Opinión

De gatos, guerra y Navidad

Vladislav tuvo la suerte que no tuvieron otros tantos ucranianos porque cada vez son más los que prefieren morir helados a ir al frente

  • Vladislav y su gato Peach -

Podría haber elegido unas cuantas historias sobre las que escribir. Hay tantas que hacen ruido, cada día, en los periódicos; tantas que piden a gritos ser leídas; tantas que claman un lugar en las conversaciones de sobremesa o en estas humildes líneas… Tantas, que en ocasiones me resulta complicado seleccionar una sola. Pero esta semana lo tuve claro. Quizá no es lo que esperan, ustedes, los lectores. Tal vez preferirían que me recreara en los tejemanejes de Ábalos, Koldo, Aldama y los demás o que agotara la tinta desgranando la nueva felicitación navideña de la Familia Real.

Eso es tal vez lo que debería haber hecho y sin embargo no hice por algo tan sencillo como que estamos en vísperas de la Navidad. Una época que se diluye siempre cuando desaparece la persona que la sustenta en cada familia y que no regresa a casa hasta que algún otro miembro de la estirpe se anima a ocupar de nuevo ese lugar. Mientras eso ocurre, hay imágenes que se empeñan en hacernos seguir creyendo en la magia de estas fiestas. Por ejemplo, una estrella fugaz raquítica y parpadeante como sacada de un viejo baúl, colgada en lo alto de un caserón perdido en mitad de una montaña del interior de Vizcaya o un ternero aferrado a la ubre de su madre buscando alimento y refugio de la escarcha. También la última luna llena de este 2024 todavía resplandeciente y resistiéndose a marchar del cielo azul pálido de la mañana del lunes o ese vídeo que me removió tanto como para dedicarle esta columna.

El secreto de los felinos

Puede que no lo hayan visto. Me saltó en una jornada reciente entre tantas otras noticias. El video de un joven ucraniano tendido sobre una camilla en mitad de una tormenta de nieve y rodeado por unos cuantos rescatistas que, al bajar la cremallera de la chaqueta del chico, se sorprenden al ver en su interior un gatito marrón claro como la madera saliendo ágil y con las orejitas tiesas al frío exterior. Es la de Vladislav una historia de gatos, guerra y Navidad. El joven de veintiocho años fue encontrado casi congelado, con hipotermia severa en un barranco de cuatrocientos metros de profundidad en la cordillera de los Cárpatos, la más alta de Ucrania y que se extiende por media docena de países. Él se encontraba ya en la remota región de Maramures, en el norte de Rumanía. Había conseguido su objetivo: evitar ser reclutado por las fuerzas armadas para luchar contra Rusia y, sobre todo, escapar del horror en el que continúa sumida su tierra desde hace ya casi tres años. Una huida peligrosa por montañas nevadas, sin provisiones, sin la ropa necesaria y que a punto estuvo de costarle la vida de no ser por el calor que le proporcionó su gatita. Un calor que, en palabras de los propios sanitarios y de él mismo, le salvó de la muerte: “Peach mantuvo mi corazón caliente y mantuvo viva mi fe”. Leo curiosamente que, según un nuevo estudio publicado en la revista Scientific Reports, los felinos tratan de comprender a sus cuidadores y les prestan más atención de lo que se ha creído hasta ahora. Aquí -desde luego- un ejemplo.

Gracias a su mascota, Vladislav tuvo la suerte que no tuvieron otros tantos ucranianos porque cada vez son más los que prefieren morir helados caminando en un macizo salvaje que empuñando un arma que no saben ni sostener con sus manos. El deshielo revelará un día los cadáveres de estas otras víctimas de un combate interminable que empezó en la mente de un loco y que ahora se libra, sobre todo, en el frente de Donetsk. Un conflicto al que pocos sobre el terreno le ven un fin inminente y que ha caído en el olvido. Yo misma recordé que seguía latente al leer este relato increíble y con final feliz. Y me aferré a él en estos tiempos melancólicos de personas apagadas y de luces encendidas por las calles. Porque no todo brilla dentro, aunque fuera rebose el resplandor de las bombillas.

Hace poco en una de esas tardes frías, oscuras y lluviosas de diciembre, aproveché que el bebé dormía para permitirme el lujo de ver -como solía antaño- una película. No recordaba ya casi aquella sensación de silencio roto únicamente por una conversación de cine y hubo precisamente un instante del film De óxido y hueso protagonizado por Marion Cotillard, que volvió a mí al leer la historia de Vladislav. El momento en el que un niño pregunta lo siguiente a su padre:

-¿Cuándo vendrá mamá?

Pronto.

-¿Cuándo es eso?, le inquiere el hijo.

¿Cuándo acabará la guerra?, me pregunto yo. Pronto, responden siempre desde el calor de los despachos, pero ¿cuándo es eso? ¿cuándo?

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