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Opinión

Los nuevos aduaneros

Esteladas durante una manifestación independentista.

Las tardes de domingo son un buen momento para nadar entre los océanos hechos de olas de papel que pueblan nuestras bibliotecas. Uno siempre sale vivificado, verbigracia, tras darse un chapuzón de Schopenhauer, uno de los mejores filósofos porque jamás se preguntó hacia donde iba o de dónde venía el ser humano, limitándose a escrutar lo que era. Al escribidor no le queda otra más que esa, aclarar la niebla del grisáceo mundo que es una Cataluña agitada entre estertores de asfixia democrática y el estremecimiento del caído que recibe patadas propinadas por la misma gentuza que causó su caída.

Sin miedo a que se nos tache de exagerados: mi tierra es una sociedad fascista gobernada por el pensamiento totalitario más abyecto, aquel que pretende disfrazarse bajo los ropajes de la democracia. Desde que finalizara la Segunda Guerra Mundial dudo mucho que se haya conocido en Europa algo semejante. Que una parte de los catalanes crean en los mitos y embustes de los dirigentes separatistas es un hecho que provoca un estupor mezclado con el miedo al mundo yermo de la estelada y la raza catalana que tiene como punta de lanza, intelectualmente hablando, a los contertulios de TV3, un mundo sin espacio para el liberalismo espiritual, humanista e intelectual en el que me gustaría pasar los últimos años de mi vida.

Huxley aseguraba que las libertades particulares podían disfrutarse a cambio de una cierta esclavitud general. Si los matones fascistas interrumpen a diario la circulación en la Meridiana barcelonesa impunemente tiene como precio que miles de automóviles se colapsen en una de las principales arterias de Barcelona. Que agredan un compañero y amigo, Xavier Rius, ante la impasible actitud de los Mossos, que se multe a un conductor que hacía sonar el claxon porque necesitaba urgentemente pasar o que golpeen a un motociclista que pretendía hacer lo propio también forma parte de la esclavitud que hemos de asumir para que un puñado insignificante pueda dar fe de su abominable y supremacista credo. ¿A quién convencer, pues, de que el fascismo nunca acaba bien para nadie, incluyendo a los mismos fascistas? ¿A quienes perpetran contumazmente su apropiación del espacio público perjudicando a muchísima gente a la que ni les va ni les viene su vida de resentidos sociales? ¿A los responsables que han dado orden a los Mossos de no intervenir? ¿Al que prefiere sancionar a quien le da al claxon porque tiene urgencia en tener el camino expedito antes que a quien se apropia como un aduanero de la calle?

Son 'burots' del pensamiento, de lo que está bien y de lo que está mal; son quienes se creen con el derecho a confiscar cualquier pensamiento que no sea el suyo

Carlistones de ideas con los bordes amarillentos y carcomidas por el tiempo que las dejó para nido de ácaros y cueva de polvo, los nazis separatistas son ahora la encarnación de aquellos burots, aduaneros, agentes del consumo, que se situaban en las puertas de las murallas barcelonesas para inspeccionar quien entraba y quien salía, qué llevaba y qué no llevaba, siendo de aquellos vetustos portalones dueños y señores de personas y pertenencias. Son burots del pensamiento, de lo que está bien y de lo que está mal; son quienes se creen con el derecho a confiscar cualquier pensamiento que no sea el suyo, el único, el salvoconducto que nos ha de llevar hacia un régimen en el que todo el mundo será felizmente catalán y al que no quiera serlo, se le obligará. Son una mezcla heterogénea: personas de edad avanzada, jóvenes bárbaros, terroristas callejeros. En suma, una masa amorfa pensionada del dogma colectivo, adictos al odio, drogodependientes que no pueden pasar un día sin su correspondiente dosis consistente en insultar, agredir o vejar a quien no piensa como ellos.

Son una mezcla explosiva de consecuencias fácilmente deducibles. Su provocación puede hacer que, cuando menos lo pensemos, se encuentren con un motorista que acelere y se lleve a un par de ellos por delante, con un automovilista que no se conforme con sonar la bocina y embista al grupito de aduaneros del lazo amarillo, con un periodista, o dos, o tres, o con un repartidor de butano, o con un señor al que acaban de comunicarle que lo echan de su empresa, que les dé algo que hacer más allá del diálogo estéril o el exabrupto. Y ya la tendremos liada.

Pero ahí están, guardianes de las nuevas murallas de una Barcelona, de una Cataluña, medieval y retrógrada en la que debemos contentarnos con su mera descripción, soportando que sus libertades las paguemos todos con una esclavitud general que nos ahoga de forma insoportable. Es el resultado que acaba teniendo la manía de crear fronteras donde no debiera haberlas. Precisas de aduaneros.

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