Opinión

Convictos al poder

Un delincuente al mando de la primera potencia constituye un escándalo sin precedentes

  • Trump y Sánchez

La verdad es que estamos viviendo en carne viva cosas inauditas en la crónica de la democracia tocquevilliana. La última y más descomunal consiste en ver a un delincuente convicto presidiendo la primera potencia del planeta, reo de haber falsificado no sé qué documentos con tal de deshacerse de la reclamación de una agraviada colipoterra que, para más inri, había declarado a los cuatro vientos que, tas haberlo visto a él desnudo, ya nada podía sorprenderla ni atemorizarla. ¿Qué pensarán los innumerables reclusos de sus cinematográficas prisiones ante semejante trato de favor, y qué pensará el magistrado que se ha visto en la precisión de condenar al putañero y, al tiempo, eximirlo de la, a su juicio, merecida pena?

Un delincuente al mando de esa primera potencia constituye un escándalo sin precedentes a la vez que plantea la grave, y acaso insalvable, cuestión que supone la quiebra del principio de igualdad ante la Ley. Que el caso no es nuevo, lo damos por supuesto. Son innumerables los criminales feroces (e insaciables, por lo general) que han regido grandes y pequeñas naciones, saqueándolas e incluso arrastrándolas a guerras suicidas cuando no a sangrientos enfrentamientos civiles, desde Alejandro hasta Ceausescu y desde Stalin o Hitler-- qué más da—a un zambombo como Maduro o a un iluminado como Gadafi. La política es el arte de lo posible, no les digo más, y ello abre de par en par la puerta a cualquier audaz que se lance a su través. A la vista está.

Borrado integral

Desde España, en todo caso, difícilmente se podrá objetar al delincuente yanqui incluso si los contenciosos en curso contra la familia presidencial no han concluido y puede que no concluyan nunca si prospera el último borrado integral que, pese a la protesta masiva de jueces y fiscales, propone el cabeza de familia. ¿Dónde se ha visto en la post-modernidad –a salvo los episodios rumano o argentino— a un jefe de Gobierno braceando para no hundirse en el piélago que supone una esposa encausada y un hermano con un pie en el banquillo, por no hablar de un brazo derecho ya procesado y una pandilla de miserables “conseguidores” navegando al pairo a su alrededor? ¿Y dónde a un presidente mantenerse a pura fuerza en un ejercicio de arbitraria prodigalidad a favor de los presuntos delincuentes cuando no tendiendo puente de plata a condenados por el Tribunal Supremo de su propio partido o pertenecientes a los partidillos que lo mantienen en el poder?

En ninguna parte, es cierto, se le exige a esos convictos el aval que supone el certificado en blanco del registro de antecedentes penales. Un secuestrador como Otegi o un golpista prófugo de la Justicia como Puigdemont –ambos imprescindibles al Gobierno—pueden, no ya condicionar, sino determinar la gobernación como les venga en gana, y no digo nada lo que podrían exigirle si, por un casual, algún juez acaba por imputar en serio a la esposa o al hermano mientras él  --¡que tenía tres años cuando Franco murió!-- anda enredado en una deletérea cruzada antifranquista o desmembrando el Gobierno hasta ralentizarlo aún más con el propósito poco verosímil de recuperar las autonomías perdidas.

La condición de convicto no supone nada hoy por hoy, al menos para un Gobierno decidido a “normalizar” la delincuencia. Pero el daño político –y el ético—ya está ahí

El Poder en manos de un sujeto tan acorralado por la delincuencia ambiente no sería raro, como ya se oye insinuar por ahí, que cerrara el incómodo círculo implicándo finalmente al propio Presidente. ¿Y entonces qué pasaría? Pues puede que nada, dado que, al fin y al cabo, esa barbaridad funciona ya con normalidad en la mayor democracia del mundo y, por supuesto, hasta podría solucionarse legalmente aquí con el acreditado truco de modificar convenientemente la Ley a favor de los convictos. Una directora general de este Gobiernillo dijo hace poco, entre otras lindezas, que lo suyo sería abrir las cárceles tal como proponía hace un par de siglos la filosofía ácrata de Bakunin o Kropotkin, y nadie objetó nada a su propuesta. La condición de convicto no supone nada hoy por hoy, al menos para un Gobierno decidido a “normalizar” la delincuencia. Pero el daño político –y el ético—ya está ahí, imperturbable como la mancha de la mora que, según el cínico adagio, con otra verde si quita. Al postrer intento han propuesto denominarlo “ley Begoña”, lo cual no me parece del todo justo puesto que semejante baldón excluye a tantos otros beneficiarios con el Presidente a la cabeza. En España empieza a escucharse con sordina el dicho que hizo fortuna en la Argentina de los peores tiempos. Aquel que apareció en el aeropuerto de Ezeiza, tan breve como elocuente: “El último, que apague la luz”.

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