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Opinión

El nacionalismo crece, el Estado retrocede

El actual lehendakari y candidato a la reelección del PNV Iñigo Urkullu.

Pasadas las elecciones en Galicia y el País Vasco, parece conveniente extraer algunas consecuencias de las mismas, y se me ocurre que una de ellas es el avance persistente y significativo del nacionalismo radical trufado de independentismo y la consolidación de una propuesta nacionalista singular, como franquicia de la derecha española, que, en conjunto, supone ahondar el debilitamiento del Estado en un momento culminante de la crisis española. Desde mi punto de vista, es justo lo contrario de lo que España necesita para enfrentarse con alguna eficacia a la suma de problemas acumulados durante décadas de incuria, muchos de los cuales han sido puestos de manifiesto por la pandemia y la parálisis de la economía nacional. De momento, el narcótico parcial del verano y las idas y venidas de nuestro jefe de Gobierno por la Unión Europea embalsan las inquietudes de gran parte de la población.

Las elecciones se han celebrado sin pena ni gloria en un ambiente dominado por otras preocupaciones y no solo sanitarias, adobadas con un cierto hastío por la vanidad de la política y su falta de propuestas para salir de las arenas movedizas en las que nos encontramos atrapados. En consecuencia, la participación ha sido escasa, con una abstención superior al 40% en ambas regiones, lo que indica desconfianza en un sistema que, aunque formalmente democrático, ha sido fagocitado por la partidocracia y desnaturalizado hasta el punto de perder su imbricación y compromiso con los intereses generales de la nación. En realidad, hemos asistido a un suma y sigue de discursos para fieles y adictos, o simplemente clientelares, que son la divisa de la política española hace demasiado tiempo. Tales actitudes y proclamas se sobrellevan mejor cuando la intendencia de familias y empresas se desenvuelve satisfactoriamente, pero en los tiempos desdichados que estamos viviendo desde 2008 resultan sencillamente detestables.

En Galicia se ha celebrado la nueva mayoría del señor Feijóo que, al decir de algunos, ha sido un éxito del Partido Popular. No parece que ello sea así, si se considera que este candidato ha ido fabricando en la región un modelo propio y singular, recuperando las señas de identidad de un nacionalismo gallego émulo del que practican las viejas derechas burguesas de otras regiones. Junto a eso, el nacionalismo radical e independentista del Bloque Nacionalista Gallego, al que se creía fenecido, se ha convertido en la segunda fuerza de la región, merendándose a Podemos y dejando al PSOE en un limbo poco provechoso. Por supuesto, no hay que extrapolar, pero el nuevo mosaico gallego resulta ilustrativo sobre lo que aguarda a la política  nacional, si lo sumamos a otros mosaicos regionales  ya existentes o por venir.

Lo del País Vasco, aunque menos sorprendente, es albarda sobre albarda. Entre el PNV y Bildu, con 53 diputados en un parlamento de 75 hay poco que añadir. Si de hecho ya han venido funcionando como independientes de facto, excuso decir hasta dónde se permitirán llegar cuando haya que allegar esfuerzos y recursos para mantener a flote al Estado español. Y no cabe engañarse sobre el posible contrapeso que puedan ejercer los socialistas vascos o Podemos en ese parlamento, y no digamos el derruido Partido Popular.

Estado unitario fuerte es una manifestación autoritaria a la que hay que oponer un modelo distinto, basado en la idea de las parcelaciones territoriales dotadas de poder político propio

La confusión ideológica, estimulada durante décadas en gran parte por el establishment, ha contribuido a consolidar la idea de que el Estado unitario fuerte es una manifestación autoritaria a la que hay que oponer un modelo distinto, basado en la idea de las parcelaciones territoriales dotadas de poder político propio y autónomo. Con ese modelo, que es el vigente, los individuos quedan en un segundo plano, con cierta indefensión ante un poder cercano, que suele carecer de la neutralidad de la distancia y de la preocupación por el interés general. Esa es en gran parte nuestra experiencia política reciente, cuya maduración arroja frutos de desigualdad para los ciudadanos y de corrupción en el ejercicio del poder público. Sobran los ejemplos y Cataluña, pero no solo, es el más destacado de ellos.

Desde mi punto de vista, la crisis de la pandemia ha puesto de manifiesto las grandes dificultades de la gobernación del país y la escasa eficacia de la mayoría de administradores regionales en asuntos de su competencia, sanidad y ancianos. Y aún así se les ha seguido llenando la boca de exigencias competenciales y dinerarias sin el menor sentido de la realidad doliente de la sociedad española y del enorme quebranto de las cuentas públicas, es decir del propio Estado. Un Estado menguante, cuyo jefe de Gobierno va por las diferentes cancillerías europeas solicitando ayudas, teniendo que soportar expresiones como las del primer ministro de Holanda cuando le dice que su problema lo tiene que resolver en España. Cosas de los holandeses.

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