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Georges Simenon, el hombre que hizo siempre la misma pregunta

Su estilo fue la sublimación de lo sencillo: no quería que ningún lector quedase fuera

Empecemos con una anécdota telefónica. “Buenas tardes, soy Alfred Hitchcock. ¿Está el señor Simenon?… Lo siento, pero está ocupado, acaba de comenzar una novela… Bien, no cuelgo, espero”. Si no tragamos con la leyenda, el también escritor de novelas policiacas Andrea Camilleri aporta una hazaña en uno de sus textos sobre el prolífico novelista belga. Cuenta Camilleri que tal era su fama ya de joven que la editorial le puso mesa, silla y máquina de escribir en un escaparate de una vía pública y allí se pasó el día, colgando del cristal cada página escrita. El transeúnte podía seguir la novela por entregas, pero si la gente se agolpaba era para contemplar a aquel fenómeno. La máquina Simenon realmente existía. Y esa máquina, lejos de resultar un caramelo para las editoriales, ha traído de cabeza a todas las que han intentado lanzarse a la misión de publicar a Simenon. Primeras cifras: se cuentan 192 novelas del belga, de las que 76 serían relatos policiacos protagonizados por el comisario Maigret y el resto agruparía a las llamadas romans durs, una etiqueta que forzó el escritor para hacerse valer frente a una crítica que establecía la molesta distinción entre alta y baja literatura. Del cálculo resultan 116 “novelas duras”, traducción literal no del todo precisa. Psicológicas se ajustaría más.

La editorial Acantilado empezó a explotar la obra de Simenon en 2012. En tandas de dos o tres libros, alternando lo policiaco con lo psicológico. Una década de trabajo después sella una alianza con Anagrama para continuar una misión cuyo fin nadie pudo alcanzar: publicar la obra integral del escritor belga. Desde que la editorial Dédalo lanzara la primera edición en castellano en 1932 de la primera aventura de Maigret (La banda de Pedro el letón, se tradujo), la sombra de Simenon fue mayor que todo entusiasmo por atraparla. Fecha importante fue el verano de 1942, cuando un Simenon descontento con las traducciones que por aquí se hacían, firma con el escritor y editor Ferran Canyameres la venta de los derechos de traducción al catalán y castellano de toda su obra. Desde entonces Maigret se hizo popular en los quioscos, en novelitas de pequeño tamaño. Pero el espíritu de su obra exigía empresas mayores y así en los noventa la editorial Tusquets apostó por sus novelas “serias” y lanzó una gran colección que apenas cubrió la mitad de ellas. Buscando sinergias, Acantilado encuentra en Anagrama el socio idóneo para darle un nuevo impulso a su narrativa y sacar al escritor de su núcleo duro de lectores. El albacea literario de Simenon quería repetir en España la resurrección de su padre en Italia de la mano de Adelphi, editorial del mismo grupo que Anagrama. Sobre la mesa ya están cerrados ocho títulos, tres de inminente salida. ¿Y por qué este empeño? Porque hay que leer a Simenon.

¿Y por qué hay que leer a Simenon? Antes de atacar la respuesta, estaría bien colocar unas pocas cifras de lo policiaco sobre la mesa. Una autora tan productiva como Agatha Christie escribió 67 novelas, distribuidas entre todos sus detectives. El italiano Andrea Camilleri sacó 31 con el comisario Montalbano. Los hard boiled norteamericanos, si pretendieron batir registros, no sería con los números. Hace nada cierto escritor, también traductor de Simenon, aireaba su velocidad de escritura poniendo la cifra en veinte páginas diarias. Simenon se planteaba un ritmo de ochenta a máquina. Con ochenta páginas por día hace números sobre el calendario, reparte abundantes intervalos amatorios y los huecos los rellena con necesarios descansos.

El resultado le permitirá, por ejemplo, escribir diez novelas en 1938. Y en ninguna aparece Maigret. Simenon lo sacrifica unos años para demostrar que era un escritor serio, cuando desde fuera cierta crítica ya dudaba de que un escritor veloz pudiera ser tan magnífico. Una novela escrita en pocas semanas solo podía ser una novela barata. Sin duda que ese ritmo le penalizó. Para alcanzar esa velocidad el escritor creó oficio. Construyó una serie de protocolos domésticos a los que atribuyó un rango superior: los largos paseos eran la puerta a un ambiente metódico de escritura.

Una vez dentro, solo había dos leyes: economizar los recursos literarios (prohibidos los adjetivos decorativos) y optimizar la palabra elegida (tiene que ser esa porque no puede ser otra). Esta mínima normativa creó estilo. Y en Simenon ese fue la sublimación de lo sencillo. Un estilo de escritura en el que ningún lector se quedara fuera. Y en cierto modo el éxito no fue pleno, porque sí se quedarían fuera quienes le consideraron un escritor menor, simple. Pero incluso en el escenario menos amable, su estilo permanece como un manual para aprender a escribir.

Simenon y la fuerza irresistible

Tres nuevos títulos tenemos en las manos. El primero es un Maigret ya de vuelta de todo en Maigret duda (1968). En sus páginas, un abogado especializado en derecho marítimo le insiste al comisario: “¡El artículo 64, señor Maigret! ¡No olvide el artículo 64!”. Y con una magistral línea Simenon resume casi el sentido de su vida de escritor. Acudamos a ese párrafo del Código Penal francés: “No hay crimen ni delito cuando el acusado haya sido obligado por una fuerza a la que no haya podido resistir”. Y en este arco se cuecen todas las tramas de sus romans durs. Son fáciles de identificar: Simenon elige dos puntos y traza una línea recta entre ellos. El primero es un marco cotidiano y el segundo intuimos que no se va a mover, por mucho que la sensatez nos empuje en el camino a tomar la siguiente salida.

