Hay una historia que se convirtió hace ya unos cuantos días en casi un asunto de Estado. La de una niña de nombre Alma. Quizá ustedes, lectores, ni la conozcan, pero no será -desde luego- porque no se ha hablado de ella. En revistas, en programas, en tertulias, en conversaciones de calle, café y supermercado. Y lo más triste es que la pequeña ni siquiera eligió estar en boca de todos, tener un papel protagonista. No lo escogió porque acaba de cumplir apenas dos meses a este otro lado de la piel; porque todavía no ha tenido tiempo siquiera para asimilar que está fuera del vientre materno.
Aunque en estas últimas dos semanas nadie haya pronunciado en público -por protección- qué es lo que le ocurre exactamente al bebé, lo cierto es que su estado de salud -más grave o menos grave-, su evolución, las visitas que ha recibido en el hospital... todo ha sido objeto de análisis y ha llenado minutos de televisión y hojas rosas del corazón. Hasta yo, lo confieso, he llegado a ojear el apartado de “última hora sobre su situación” habilitado ex profeso por revistas varias, conocedoras de la curiosidad que suscita esta recién nacida. Es lo que tiene que tu madre venda tu vida cuando no has empezado ni a vivirla. Porque puede que el nombre de la niña no les suene, pero seguro que saben de quién se trata si les digo que su mamá es Anabel Pantoja, sobrina de la mismísima Isabel y ahora casi más famosa que su propia tía.
Era un sábado por la tarde cuando escuché en televisión que su hija había sido ingresada en la Unidad de Medicina Intensiva de un centro canario con sólo 49 días. Recuerdo que lo primero que hice fue mirar a mi hijo que, con ocho meses, jugaba en el salón protegido por cojines y sentado sobre una tela multicolor tratando de encontrar sentido a unas piezas de formas geométricas regalo de los Reyes Magos. Suspiré aliviada y di las gracias por verle ahí, en ese lugar, en ese instante preciso. Recuerdo también que pensé y mucho en esa madre, al margen de sus apellidos. La imaginé recién salida de la cuarentena, con el cuerpo todavía sangrante y en reconstrucción, con el alma bailando, con las hormonas temblando, con los miedos exacerbados como nubes en el cielo, con la angustia que se siente tras dar a luz al no saber, al no entender el cuerpo diminuto que ha salido de tus entrañas y al que, de repente, el destino le ha hecho tambalear. Sentí un rayo recorriendo el esqueleto de cabeza a pies. Ninguna madre, ninguna, debería pasar por eso.
Vía redes sociales pedía esa madre, esta misma semana, tras un tiempo en silencio que “los medios les permitan vivir este proceso como padres con tranquilidad sin especulaciones ni exigencias (…) Con un poco de normalidad: poder ir y venir del hospital, hacer turnos, salir a desayunar o comer, o simplemente salir a lavar ropa sin sentirnos observados, perseguidos por las cámaras”
Me dio pena, mucha. Volví unos pocos meses atrás, al tiempo en el que yo salía de ese túnel oscuro de los primeros cuarenta días tras el parto. Pálida como estaba por la falta de hierro. Escuálida como estaba tras expulsar coágulos y coágulos de sangre retenida, restos de una vida que se edificaba. Cansada como estaba tras noches enteras sin conciliar el sueño. Triste como estaba tras convertir los días en tomas de biberón. Feliz, también, por supuesto, al ver aquella cara minúscula con todas sus formas. Muy. Aunque en esos comienzos pesara más la congoja. Sumémosle a todo eso que tu bebé enferma y que unos cuantos objetivos quieren captar cualquier gesto tuyo, un llanto, una sonrisa, el más leve movimiento en la comisura de los labios. Hay que estar hecha de otra pasta o tentada con otra pasta -al dinero me refiero, claro- para soportarlo. Vía redes sociales pedía esa madre, esta misma semana, tras un tiempo en silencio que “los medios les permitan vivir este proceso como padres con tranquilidad sin especulaciones ni exigencias (…) Con un poco de normalidad: poder ir y venir del hospital, hacer turnos, salir a desayunar o comer, o simplemente salir a lavar ropa sin sentirnos observados, perseguidos por las cámaras”. Es como debería ser, padecer ese dolor con los focos apagados, pero ¿puede alguien que ha vendido y sacado rédito de cada segundo de su vida reclamar distancia ahora a unos medios ávidos de información? ¿Puede pedir “un poco de normalidad” cuando no es precisamente la normalidad lo que impera en un día a día retransmitido y cobrado al minuto? ¿Está en disposición de exigir algo así? Creo lamentablemente que no. Todas estas famosas de postín venden su alma al diablo a cambio de unos cuantos euros sin leer la letra pequeña de un contrato que dice, hacia el final, que -una vez entregas a cambio de talonario hasta el último poro de tu piel, jamás vuelves a recuperar la integridad de tu corteza. Comerciar con todo tiene un precio. En ocasiones, demasiado elevado cuando no es tu cuerpo el que está en venta, sino uno mucho más vulnerable.
Creen todas estas celebridades de hoy en día que son ellas las que tienen el control de los medios y no se dan nunca cuenta de que son los medios los que les controlan a ellas. Les cedieron la llave de su vida y ya es tarde para cambiar la cerradura.
Franz Chubert
25/01/2025 08:15
Algunas (y algunos) dan todo eso por bueno con tal de no trabajar.