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Opinión

La noche que Puigdemont convocó elecciones sin convocarlas

La noche que Puigdemont convocó elecciones sin convocarlas

Lo acaecido ayer en el Parlament culmina un proceso que ha acabado con la división de los independentistas, la frustración de muchos catalanes y la inmolación de lo que quedaba de Convergencia. La comedia continúa.

“¿Y para esto llevo cinco años saliendo a la calle?”

Esa era la frase que más se escuchaba entre los independentistas que se congregaban en el Passeig de Lluís Companys, al lado del Parque de la Ciutadella, cerrado a cal y canto, donde se encentra el Parlament de Cataluña. Junto al Zoo, por cierto. Frente a unas enormes pantallas en las que seguían atentamente el desarrollo de la sesión parlamentaria en la que, en teoría, se esperaba que Carles Puigdemont iba a proclamar la independencia de Cataluña, los aplausos y vítores iniciales se quedaron convertidos en puro hielo al escuchar cómo el President decía que Cataluña tenía derecho a tener un estado independiente, pero que lo suspendía en aras de un hipotético diálogo. Con una ambigüedad rayana en lo cínico, el discurso que se pretendía épico e histórico ha acabado siendo un memorial de agravios con respecto a España repitiendo el rosario de mendacidades procesistas, así como la suma de excusas para no asumir el mandato de independencia, todo ello amparándose en un diálogo que, como muy bien sabe todo el Govern, ni está ni se le espera.

El cabreo que se ha generado entre los radicales de la CUP, verbalizado en la intervención de su portavoz Anna Gabriel, era extensivo a la gente que había acudido allí, atraídos por el espejismo de la independencia, un espejismo que hoy ha acabado por desvanecerse del todo. Prueba de ello son la enorme cantidad de asistentes que se han marchado a la que han escuchado que, de proclamación de la República Catalana, nada. A partir de ahora, la brecha entre Junts pel Sí y las CUP se vuelve casi insalvable. Sus caras en el pleno eran la mejor fotografía del estado actual del proceso secesionista. Si difícil era la convivencia de los sectores convergentes tradicionales con la radicalidad anarco bolchevique de las CUP, ahora el matrimonio de conveniencia se ha acabado por romper del todo.

“¿Qué podíamos esperar de los herederos de Pujol?”, se lamentaba un militante cupaire

Esa desazón, más aún, ese desencanto y la sensación de haber sido engañados por los ex convergentes y sus aliados de Esquerra era lo que predominaba en el ambiente general. “¿Qué podíamos esperar de los herederos de Pujol?”, se lamentaba un militante cupaire, estelado al cuello, que había acudido junto a su mujer y sus dos hijos para celebrar el advenimiento de, según sus palabras “la liberación de Cataluña del yugo español”. A pesar de que Puigdemont intente recomponer la sintonía entre radicales y JxS firmando documentos pro república catalana o cualquier otro tipo de brindis al sol, los catalanes partidarios de la proclamación unilateral saben que les han tomado el pelo. Claro que, como decía un viejo militante de Esquerra que me hablaba, “Creerse que estos niños de papá iban a darlo todo por el país era como pretender convertir el agua en vino”.

Ya no basta con que Jordi Sánchez, de la ANC, alabe las bondades del discurso presidencial, inventándose bonitas hipérboles acerca de diálogos imposibles. No es suficiente con que en TV3 hayan cargado con munición potente sus baterías de opinadores, creando una cortina de fuego intensísimo destinado a destacar la generosidad de Puigdemont al tender la mano del vencedor a un estado fascista, violento y cerril. No lo digo yo, son opiniones que se escuchan a diario en aquel monstruo hipertrofiado al que Goebbels tendría por modelo como altavoz de propaganda gubernamental. Nada puede satisfacer a la bestia que se ha creado en los despachos oficiales de la Generalitat a lo largo de los últimos cuarenta años, y digo bien, cuarenta, porque lo que vivimos no es más que el resultado de una ideología nacionalista, provinciana y excluyente.

Ahora queda por ver las consecuencias de la astracanada protagonizada por los políticos secesionistas y sus efectos jurídicos, pero el desgarro producido por la cobardía, el temor a verse encarcelados y perder sus patrimonios entre los que desean la independencia es un hecho palpable que, ¡ojalá me equivoque!, solo puede desembocar en un serio problema de orden público en Cataluña. Lo tengo dicho y escrito hace años. La gente, más o menos decepcionada, podrá volverse a sus casas y contentarse con aquello de “ya vendrán tiempos mejores”, pero los más arrauxats, más radicales, no se contentarán con palabras y pasarán a la acción, léase la lucha callejera, la kaleborroka, los disturbios e intimidaciones. Todo eso, añado, ya se da en estas tierras hace tiempo, pero es de prever que su intensidad aumentará. Esos son los frutos del proceso: fractura social, incluso entre los suyos, empresas que huyen del caos, instituciones gravemente dañadas y, finalmente, un riesgo concreto de violencia callejera.

