Érase una vez, hace de esto muuuucho tiempo, un reino muy lejano que se llamaba Sinapia, vecino de Liliput, Bainibarbi y Glubbdubdrib. Sinapia, bautizada así en épocas remotísimas por el viejo mago Savaterio, era un país muy bonito y variado, lleno de gente muy diversa: unos eran más listos que otros, o más hacendosos y diligentes, o más crédulos, o más envidiosos que los demás, que es lo que suele pasar siempre con la gente de todas partes.
En Sinapia reinaba el buen rey Flip DeSix, un hombre joven y discreto cuyo padre había sido bastante zascandil, pero él se portaba bien y trabajaba mucho por la paz, la armonía, la prosperidad y la felicidad de los sinapillos, que así se llamaban los habitantes de Sinapia (unos más listos y otros más tontos, esto ya lo hemos dicho). Es decir, que hacía el trabajo que suelen hacer los reyes de los cuentos. Pero quien de verdad gobernaba en Sinapia no era el rey sino el Gran Girifalte, elegido por los ciudadanos como establecían las sabias leyes del reino. Cuando sucedió todo esto que contamos, el Gran Girifalte era Periquillo Pónchez, jefe del partido de la Rosa; estos se distinguían porque llevaban pelucas morenas y unas casacas de un color rojo ya muy desvaído por el paso del tiempo.
Los sinapillos, mientras tanto, veían todo esto como quien ve jugar al tenis: miraban primero a uno, luego miraban al otro, luego meneaban la cabeza y por fin comentaban: “Ndayá”, expresión coloquial del idioma sinapiense que significaba que no entendían
Luego estaba el partido del Pájaro Pinto, cuyos seguidores llevaban pelucas rubias y casacas de color azul cielo bordadas en oro; su jefe era Frijolet, que venía del mar. Hay que decir, queridos niños, que Frijolet y Periquillo Pónchez no se llevaban bien; el mayor afán de Frijolet era echar a Periquillo y convertirse él en Gran Girifalte, y eso le obsesionaba en extremo, y no pensaba en otra cosa, tanto que de noche no dormía y de día no comía. Periquillo, por su parte, dedicaba todos sus esfuerzos (o casi) a impedir que Frijolet lograse sus propósitos, y eso le consumía el alma, tanto que de noche no comía y de día no dormía. Ambos, como podéis ver, pasaban hambre y sueño. Los sinapillos, mientras tanto, veían todo esto como quien ve jugar al tenis: miraban primero a uno, luego miraban al otro, luego meneaban la cabeza y por fin comentaban: “Ndayá”, expresión coloquial del idioma sinapiense que significaba que no entendían gran cosa pero que tampoco les importaba mucho.
Pero Periquillo Pónchez tenía un problema más: para mantenerse en la Gran Girifalcia dependía del siempre dudoso y carísimo apoyo del partido de los Mercaderes, que era muy pocos, que llevaban pelucas negras y casacas negras también, además de unos vistosos sombreros picudos con forma y color de cabeza de cuervo. Estos Mercaderes vivían en las lindes del reino, cerca de la costa, y toda su ambición era cavar una zanja a lo largo de los límites de su comarca; así, cuando el agua del mar la llenase, dejarían de pertenecer a Sinapia y se convertirían en un diminuto país independiente, que era lo que querían. El problema era que no todos los habitantes de Teuvetrés (que así se llamaba la comarca en que vivían) estaba de acuerdo con lo de la zanja, y muchos de noche la rellenaban con la tierra que los Mercaderes quitaban por el día. De modo que tampoco comían ni dormían. Vaya latazo de vida hambrienta, diréis vosotros, queridos niños. Y tendréis razón.
Una buena mañana, Periquillo Pónchez se levantó de excelente humor y llamó a sus ministros, que acudieron presurosos a la alcoba del palacio. Y esto les dijo:
–He tenido una excelente idea, como todas las mías. Ya sé lo que debemos hacer para vencer para siempre al taimado Frijolet y para desanimar a los Mercaderes. Vamos a celebrar por todo lo alto, durante un año entero, el aniversario del fallecimiento del tirano Patacorto. Después de eso llegará la felicidad y nunca jamás nos echarán de aquí.
¿Qué dirá la gente?
Los ministros y ministras se miraron unos a otros, algo desconcertados.
–¿De quién dice? –murmuró una de ellas.
–Del tirano Patacorto. No me dirás, Yolandita, que no te acuerdas del tirano Patacorto.
–Oh Sol de este país –murmuró el ministro Bolanio Pertusato, que llevaba gafas y que tenía fama de ser un poco pelota–, el tirano Patacorto murió hace mil cuatrocientos diecinueve años. Nadie se acuerda de él. Sinapia ha cambiado mucho. Los únicos que le mencionan, y eso de vez en cuando, son los del partido Pardo, con ese Atascal que tienen por caudillo. ¿Qué dirá la gente?
–La gente, que diga lo que quiera –refunfuñó Periquillo–; se me ha ocurrido a mí, luego es maravilloso.
–Ya, pero ¿y el rey Flip, oh Protector de las Estrellas? ¿Qué hará? –susurró Bolanio Pertusato.
