Lo que no termino de entender es por qué ha escogido Telecinco, precisamente Telecinco, para dar esa entrevista. La cadena de Berlusconi, Jorge Javier y “Gran Hermano”, que se dice pronto. Estoy plenamente convencido de que a Felipe González, a sus casi 83 años (los cumple en marzo), le llegan más peticiones de entrevistas que cartas del banco. Pero juraría que hay un medio donde, ahora mismo, no le entrevistarían por nada del mundo: la televisión pública, la nacional, La 1, que usa sus informativos como si fuesen narcóticos dulzones para adolescentes. Lo mismo que las otras, dirán ustedes. Y tendrán razón. Pero esta es la cadena pública, caramba. Cabe esperar un cierto aroma a BBC. Y no lo hay en absoluto.
En fin, Telecinco. En realidad da lo mismo porque una entrevista con Felipe, tirando con munición lobera como ha tirado, la vamos a comentar todos, la vamos a reproducir todos, la vamos a destripar todos, aparezca donde aparezca. Ana Terradillos logró uno de los golazos profesionales de su vida charlando con aquel señor mayor, de pelo abundoso pero ya completamente blanco, que ponía cara de no haber roto un plato en su vida (“¿En serio que te he dado muchos titulares? Pues no quería yo eso”) mientras lanzaba peñascos como un volcán, con la vocecita tan tranquila. Sentido del humor no le ha faltado nunca.
Yo pertenezco a ese par de generaciones de españoles que vivieron apasionadamente la Transición, que se deslumbraron con la audacia y las cosas que decía y hacía Adolfo Suárez, que se dejaron ganar el corazón por Juan Carlos antes de saberse lo que luego se ha sabido, que respetaron un poco desde lejos a Fraga porque supo convertirse sinceramente en lo que jamás había sido, que admiraron el valor y la inteligencia de Calvo-Sotelo y que vieron la luz al final de un larguísimo túnel, por fin, gracias a los catorce años de gobierno de Felipe González. Creímos en aquella España que iba brotando poco a poco, día tras día, como un jardín en un erial reseco de siglos.
Creímos en aquellos políticos que estaban todos de acuerdo en lo esencial, aunque luego se tirasen –educadamente– de los pelos en todo lo demás. Sabíamos que nos mentían, pero solo a veces y quizá porque no quedaba más remedio. Nos sentimos ciudadanos y no “pueblo”, no telespectadores, no un hatajo de idiotas que se creen todo lo que les cuentan en el “tuiter” de los c… Nos sabíamos partícipes de un viaje muy largo y muy difícil, un viaje lleno de baches y de equivocaciones y de putadas, sí, pero un viaje que habíamos emprendido todos juntos y que veíamos con claridad hacia dónde iba. Y ahora nadie, pero nadie, sabe hacia dónde vamos.
Por eso me siento bien al escuchar ahora a Felipe González. Porque habla el lenguaje que yo aprendí, porque dice muchas de las cosas –conceptos, ideas esenciales, grandes principios– que yo hice mías antes, durante y después de sus años de gobierno. Y porque cuando mandaba sin duda se callaba muchas cosas, cómo no iba a hacerlo. Pero ahora, con la edad, hace eso mucho menos.
Hagan ustedes una cosa. Busquen cuántos políticos actuales, de los “notables”, se atreven a criticar en público a su propio partido. En cualquier paraje del ámbito parlamentario, desde la izquierda a los neofalangistas abascalinos. Les apuesto lo que quieran a que, si cuentan con las dos manos, les sobrarán bastantes dedos. Hace ya bastantes años que sucede eso; de hecho juraría que, en el cuarto de siglo que llevamos andado, no lo hemos visto más allá de un par de veces. Pero ¿se dan cuenta de que hubo un tiempo luminoso, un tiempo rarísimo, en el que cualquiera podía disentir de sus líderes, y los líderes por lo general le escuchaban, y se discutía entre todos, y se razonaba, y se llegaba a un acuerdo o quizá se cambiaba de líder? ¿Lo recuerdan?