Todo para acabar teniendo que convocar unas elecciones anticipadas, porque la defección de la CUP no puede acarrear otra cosa que la pérdida de mayoría en el Parlament. Parafraseando al independentista, ¿cinco años para esto?

Buscan que los detengan

Nada mejor para el proceso que la imagen de sus dirigentes entre rejas. Aunque sea lo que más temen, paradójicamente, el histrionismo y la exageración se han convertido en las mejores armas de los procesistas. No lo buscan, claro, pero el martirologio low-cost que preconizan encajaría a las mil maravillas una imagen de Puigdemont escoltado por dos guardias civiles, saliendo de su despacho oficial. “¡Estado represor!” dirían todos sus acólitos con ánimo de plañidera de entierro de tercera. Es una postura arriesgada, según sus parámetros, tan habituados a sobremesas agradables en casa de Pilar Rahola, guitarra en ristre y satisfechos después de haber comido una buena paella. Se entendería, sin embargo, ese sacrificio por la patria catalana. Están desesperados porque, siendo claros, todos estos años de machacona insistencia con el mono tema no han conseguido que la masa crítica del independentismo, dos millones, aumente un ápice. El voto nacionalista, antes propiedad en exclusiva de CiU, está ahora en las filas de Esquerra y las CUP, y respecto a éstos últimos cada vez menos, debido a sus extravagancias. No es aventurado decir que una parte del voto más izquierdista de éstas podría irse a Ada Colau y sus Comunes, y buena prueba de ello ha sido el discurso de Lluís Rabell, de Catalunya Sí Que És Pot, en el que poco menos decía que la culpa la tenía Mariano Rajoy y que los del proceso son unos auténticos santos. Todo se ha quedado en hablar de los ochocientos heridos el 1-O y repetir tópicos que hacían sonreír a Puigdemont, que no ha parado de hacer gestos aprobatorios con la cabeza a lo largo del parlamento del político comunista. Espero con delectación ver los partes médicos de tantos heridos, que no hay manera que se nos faciliten a los periodistas.

Es ciertamente curiosa esa izquierda catalana, por llamarla de alguna manera piadosa, que ahora dice que Puigdemont es un hombre de diálogo y que ha hecho lo que debía aplazando la DUI y pidiendo diálogo al gobierno de España. Convertirse en aliado de JxS está ahora en las mentes de podemitas y partidarios de Colau, incluso el PSC parece jugar a ese diabólico propósito, y al grito de “¡Rajoy es culpable!” parecen haberse conjurado para convertirse en la muleta que ayude al procesismo a salvar el pantano cenagoso en el que él mismo se ha metido.

Algunos políticos presentes en el acto comentaban, en voz baja, no fuera cosa que los oyeran, que no podían cambiar a los cupaires por los comunistas ni mucho menos por los sociatas. Porque, si algo ha odiado el nacionalismo pujolista ha sido al socialismo. Cuando se habla de violencia, que existe, quisiera recordar como en el año 1986 se asaltaban agrupaciones socialistas por el tema OTAN, o como se quemó la caseta del PSC en las Ramblas por Sant Jordi al año siguiente; tampoco sería malo tener presente a los provocadores que, pagados por una mano más o menos anónima, se dedicaban a reventar mítines socialistas – recuerdo uno, en la Plaza de La Palmera en Nou Barris, popular distrito barcelonés, en el que servidor tuvo ocasión de intercambiar pareceres con unos punkis más falsos que un euro con la cara de Popeye – o que en la puerta del domicilio de destacados dirigentes del PSC se colgaran chorizos, groserías o amenazas de muerte. Las sonrisas del proceso vienen de lejos.

Así las cosas, al Govern no le queda otra que aparentar un deseo de dialogar, echarle las culpas al PP, dejar pasar los días y, al no contar con el apoyo que tenían hasta ahora de la sucursal de HB en Cataluña, convocar elecciones. Eso si a las CUP no vuelven a engañarlas con documentos, insistimos, mojados, papelitos varios, jornadas históricas o, quién sabe, otro referéndum para validar el referéndum que se hizo después del primer referéndum. Aunque rectifico. Decir que la vuelven a engañar es mucho decir. En la calle no hay mucho empleo, el que hay es de baja calidad y cobrar un sueldazo como diputado por hurgarse la nariz es un privilegio al que comprendo sea difícil renunciar. Así que de engaño, a lo mejor, poco.

Y ahí tienen ustedes la última razón de todo: cobran un pastizal por complicarnos la vida.

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