Opinión

Ora basta!

Parece que no hay ya quien pare la moda política de inimaginables lenguajes impropios

  • Benito Mussolini, fundador del fascismo

Anda revuelto el mentidero italiano a propósito del primer gol que, en su equipo de segunda serie, ha marcado un bisnieto de Mussolini y ante el que el público reaccionó coreando su apellido y levantando el brazo a la romana como Elon Musk. Será que algunos quieren volver a la catástrofe pues, confirmado de sobra el balance del fascismo italiano, se sabe a ciencia cierta que, a excepción de imponer una regularidad de los trenes que ya querría para sí el ministro Puente, la verdad es que la herencia del bisabuelo no supuso para Italia ninguna bicoca. Aquella fue una experiencia acorde con su época, una reacción que se debía más que nada al fantasma soviético, y que fue manejada diestramente por aquel híbrido de bufón que no paró hasta arruinar por completo a su país procurando sin descanso, como primordial estrategia, la unión íntima entre el Jefe y el Pueblo. En su megalomanía, Mussolini vio en esa ilusión metafísica (textualmente) “un acto de comunión”, y lo expresó revelando su visionaria imagen del pueblo constituido por “veinte millones de hombres con un solo corazón”. El suyo, naturalmente.

Lo que no tiene paralelo es la iconografía de aquel Duce convencido de que esa fusión imaginaria no era más que el efecto ejercido por las palabras y emociones sobre un inconsciente colectivo al que supo motivar extrañamente con un lenguaje gestual que hizo de la caricatura un efectivo instrumento enardecedor. Mussolini asomado al balcón del Palacio de Venecia -- las manos retadoras en jarra y los pulgares bajo el cinto, la cabeza enhiesta y la boca despreciativa o el índice levantado en alto-- constituye una imagen hoy difícilmente comprensible pero eficacísima en aquel entonces. Desde el famoso balcón electrizó a su pueblo el día en que --respaldado por la Iglesia, que todo debe decirse-- ordenó la invasión de Etiopía con un vibrante “Ora basta” bien parecido al “basta ya” que acabamos de escucharle preocupados a Trump. Ahí está su foto, insisto, la boca fruncida, la mano en el cuadril y la cabeza inclinada despectivamente, anunciando una nueva era, algo así como “el reino feliz de los tiempos finales” que tan finamente nos explicó en su día García Pelayo, aunque esta vez no en términos míticos sino con el acento pragmático de quien promete hacer tabla rasa dándole una temeraria vuelta a su país. ¿A que les suena esta mandanga?

¿Cabe imaginar a De Gaulle o a González, a Merckel o a Thatcher,  amagando pasos bailongos o gesticulando puerilmente, como hacen Trump o su valido Musk?

¿No nos remiten aquellas poses al burdo lenguaje gestual con que hoy arrasan multitudes los torpes manejos y pasos danzantes de Trump o las inmaduras payaserías de Elon Musk? Pues es posible teniendo en cuenta la afición mostrada por la presidenta Meloni a ese circo y el súbito fervor despertado en la hinchada por el bisnieto futbolero pero, en especial, tras contemplar estos días la ceremonia de una toma de posesión con una actitud que no se repetía en los anales desde que Napoleón le quitó bruscamente de las manos al Papa la corona para encasquetársela él mismo.

En todo caso, parece que no hay ya quien pare la moda política de los hasta ahora inimaginables lenguajes impropios que prosperan desde esa Babilonia del norte hasta una Argentina que ha hecho de la motosierra una inconfundible seña de la barbarie, pasando por los diversos modelos surgidos del populismo rampante. ¿Cabe imaginar a De Gaulle o a González, a Merckel o a Thatcher,  amagando pasos bailongos o gesticulando puerilmente, como hacen Trump o su valido Musk, o no es más cierto que no hay precedente que valga de ese mayúsculo ridículo en la larga postguerra que llevamos soportada?

Cuentan que lo primero que ha hecho Trump el día de su coronación ha sido asistir --contra su costumbre y antes de tomar el té con su predecesor-- a una misa en una iglesia episcopal, gesto que no deja de evocar nuevamente a don Benito convencido por la tesis de Gustave Le Bon de que la sustancia nuclear de toda masa –el decía “foule”, que no es lo mismo sino, más bien, “multitud”—no es la racionalidad sino la religiosidad, un postulado que creo recordar que mereció enseguida una cumplida réplica del propio Freud. Total, que a ver si lo que suponen estos poderosos bufones va a terminar siendo una reedición –inconsciente si se quiere, pero ahí la tienen—del viejo modelo autocrático que ingenuamente creíamos enterrado y bien enterrado. El bisnieto en cuestión, que es hijo de una nieta fascista (de Forza Italia), ya ha dejado claro que tampoco a él le incomoda la reacción de los tifosi ni sus saludos imperiales, y que prefiere que no le alarguen su nombre compuesto sino que le llamen, sin más, Romano Mussolini. El hijo de Trump no ha llegado a tanto de momento pero ya anduvo por Groenlandia, en plan fenicio, repartiendo bisutería, que algo es algo y nunca está de más preparar el terreno entes de desembarcar a los marines. ¿Y Musk? Bueno, a ése danzarín todopoderoso ya se le ha malogrado sobre el Caribe el megacohete que pretendía rodear el planeta, pero ese traspié --¡será por dinero!—tendrá fácil reparo mientras él cogobierna junto al nuevo redentor. Habrá que soportar sus muecas y morisquetas, en consecuencia, si es posible sin perder la esperanza de que tan  desconcertante show no se salga de la pista.

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