–Hará lo que yo le mande, que para eso está –bufó Periquillo, cada vez más enfadado–, ¿o es que ese inútil tiene otra cosa mejor que hacer?
–No, pero…
–Advierto cierta irresolución, cierta actitud dubitativa, cierto tono marisabidillo, disconforme y felipista en tu voz, ministro Bolanio. ¿Me equivoco o me estás llevando la contraria, chisgarabís?
–Oh, no; oh, no, Luz que nos guía, Resplandor del Oriente, Muy Alto y Muy Poderoso; de ninguna manera te contradigo, oh Periquillo el Clemente, el Misericordioso, oh Hermosura Soberana. Solo pensaba en voz alta. Lo que he dicho no tiene ninguna importancia.
–Eso ya lo sé –carraspeó el Gran Girifalte mientras sacaba los pies de las sábanas de holanda–, así que venga. Al lío. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.
El buen rey Flip DeSix, que se daba cuenta del disparate, trató de quitarse del medio todas las veces que pudo; a veces lo consiguió y otras veces no
Comenzó el espectáculo. Fueron incontables las celebraciones, los fastos, las arengas, los banquetes y dispendios para conmemorar la muerte del viejísimo tirano Patacorto. El buen rey Flip DeSix, que se daba cuenta del disparate, trató de quitarse del medio todas las veces que pudo; a veces lo consiguió y otras veces no. Los sinapillos padecieron un año entero de prédicas y soflamas, de himnos y banderas y relumbrones y cadenetas para celebrar “la recuperación de la libertad”, como no cesaba de repetir Periquillo Pónchez; pero todo el mundo sabía –aunque nadie se atreviese a decirlo– que la libertad había llegado bastante tiempo después, con las leyes nuevas que echaron al desván las de la tiranía. Entonces ¿de qué servía toda aquella bambolla?
El resultado no fue exactamente el esperado por el Gran Girifalte. Con semejante matraca, no pocos sinapillos –hartos ya de tanto parchear y tanto pito– dieron en pensar que a lo mejor aquel olvidado Patacorto no había sido tan malo, a fin de cuentas; que, fuera como fuese, sin duda habría sido mucho menos pelmazo que ese Periquillo al que le gustaba más un halago que a un tonto un lápiz. Y así el pequeño partido Pardo, cuyos escuadristas no llevaban peluca sino el pelo cortado a cepillo, y casacas marrones con correajes negros, creció mucho, mucho; y un día entraron a palos en el palacio de la Girifalcia, arrasaron con todo y arrojaron al aterrado Periquillo Pónchez al río Estigio por una ventana del primer piso; se le vio huir a nado. Y ahí se acabaron los vistosos partidos de colores, y las pelucas, y las casacas, y la manía de cavar y rellenar zanjas, y la vida tranquila de los sinapillos, y la libertad. Suerte tuvo el buen rey Flip DeSix de escapar a tiempo. Se exilió con su familia en Alaska, lo más lejos posible de Abu Dabi.
Y todo por una ¡idea genial! de alguien a quien nadie se atrevía a contradecir.
Pero esto, queridos niños, es un cuento infantil sobre algo que quizá ocurrió hace mucho, muchísimo tiempo, en un país muy lejano, en un país de leyenda. La vida real es otra cosa, ¿verdad?
lareforma2024
24/01/2025 08:54
Un poco lamentable su artículo. Equipara en los males a todos los contendientes, dejando sin nombrar a los herederos políticos del tiro en la nuca y, equidistante, dejar al rey en buen lugar y reserva el mal supremo y definitivo a uno solo a quien achaca pretender derribar por las malas el sistema. ¿Igual es que le he entendido mal?¿O igual, tiene pruebas de lo que dice?. En cualquier caso, gran contribución a los interese de algunos. Saludos.
logowa4117
24/01/2025 09:03
Hoy no puedo comentar esta columna. No he sido capaz de pasar del segundo párrafo. Vaya plomo.
Bluesman
24/01/2025 09:30
Durante un tiempo, unos cien años, Sinapia fue un país feliz, y los sinapillos vivían contentos y relajados. Hasta tal punto llegó su felicidad que dieron en no hacer nada. Los machos, por diversión, se volvían hembras, las hembras, por gusto, machos. Los niños y las niñas, viendo a sus progenitores emplear sus horas en tanta diversión, decidieron ir más allá y proclamar el analfabetismo. Toda la información y conocimiento se la proporcionaban unas máquinas que mezclaban la verdad y la mentira, lo verdadero y lo falso, lo blanco y lo negro. Con este panorama de decadencia, fue el momento idóneo para que un sinapillo de provincias, de Galactia, para ser más precisos, tomara el mando en Sinapia por la fuerza. Francchitto, que así se llamada el nuevo 'caudiglio', castigó con severidad a los hombres-mujer y a las mujeres-hombre. Los puso a trabajar muchas horas al día en circos y otros espectáculos de feria para el deleite de las gentes serias y formales. Obligó a los modernos a llevar zapatos a sus trabajos y no zapatillas de deporte. Hizo, como era de esperar, muchas reformas...
cnasciturus
24/01/2025 13:12
Más allá de la comprensión lectora que cada vez abunda más, ¡Me lo he pasado pipa! Recorto el artículo porque vale la pena guardarlo.