Los impuestos son una cosa seria. Básicamente porque alteran el comportamiento que tendrían los agentes económicos si esos impuestos no existieran. Dicho de otro modo, los impuestos, sin cuestionar su finalidad de contribuir al bienestar colectivo, financiar los servicios públicos y promover el desarrollo económico y social, generan efectos colaterales que deben ser tenidos en cuenta en su diseño y aprobación. Más aún en un contexto global en el que las empresas, y cada vez más las personas, se mueven por el mundo buscando rentabilidades que los impuestos minoran.
No es difícil, por este motivo, encontrar consenso entre los hacendistas sobre que los impuestos deben ser suficientes, pero sobre la base de ser pocos, sencillos y predecibles. Es importante que sean claros, en el sentido de responder a alguna lógica económica o social que los legitime. Interesa también que los impuestos no sean discriminatorios, esto es, que no afecten a grupos de personas o empresas porque sí, evitando sesgos arbitrarios que generen desigualdades injustificadas. Solo así se puede reforzar la confianza en las instituciones, asegurar la cohesión social y mantener un entorno de estabilidad y progreso para todos.
Esta es la miseria intelectual a la que hemos llegado. Una degradación, por otra parte, lógica en un país al que no se lo conocen estrategias políticas a más de un año vista
En España, esta lógica se rompió hace tiempo. El único fin que se atribuye a los impuestos es recaudar más para poder gastar más. Aumentar el gasto se ha convertido en un fin en sí mismo. Se compran votos gastando más y los votos perpetúan el poder. No hay más. Esta es la miseria intelectual a la que hemos llegado. Una degradación, por otra parte, lógica en un país al que no se lo conocen estrategias políticas a más de un año vista y que ha parcelado tanto los intereses de la comunidad que el “¿Qué hay de lo mío?” se ha elevado a categoría de derecho fundamental.
Esta deriva hace que hoy día en España se recaude vía impuestos más que nunca (un 30% más que en 2018), se gaste más que nunca (un 35% más) y estemos más endeudados que nunca (450.000 millones de euros más). Parece inevitable preguntarse para qué ha servido este dispendio o, al menos, si no era posible conseguir lo mismo a menor coste. La respuesta: Más de lo mismo. Más y más impuestos y más y más gasto. En esta España en la que nada que dependa de la política funciona o mejora, ni la administración pública, ni la educación, ni la sanidad, ni el paro estructural, ni la administración de justicia, ni la lucha contra la pobreza, ni el acceso a la vivienda, ni la investigación, ni Renfe, ni la televisión pública… la solución sigue siendo cargar de piedras la mochila de lo que sí funciona: Las empresas. ¿Para qué? Para seguir gastando.
La última muestra de esta insaciable voracidad fiscal es el gravamen temporal a las empresas energéticas que el gobierno está empeñado en hacer permanente. Un impuesto encubierto que recae sobre empresas exitosas, españolas, referentes internacionales de buena gestión, que proveen bienes de primera necesidad, que pagan miles de millones en impuestos, que generan decenas de miles de empleos cualificados, que retribuyen los ahorros de millones de españoles y que invierten ingentes cantidades en la transición energética con la que tanto nos jugamos. ¿Qué hacemos con ellas? Castigarlas. ¿Un poco? No, a perpetuidad.
Sólo España se empeña, vía real decreto-ley, en alargar la vigencia del impuesto situándonos en ese grupo de países “frikis” del mundo que hace cosas raras a los ojos de los inversores
El dichoso gravamen, que se creó en 2022, tenía una justificación temporal en toda Europa para compensar los beneficios extraordinarios de las empresas energéticas derivados de una situación excepcional y artificial como fue la creada por la invasión de Ucrania por parte de Rusia. La propia Comisión Europea amparó la imposición temporal y limitada de esos beneficios. Una vez normalizada la situación, sólo el gobierno de España, desoyendo a la Comisión Europea, al Informe Draghi y a la voluntad de los españoles expresada el pasado diciembre en el Congreso de los Diputados, se empeña, vía real decreto-ley, en alargar la vigencia del impuesto situándonos en ese grupo de países “frikis” del mundo que hace cosas raras a los ojos de los inversores.
