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Opinión

Fuera 'policías de balcón'

Todo apunta a que, si el encierro dura algunas semanas más, el ambiente acabará volviéndose irrespirable donde más nos duele... en el ascensor, no en Twitter

Padres e hijos pasean por Madrid este pasado domingo.

Comentaba este lunes con amigos, a propósito de una escandalera tuitera ciertamente impostada tras contados casos de incumplimiento de la distancia de paseo entre padres y niños, el preocupante aumento en este país nuestro de Torquemadas de eso que hemos dado en llamar 'policías de balcón'. Gentes que, a falta de algo que hacer después de 45 días de confinamiento, ya no solo se limitan a seguir con su triste rutina de vigilar qué hace el de la puerta de al lado, sino que ahora salen amenazantes a la terraza móvil en ristre; como si la presencia de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad no bastara.

Confieso que hasta ahora el asunto me producía perplejidad -"ya son ganas", me decía- y lo desdeñaba apelando a la sonrisa que José Mota me saca en Nochevieja retratando La vieja´l visillo. Hasta que empezaron a aparecer en los informativos recurrentes y muy alarmantes señales de los estragos que está causando entre nosotros el miedo a lo desconocido y al futuro; a cómo saldremos de ésta, a si nos contagiaremos antes de que llegue la vacuna o nos quedaremos sin empleo.

Sin ánimo de generalizar, más deleznable que un padre se equivoque en la primera salida con su crío después de 45 días entre cuatro paredes me parecen esas historias de compañeros de piso que quieren echar a otro, sanitario para más señas, mientras a las ocho, hipócritas ellos, salen puntuales al balcón a aplaudirle; vecinos que no dudan en poner una nota en el ascensor señalando al cajero del súper (¡¡¡) porque trabaja en un lugar de contagio; y hasta bajadas al garaje para pintar amenazas en el coche de alguien con quien te vas a encontrar por las escaleras unos años más a menos que cambies de casa. El horror:

Hasta ahora me comportaba como el resto: observar todo bajo el prisma patrio del ande yo caliente... Hasta que mi amigo Juan me sacó del sopor del encierro enviándome con este whastapp: "En mi urbanización hay un señor mayor que, de vez en cuando, se daba un paseíto y se sentaba en el banco a leer el periódico y tomar el sol. Le dejaron en el banco un mensaje que decía: 'Sabemos quien eres y te vamos a denunciar a la policía'".

Así, como lo leen. Observen la distancia abismal entre el conmiserativo paseíto con el que Juan justifica el parco esparcimiento del pobre anciano delincuente y el "sabemos quién eres..." de sus convecinos, por llamarles algo. Acojona. Mucho. 

Nada de "don Fulano, absténgase, por favor, de sentarse en el banco de las zonas comunes en aras de mantener la necesaria distancia social, los niños, ya sabe, lo tocan todo, y bla, bla, bla". No, no, a declarar ante la autoridad competente y multa al canto. Para eso somos españoles y nos hemos autoconcedido potestades varias -que alguien me enseñe la orden ministerial regulatoria de la 'policía de balcón', por favor- con las cuales los más diligentes andan demostrándonos cuán desarrollado tienen lo de la viga en el ojo ajeno.

Un país de sospechosos y delatores

La situación acojona. Porque en esa urbanización, a la hora de la comida o la cena del día en cuestión seguro que no se habla de otra cosa; dividido el censo entre los del "no es para tanto", esos mismos que, cuando han pasado semanas, todavía hacen cábalas grafológicas tipo CSI para averiguar quién ha redactado semejante nota, y los que susurran "se lo merece". 

Si escribo de esto es porque me preocupa ese clima más que los bulos que atemorizan al ministro Marlaska. Nos jugamos que el miedo, ese sartriano "el infierno son los otros", se quede entre nosotros mucho más tiempo que el covid-19; Que, en lugar de saludar amablemente por la mañana en el ascensor, miremos con el rabillo del ojo como hacía Carmen Maura en la corrosiva La Comunidad; en definitiva, que España deje de ser un país de ciudadanos libres para dividirnos entre sospechosos y delatores.

Una cosa quiero que quede clara: No trato con este artículo de defender a los infractores de cualesquiera normas, padres, niños, trabajadores desconfinados o dinosaurios sin gracia, no; trato de advertir de que, por el camino del chivateo y la amenaza, y si el encierro dura algunas semanas más, el ambiente acabará volviéndose irrespirable allí donde más nos duele: en el ascensor... no en Twitter.   

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