Pasadas las 12 del mediodía, Trump levantará la mano de la Biblia entre aplausos y los cañones del Tercer Regimiento de Infantería saludarán su regreso al poder con 21 disparos, mientras el coro del Cuerpo de Marines le canta el “Saludo al Jefe”. Así, entre el estruendo, comenzará de verdad la segunda parte de la edad de Trump. Una era que no es tan accidental ni tan sorprendente como parecía en su primera intentona en 2017, pero que puede resultar doblemente peligrosa e igualmente caótica.
Trump no es el mismo que hace ocho años, pero sobre todo la gente que lo rodea no es la misma. Cuando llegó al poder por primera vez lo hizo contra todo pronóstico, subido a una ola de descontento que le situó a la cabeza de una administración que nunca supo manejar. Llevaba consigo a un pequeño equipo de fieles, pero no tuvo otro remedio que confiar en muchas figuras del establishment republicano que sí sabían cómo gobernar un país y que fueron las que calladamente hicieron descarrilar muchos de sus planes más locos.
Ahora la situación parece diferente. Trump, dado por muerto una vez más al dejar la Casa Blanca entre las cenizas del asalto al Capitolio, sabe exactamente quiénes son sus fieles, quién se quedó a su lado cuando pudo acabar en prisión. Y estos a su vez saben dónde aparecieron los problemas la última vez, qué puestos clave en el Departamento de Justicia o en el de Defensa impidieron a Trump purgar a los fiscales que lo investigaban o enviar al ejército a reprimir manifestaciones.
Trump cuenta, desde el mismo momento en que callen los cañones del Tercer Regimiento, con todos los poderes de la presidencia. No son ilimitados, pero sí muchos y sobre todo goza de un mejor conocimiento para usarlos. En política exterior o de defensa puede hacer prácticamente lo que le venga en gana. El día 1 podría ordenar a la CIA financiar la creación de un partido pro-estadounidense en Groenlandia o enviar a la 4ª flota al Canal de Panamá.
Un plan mejor preparado
Su agenda política en sí no ha cambiado mucho: expulsar a millones de inmigrantes sin papeles, meter en cintura a los países aliados que “se aprovechan de EEUU” o desmantelar diferentes regulaciones. También tiene algunas novedades en mente, como la expulsión de las personas trans de las fuerzas armadas o los castigos económicos a los colegios o universidades que impartan determinados contenidos sobre racismo e igualdad.
Además, hay ciertos proyectos de venganza personal: ha anunciado un indulto a los que asaltaron violentamente el Capitolio el 6 de enero de 2021 para intentar que él siguiera siendo presidente y ha afirmado que los miembros de la comisión que lo investigó, incluidos varios republicanos “deberían ir a la cárcel”, aunque ha dejado el asunto en manos de su futuro Fiscal General y del nuevo director del FBI.
Volverán los anuncios de grandes medidas en un tuit de medianoche, las ruedas de prensa llenas de declaraciones explosivas y las peleas con la prensa tradicional, pero otras cosas son todavía una incógnita. ¿Sobrevivirá su alianza con el millonario Elon Musk, un recién llegado al trumpismo que se ha convertido en uno de sus asesores más influyentes? ¿Mantendrá la lealtad casi completa de los votantes republicanos aunque no pueda ser su candidato en 2028?
Un ‘pato cojo’ desde el primer día
La ironía de este regreso triunfal de Trump es que justo cuando levante la mano de la Biblia después de jurar el cargo estará en el cénit de su poder y desde ese mismo minuto se irá volviendo más irrelevante. La dura realidad constitucional es que este es el último viaje de Trump: no puede volver a presentarse y el procedimiento para cambiar la Constitución hace prácticamente imposible que eso cambie. Así, desde el mismo momento en que arranque su presidencia se convierte en lo que los estadounidenses llaman “un pato cojo”, un presidente cada vez menos influyente porque va de salida.
Los republicanos tendrán que elegir un candidato para las próximas elecciones presidenciales y habrá una batalla a muerte entre los candidatos a la sucesión por el favor de Trump, por contar con la bendición del presidente. Tradicionalmente, los presidentes salientes han respetado los procesos de primarias de sus propios partidos sin pronunciarse y han aguantado pacientemente incluso las críticas de los aspirantes a sucederles, pero ya sabemos lo que vale para Trump la tradición política: nada.
Siendo de lejos el líder más carismático y adorado por las bases que ha tenido el partido en décadas y conociendo también su gusto por ser adulado, es muy probable que Trump quiera ser protagonista también de su propia sucesión y que además no perdone a ningún candidato que quiera poner distancia o ir por libre. Su popularidad entre los votantes republicanos es muy fuerte, pero no sabemos cuál será su atractivo electoral dentro de dos o tres años, si los candidatos de su partido seguirán queriendo asociarse a su imagen o se verán capaces de pasar página. En ese cálculo también se verá su capacidad de ejercer el poder durante este su último mandato.
Una cosa está clara: el trumpismo ya no es un accidente, un golpe de suerte, una aberración. El trumpismo como movimiento ha venido para quedarse y ya define no al partido republicano, sino al conservadurismo estadounidense y en buena parte global. Empieza su segunda etapa en el poder, quizás ya no tan incierta como la primera, pero tal vez más efectiva y peligrosa.