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Opinión

Sorrentino y la familia mediterránea

Un realismo napolitano que humilla todo lo filmado en estos tiempos 'woke' al mostrar la vida con sus aristas, sus golpes y su belleza

El director y guionista italiano, Paolo Sorrentino. Europa Press

Comparto el entusiasmo generalizado ante la que, sin ser la mejor película de Paolo Sorrentino, cautiva, evoca y permanece entre recuerdos y desvelos durante días. Con ella se da a conocer a una nueva generación infantilizada la fuerza del realismo propio del cine italiano, tan ajeno del ideologizado, inclusivo, guerracivilista y adoctrinador que conocemos como “cine español”. Un realismo napolitano que humilla todo lo filmado en estos tiempos woke al mostrar la vida con sus aristas, sus golpes y su belleza, sin juicios ni pretensiones moralizantes para construir una sociedad artificial presa del supuesto buenismo.

Son tiempos en los que se hacen series sobre una reina negra en la Inglaterra del siglo XVI. Pero la Ana Bolena racializada no busca la provocación, sino la sumisión, la rodilla hincada en el suelo al relato de trans-formación social a través del control cultural para imponer la moral posmoderna ajena a lo real. Se busca el borrado de toda historia o recuerdo que no cumpla las exigencias de supuesta diversidad del desquiciado mundo ideologizado en la autodestrucción. Un mexicano vestido de mariachi es una ofensa para un latino de mayor escándalo que la pobreza a la que se le condena sin una educación en contenidos.

Por eso La mano de Dios es una ventana a la belleza mediterránea, a la familia imperfecta de incuestionables lazos. Aunque el título y la intención del director fue consumar un homenaje a Maradona, su salvador en la tragedia e iluminación ante el dolor, quien está en verdad presente en cada rincón de la película sin apenas ser nombrado es Fellini, quien llevó el realismo en el cine italiano a lo inalcanzable. Todo director tiene derecho a hacer su personal Amacord sin alcanzarlo, ese viaje a su infancia, a su adolescencia y su despertar a la vida adulta. Sorrentino moderniza el género al introducir una narrativa a diferencia de ese realismo de episódicos recuerdos de Fellini que te sacudían sin que pudieses apartar la mirada, como un voyeur de lo que era la realidad italiana tan familiar para un español.

Ese realismo de episódicos recuerdos de Fellini que te sacudían sin que pudieses apartar la mirada, como un voyeur de lo que era la realidad italiana tan familiar para un español

Sorrentino quiso hacer cine para correr hacia el placer y huir de la tristeza. Ahora realiza un viaje inverso, no sólo de vuelta a Nápoles y a su infancia, sino al dolor desde su refugio de satisfacción. Una historia autobiográfica marcada en dos tiempos, como los partidos de fútbol. Una primera parte en la que gana profundidad al acercarse a los personajes en un tempo pausado como transcurre el verano en la adolescencia, sin planes fuera de la familia mediterránea en la que se desarrolla la felicidad plena e inconsciente de un adolescente. Comidas eternas bajo el sol en las que se ríe, se critica, se habla de Maradona con el fervor del que necesita los sueños. Hacerse burla sin descanso porque hay lazos que te unen a través de las bromas mientras callan los conocidos dramas de cada casa entre vino y abundante comida.

Y Patrizia, la mujer italiana voluptuosa e hipnótica por la que un hombre cuerdo cambiaría de vida. Como si de una condena a su belleza se tratase por el resto de mujeres y hombres que no la alcanzan, no consigue tener hijos de un mal marido. El drama de no tener familia para una mujer que representa la sensualidad acentúa la tragedia en la que se disuelve sin que nadie la ayude.

No pretende el realizador ni criticarla ni romantizarla, que es a lo que se limita el pobre y perverso debate sobre la familia al que asistimos en nuestros días

Es un relato tan sincero de la familia el de Sorrentino que, amándola sin remedio, no pretende ni criticarla ni romantizarla, que es a lo que se limita el pobre y perverso debate sobre ella de nuestros días: entre la cancelación absoluta del hecho maravilloso y humano de querer tener familia y estigmatizar a quien la vida le haya privado de ella, sin plantearse que sólo una buena familia en términos afectivos es lo que ahuyenta la soledad. La realidad compleja es inmensa.

Ni siquiera en esto pretende Sorrentino moralizar. Cuenta una verdad universal de familias imperfectas a las que aun así anhelamos pertenecer y alejarnos para hacer nuestro camino aunque no siempre sea de forma voluntaria. La tragedia que marca el segundo tiempo de la película, tan distinto al primero, es la búsqueda del camino personal, lo que Freud denominó “matar al padre” en un sentido trágico y figurado. Sólo así, al salir de las faldas enmadradas del nido en el que transcurría su vida, descubre la aventura, la amistad y las lanchas motoras, la necesidad de ganarse la vida, incluso el sexo geriátrico.

Y sobre todo, descubre su vocación y a su mentor, su padre en la vida adulta a quien verdaderamente “mata” en términos freudianos, Antonio Capuano. Un director de cine que le aconseja como un padre o jefe de una banda, y al que desobedece como un hijo al marcharse a Roma a hacer cine ignorando la bella tragedia de Nápoles que le muestra con desesperación mientras le suplica que no se disuelva por estar solo, que no se rompa, como le pasó a Patrizia. Porque hasta en eso Sorrentino muestra la vida tal como es sin dogmas. La compleja realidad entre familia, soledad y que un hijo haga su propio camino de vida con esperanza y dolor mientras recuerda a Maradona y sus padres viajando en moto.

Un plano secuencia al final entre muros que se abren al mar del golfo de Nápoles, lejos del ruido y la dureza de sus calles desde el lugar donde las olas acarician, un Mediterráneo que calma y conmueve. No homenajear la realidad de la belleza y la tragedia de la vida mediterránea para realizar construcciones ideológicas es pura decadencia.

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