El Premio Nobel se le resistió, no así los finales memorables: esas veinte últimas páginas de La nieve estaba sucia

El narrador va salpicando el relato con preguntas directas. ¿Por qué hace esto? ¿Acaso no sería mejor hacer lo contrario? Escribir sobre la naturaleza humana es, de primeras, una tarea que se antoja algo aburrida. Pero en Simenon fluye natural. Así llegaría a escribir tantas novelas duras (si son duras es porque el último fin -que es comprender lo dudoso- a menudo choca contra nuestro andamio) como argumentos tuvo para fortalecer esa idea de escritor nada complaciente ni abrazafarolas. Para convencer al siglo siguiente que la virtud del escritor es ofrecer argumentos y no portar principios morales. Lo dice otro de sus personajes: “¿Qué moral? ¿La de qué ambientes? ¿Acaso la moral de este barrio es la misma que la de una pequeña ciudad de provincias?”

Se ha dicho que Georges Simenon habla mucho de los demás pero poco se sabe de su vida personal. Esta afirmación solo puede ser cosa de un vago. Pocos han hablado más de sí mismos que Simenon en sus libros. Cojamos el segundo título de esta nueva tanda: El fondo de la botella (1948). Y recordemos sus movimientos migratorios. Hasta 1938 reside en París, pero ese año decide mudarse a un lugar apartado cerca de La Rochelle, ideal para sus caminatas. Al terminar la segunda gran guerra, el apellido Simenon no sonaba demasiado bien en la Europa destruida, así que cruza el océano dejando atrás la sombra de una duda.

Poco le costó instalarse: a los pocos meses ya ha iniciado su etapa americana con la tercera de las novelas que nos ocupan. Se titula Tres habitaciones en Manhattan (1946), historia de amor fou, da pistas sobre los conflictos de cama que a veces complicaron su rutina. Chuleó delante de Federico Fellini del número de amantes que tuvo. Es posible que Simenon hiciera una interpretación amplia y a su antojo de aquel artículo 64 para hacer lo que le viniera en gana. Para justificar sus vicios de buen burgués. Y quizás intentara protegerse del juicio de los demás negándose siempre el papel de juez en sus novelas.

En este sentido, tampoco discutiré la grosera idea de que siempre escribió el mismo libro; puede que la flecha siempre apuntara en la misma dirección, aunque los personajes del camino siempre llegaban desde distintos lugares. En El fondo de la botella ese personaje es su hermano. La mancha de sus actividades colaboracionistas dejada atrás. Simenon nunca evitó los lugares difíciles, así que una vez planteada la pregunta clave y dejado el juicio para los demás, al terminar el libro solo quedaba viva la responsabilidad del personaje y a él un largo paseo antes de ponerse con la siguiente novela. El Premio Nobel se le resistió, no así los finales memorables: esas veinte últimas páginas de La nieve estaba sucia.

Poca acción, mucha investigación

Como escritor de novelas policiacas, Simenon reservó para Maigret una pipa y algunas de sus peculiaridades. Con sus novelas duras comparte la sencillez formal, clausula innegociable. Aquí lo simple alcanza a la figura del investigador. Un comisario que simplemente hace preguntas de sentido común y que contrasta con los mejores detectives de ficción. Sherlock Holmes (Arthur Conan Doyle) y Hércules Poirot (Agatha Christie), siempre bien vestidos y mejor dotados de materia gris, demostraban una superioridad que era la razón de ser de aquellos relatos. Poco amigo de los movimientos ágiles, Maigret tampoco tenía nada en común con los americanos, fabricados con modales de acero, ya se llamaran Philip Marlowe (Raymond Chandler) o Lew Archer (Ross MacDonald). Y tampoco se le adivina un mismo material genético con los que aún viven en la ficción, a menudo expulsados del cuerpo de policía y dominados por unos conflictos personales casi bíblicos, ya sea Charlie Parker (John Connolly) o Harry Bosch (Michael Connelly).

¿Para qué se escriben las novelas? Para que afloren las contradicciones, para volver a hacer siempre la misma pregunta

El comisario Maigret es el arquetipo burgués de costumbres, lo que fortalece su mérito en comprender lo que se aleja de su zona de comfort, que es definitivamente la vida. En sus historias la acción brilla por su ausencia pero la investigación avanza con un método singular aunque a veces poco verosímil: profundizando en el contexto y haciendo la pregunta justa en el momento correcto se llegará a la solución final. Lo esencial del caso flota en el ambiente, no en ese objeto a la vista que nadie ha sabido ver. Y una vez resuelto solo nos quedará una certeza, que no será la culpa del culpable, pues este solo es el objeto a comprender. Lo único que tendremos claro es lo bien que se come en las novelas del comisario Maigret.

En 1972 Simenon comunica públicamente que abandona la escritura por motivos de salud. Es incorregible: dicta los nuevos relatos a una grabadora. En un último movimiento coge de nuevo la máquina de escribir para redactar un texto especial: su hija se ha suicidado y siente que le debe sus Memorias íntimas. Parece otro escritor, aunque sigue la misma pauta que nunca abandonó. ¿Para qué se escriben las novelas? Para que afloren las contradicciones, para volver a hacer siempre la misma pregunta. Porque aunque sus novelas están plagadas de preguntas directas sobre el comportamiento de sus diferentes personajes, en el fondo siempre es la misma cuestión dirigida a una misma persona. “Y usted… sí, usted, ¿qué hubiera hecho?”

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