Desde su creación en 2022 hasta ahora, mirando la exposición de motivos del real decreto-ley que se debe convalidar el próximo 22 de enero en el Congreso, las preguntas son muchas e inevitables ¿Por qué a las empresas energéticas y no a otros sectores? ¿Acaso el sector de la distribución de alimentos o las farmacéuticas, entre otros, no se han puesto las botas en los últimos años? ¿Acaso no existen “operadores principales” en otros sectores si de lo que se trata es de proteger la competencia? ¿Por qué se limitó la carga y se limita ahora a determinadas empresas y no a todas las energéticas que presuntamente tuvieron beneficios extra en estos sectores? ¿Por qué se decidió entonces y se insiste ahora en gravar los ingresos -no los beneficios- lo que incluso llevó entonces a alguna empresa a incurrir en pérdidas? ¿Cuáles son las razones de extrema urgencia y necesidad que justifican la utilización del real decreto-ley? Ninguna de estas preguntas se puede contestar razonablemente sin entender la bilis ideológica que segregan los defensores de este artificio.
La mala del cuento
No nos engañemos. No se trataba de gravar los beneficios extraordinarios sino los extraordinarios beneficios de empresas extraordinarias. Lo que realmente se está gravando es el éxito, la buena gestión y el talento. Porque vivimos en un país en el que ganar dinero está mal visto. Porque la envidia del vago sigue siendo el deporte nacional. Porque seguimos pensando que, si no nos puede ir bien a todos, que nos vaya mal a todos. Porque España es de esos países “frikis” en los que la hormiga es la mala del cuento y lincharla en plaza pública da votos.
España tiene una oportunidad histórica en la transición energética hacia la descarbonización de la economía. La inercia de la historia claramente no sonríe a Europa y España puede revertir esta situación desmarcándose de ese declive. Para eso, necesitamos altura de miras y visión de largo plazo. Necesitamos entender que para tener éxito en este proceso es crítico y beneficioso para todos que las grandes empresas con las que contamos en este país tengan certidumbre para competir globalmente y ser atractivas y competitivas, lo que les permitirá acometer las ingentes inversiones que se necesitan. La política de impuestos del gobierno va en el sentido contrario. Tenemos muchos impuestos, muy complicados e impredecibles y lo peor es que a nuestros gobernantes les siguen pareciendo insuficientes.
MataNarcisos
20/01/2025 11:12
Un dato..... En la última subida impositiva, sobre las rentas del Capital... (o sea sobre el AHORRO) se ha impuesto una TASA del nada menos 30% de las que superen 300.000 €, o sea según estos analfabetos financieros, solo afecta a los "ricos".... Ojo, en España a diferencia de todos o casi todos los países del Mundo, no hay temporalidad impositiva, o sea los impuestos con la permanencia del bien...acciones, inmueble, fondos...etc... va minorando su tributación hasta llegar a estar exenta... Por ejemplo extremo, LUXEMBURGO, seis meses una acción, un fondo de inversión, y ya no tributará, Alemania, Francia, Italia..etc...etc. tres, cuatro, seis, ocho años, ¿España? INFINITO de por vida, o sea un ciudadano que venda ese pisito de costa, comprado en los 70, y venda ahora, pagará el 30%, da igual el tiempo, ¿unas acciones? igual.... es más, si un contribuyente vende todos los años su cartera, y otro no, y la mantiene 10 años, pagará mucho mas el que la mantuvo que el que la vendió todos los años. ¿es lógico?. LO DICHO ANALFABETOS FINANCIEROS TOMANDO DECISIONES IMPOSITIVAS.
kjlm10
20/01/2025 20:26
Y además no se actualiza el precio de compra con la inflación. Lo cual posiciona el impuesto en el ámbito confiscatorio. Este robo generalizado por parte del estado debe terminar inmediatamente.