¿Y recuerdan, ya puestos a recordar, cuál fue la época inmediatamente anterior en la que eso era imposible, porque a quien se le ocurría desafinar en lo más mínimo se le enviaba al Tártaro? Ah, esa es fácil, ¿verdad? Sí, la dictadura. Entonces sí que no se movía ni Dios, ni en la superficie ni bajo ella (me refiero a la clandestinidad), porque inmediatamente los demás le tachaban de traidor, de tonto útil, de “enano infiltrado” o de lo que fuese; la terminología dependía del bando en que estuvieses.
Pues ahora es lo mismo. Dice Felipe González que el actual fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, debería dimitir, y yo estoy de acuerdo; él piensa que está haciendo daño a la institución y que el fiscal general debería serlo del Estado y no del gobierno. Bueno, hombre, bueno. Igual se ha pasado un poco, porque los cinco fiscales generales que él nombró, desde Burón Barba a Carlos Granados, tenían muchas cosas que callar; no hemos olvidado al canario Eligio Hernández, cuyo mismo nombramiento fue declarado ilegal por el Tribunal Supremo. Los fiscales generales siempre han sido del gobierno mucho más que del Estado, gobernase quien gobernase. Pero entonces había muchísimo menos ruido que ahora; no existían conciliábulos tenebrosos cuyo objetivo es acabar con la democracia, como Hazte Oír o Manos Limpias, y el nivel de los excrementos en la pelea política no había llegado aún, ni de lejos, a que jueces políticamente sesgados –porque son jueces sesgados; los ha habido siempre– abran procedimientos legales basándose nada más que en invenciones que las mafias de la ultraderecha cuentan “confidencialmente” a los periodistas.
Quiero decir que hace treinta años era todo parecido, pero no era igual. La diferencia estaba en la intensidad, básicamente. Pero caramba: es verdad que lo que está pasando con ese señor, García Ortiz, y con su curiosísimo teléfono móvil, que es tan parecido al gato de Schrödinger –es capaz de estar al mismo tiempo lleno y vacío, vivo y muerto–, está dañando el prestigio de la institución. Si es que a la Fiscalía General del Estado le quedaba aún algún prestigio por dañar, que eso ya es cosa de los microbiólogos. Así que es mejor que se vaya, y no que aguante la posición hasta la última bala, hasta el último WhatsApp. O que se la hagan aguantar; el resultado es el mismo.
Felipe, que tiene la cabeza clarísima, sigue diciendo medias verdades, sigue agarrando la taza ardiente por donde a él no le quema, sigue tomándole el pelo al entrevistador con gesto absolutamente serio: en todo eso ha sido siempre el mejor. Pero habla de la España en que yo creo. Habla de la democracia en que yo creo. Habla del PSOE que yo conocí y al que en tiempos voté, supongo que como muchos de ustedes; aquel PSOE en el que no había que jurar lealtad al caudillo para sobrevivir, como prácticamente sucede ahora. Un PSOE en el que la gente se apuñalaba por la espalda como ha hecho siempre, eso es verdad, pero al menos no presumían de ello. Un PSOE que no estaba dispuesto a dejarse tentar por Satanás en el desierto, ni a venderse a los mercaderes del Templo, o a vender el Templo mismo piedra por piedra, con tal de conservar el poder. Un poder que pronto no significará ya nada, porque el país sobre el que se ejerce puede que pronto sea una entelequia sin contenido, una entrada en el diccionario, un nombre vacío. Una sombra, una ficción.
Quedan muy pocos políticos que sean capaces de decir, de los suyos, las cosas que ha dicho Felipe González. En la derecha no hay ninguno. En la izquierda, quizá García-Page, pero este ya escucha el tenaz rascar del serrucho afanándose en las patas de su silla. Y también queda él, el propio Felipe, porque sabe que ni siquiera Sánchez se atreverá a abrir un expediente para expulsar del PSOE a alguien que fue su secretario general durante 23 años y presidente del gobierno durante catorce. Crujirían las cuadernas del partido entero. Y sabe Sánchez también que si este anciano zumbón y de lengua suelta se atreviese a presentarse a unas primarias, temblaría el misterio.
Somos muchos los que hemos sonreído con esta sonora “felicitación de año nuevo” de Felipe. Y somos demasiados los que aún creemos en las cosas fundamentales que aprendimos antes de que todo esto empezase a irse a la mierda. Eso es lo que pasa.