Aún no entiendo cómo siendo niña nunca me di cuenta de lo que ocurría realmente a mi alrededor el cinco de enero. Y no sería, desde luego, porque no había señales. Sin embargo, yo que esa noche me acostaba sin poder dormir, que trataba sin éxito de cerrar fuerte los ojos para no interceder en el trabajo de reparto; yo que hasta llegué a mojar el pijama en más de una ocasión por no levantarme para ir al baño temiendo encontrarme de frente con un camello; yo que creí a pies juntillas en la magia de Sus Majestades de Oriente, no desperté de esa ensoñación hasta que una compañera de clase desmontó mi mundo de una sola frase: “Los Reyes son los padres”. Tenía entonces diez años, demasiado mayor o demasiado pequeña para saber.
Siempre hay un momento, una fecha, una primera vez. Siempre hay una conversación que marca un antes y un después en la vida de todos, un instante de la infancia que determina lo que vendrá. Un segundo en el que la inocencia se rompe en mil pedazos como un jarrón de porcelana. Como si alguien, de pronto, pulsara en nuestro cerebro en desarrollo una tecla que activara la existencia, la de verdad, esa en la que el negro y el gris forman también parte de la paleta de colores.
Lo pensé el pasado lunes -seis de enero- mientras sostenía una copa de vino tinto entre mis manos y observaba en silencio cómo mis cinco sobrinos rompían ansiosos los papeles que envolvían los regalos. Aquellas caras, aquella emoción, aquella agitación explosiva propia de alguien que lleva semanas esperando que llegue esa mañana; acumulando la ilusión para soltarla como un proyectil en el día señalado. Y después del nerviosismo, la decepción o la alegría en forma de sonrisa en la comisura de los labios en función de lo encontrado en el paquete. Fue como un viaje al pasado sin salir del presente.
Así sucede desde tiempos inmemoriales en los privilegiados hogares a los que llegan los Reyes Magos, con los adultos recordando en alto en el salón la tienda en la que compraron esto o aquello como si narraran un partido de fútbol en directo desde el estadio y los niños, en el campo, ajenos a esa conversación o simulando que no hay más voces que las propias. Porque hay fantasías infantiles que no deberían acabar nunca, aunque acaban. Igual que los cuentos tienen su final.
¿Quién no ha pasado por ahí?
Ese final le llegó a mi sobrino Xabier hace unas semanas y en cuanto mi hermana me reveló la conversación que había mantenido con su hijo, tuve claro que escribiría esta columna. Porque, ¿quién no ha pasado por ahí? Todos lo hemos hecho, todos.
-Mamá, en algunas casas dicen que son los adultos los que ponen los regalos.
-¿Quién te ha dicho eso?, le respondió ella.
-No me acuerdo. Dicen.
-Pues cariño, es verdad.
"Mi niño se hizo mayor"
El pequeño, de diez años, se quedó perplejo ante tal respuesta. Tenía, de repente, entre sus manos una verdad difícil de sujetar. “Pero, ¿cómo lo hacíais? Y... ¿la Nintendo? ¿cuándo pusisteis la Nintendo?”. Cerca de una hora estuvieron los dos hablando, en la cama, entre susurros, sobre el mismo colchón que, cada noche, custodia los miedos de ese niño. Él tratando de entender, de dar sentido a cosas que vio durante largo tiempo y que pasaron desapercibidas a sus ojos. “En una hora, mi niño se hizo mayor”, me confesó esa madre que, emocionada, añoraba ya ese pasado infantil de un hijo convertido a la fuerza en adulto. “¿Estás triste?”, le preguntó ella antes de dormir. “No, estate tranquila que para mañana ya se me ha olvidado”, respondió él. No lloró el pequeño, ni aparentó tristeza, ni fue consciente realmente de que jamás olvidaría esas palabras.
Estoy convencida de que, como él, muchos niños después de estos Reyes notarán -sin saber por qué- que han dejado de serlo, que comienza otra etapa para ellos. Aunque, de alguna forma, todos escondamos en un rincón remoto de nuestro cuerpo, entre hueso y corteza, una parte de aquello que fuimos. Leo estos días, a ratos, una antología sobre la vida y la obra de Ana María Matute en la que encuentro esta frase que bien puede cerrar ésta y tantas historias: “¿Cuándo terminó mi infancia? Yo creo que no terminó nunca, que no ha terminado”.