente, no es más que otra fantasía de los críticos culturales ‘progres’, ya que no existe nada más parecido al discurso trumpista que el anuncio que protagonizó Dylan para Chrysler en el descanso de la SuperBowl 2014. Atentos al texto: “Los alemanes saben destilar cerveza, los suizos hacer relojes, los asiáticos montan tu teléfono móvil y nosotros vamos a fabricar tu coche. Cuando un automóvil se hace aquí incluye una pieza que no se puede importar: el orgullo americano. Es imposible importar el corazón y el alma de cada persona que forma parte en la cadena de montaje”, declamaba. Piensen en este mismo discurso cambiando a Bob Dylan por Santiago Abascal y la palabra "americano" por "español".

Dylan y Trump no son antagonistas culturales, sino personajes históricos que llegan a conclusiones similares por caminos distintos, dos caras de una misma dinámica histórica

Poco después del elocuente anuncio, Conan O’Brien ofrecía una parodia desarmante sobre la arrogancia cultural implícita en el mensaje. Guárdenme el secreto, pero hoy Dylan y Trump no son antagonistas culturales, sino personajes históricos que llegan a conclusiones similares por caminos distintos, dos caras de una misma dinámica histórica. Lo explica de maravilla el periodista Thomas Frank en su ensayo clásico La conquista de lo cool (1998), donde estudia cómo la industria de la publicidad y la Contracultura compartían en gran parte el mismo programa existencial. Por supuesto, eso no quita que Dylan no haya hecho un número notable de canciones de belleza devastadora, ni que hoy ofrezca perfectas naderías como "Black Rider", que más que canciones son simples bocetos de algo.

Ambientes complacientes

Quien mejor ha captado las paradojas del álbum, desde mi punto de vista, es la periodista Helen Brown en la reseña que firma para The Independent: “Su ricamente soporífero nuevo disco parece una prolongación de su discurso de aceptación del premio Nobel en 2016: un recitado cotidiano de referencias literarias y mitos pop salpicados a lo largo de canciones destartaladas con melodías acústicas minimalistas”, explica. “Las citas a Homero, Shakespeare y Blake se mezclan con guiños a la cantante country Patsy Cline y a la estrella pop Stevie Nicks, voz de Fleetwood Mac. Es un registro adecuado para un estado emocional de encierro donde el tiempo y el significado parecen extrañamente estirados y deshilachados”, remata. Nuestro enorme y fallecido poeta Leopoldo María Panero dejó escrito que "el acto poético es un viejo chupando un limón seco". La frase sintoniza bastante con el contenido de este álium. 

¿Cuál fue el último gran disco de Dylan? Seguramente Time out of mind o Love and theft; lleva demasiado tiempo entregando medianías mientras recoge condecoraciones a un ritmo endiablado

Brown califica el disco con cuatro estrellas sobre cinco, o alguno de sus jefes encasqueta esa exageradísima valoración, pero muchas de las pinceladas escépticas de la reseña consuelan entre la jungla de hipérboles devotas y culturetas de la crítica internacional. Poner cinco estrellas a un mal disco de Bob Dylan no acarrea queja ninguna, mientras que calzarle dos o tres a uno malo suele traducirse en lluvia de insultos en redes por la blasfemia. Hablamos de un artista en la recta final de su trayectoria, que se dedica a dejar fluir la creatividad a ver qué sale. Por desgracia, lleva ya tiempo sin grandes resultados. Mientras tanto, la complacencia de la crítica dylanita es total: si el maestro cita un verso de Walt Whitman, el disco se convierte de manera automática en su Hojas de hierba (1855). Nunca a nadie le salió tan barato revalidar la condición de clásico.

Hablemos claro: ¿cuál fue el último gran disco de Dylan? Seguramente Time out of mind (1997) o Love and theft (2001). Lleva demasiado tiempo entregando medianías mientras recoge condecoraciones a un ritmo endiablado, tanto que recurre a cortar y pegar de Internet los discursos de agradecimiento. Hoy es una vaca sagrada, un mito por encima del bien y del mal, cuyo prestigio reside en su deslumbrante pasado y en los ejércitos de boblievers que no se comportan de manera muy distinta a las seguidoras de Justin Bieber, excepto que ellas no reclaman ningún tipo de legitimidad cultural ‘premium’. Un ejemplo tragicómico de la actitud de estas bases es considerar un símbolo de autenticidad que su ídolo no salude al subir a un escenario o que se complazca en deconstruir sus canciones clásicas para no aburrirse (aun al precio de frustrar a muchos de los que pagan por escucharle en directo). El artículo más interesante que podría escribirse hoy sobre Bob Dylan sería uno que aclarase cómo hemos llegado a este sinsentido.

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