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La alquimia de la felicidad

En el casco histórico de Cáceres, José Polo y Toño Pérez resumen los principios del hedonismo bien entendido, con argumentos que van más allá de la propuesta gastronómica de su restaurante, Atrio.

José Polo, dueño de Atrio junto a Toño Pérez, en el hall del hotel-restaurante. Al fondo, obras de la artista Helena Almeida y Antonio Saura, de su propia colección.

Un comensal, adulto, está disfrutando del menú degustación en el confortable comedor de Atrio. De repente, se levanta de la mesa y se ausenta. Podría haber salido a la calle para fumar un cigarrillo o atender una llamada urgente con el teléfono móvil. Pero tarda tanto en regresar que tanto sus acompañantes como el personal del servicio de sala comienzan a inquietarse. Por fin lo encuentran llorando en la calle. Uno de los platos del menú le emocionó tanto que no pudo reprimir las lágrimas. Se echó a la calle para no llorar en medio de la sala. “La empanadilla de taro, manteca y comino le llegó al corazón porque le devolvió los sabores de su infancia: es nuestra interpretación de una receta tradicional extremeña y remite a la memoria y a nuestro territorio. El comensal era extremeño, por supuesto, y se vio superado por la emoción al recuperar sensaciones que no había experimentado desde que era niño”, concluye José Polo, uno de los mentores de Atrio.

La anécdota de esta monumental ‘magdalena de Proust’ viene a cuento para demostrar que Atrio es mucho más que un restaurante. Y no solo porque la aventura que emprendió Polo junto al cocinero Toño Pérez, en 1986, ha devenido en un proyecto que excede con mucho lo meramente gastronómico y a la actividad del establecimiento que hoy ostenta tres estrellas Michelin. 38 años después del inicio de esa aventura, Atrio es también un hotel exquisito, asociado al eminente sello Relais & Châteaux, que en el último año ha sumado las instalaciones de la Casa Palacio Paredes-Saavedra, un nuevo alojamiento de diseño extraordinario. Y también una fundación abocada a iniciativas culturales y formativas, que tiene la vocación de salvaguardar el patrimonio arquitectónico de Cáceres y dinamizar la escena artística y cultural de la ciudad. Los cuatro palacios que ha adquirido y restaurado el tándem Polo-Pérez en el casco histórico de la ciudad extremeña han permitido, por fin, desdoblar la oferta gastronómica en un restaurante de espíritu informal y precio más asequible, Torre de Sande, alojado en una casa señorial del siglo XIV vecina del propio Atrio.

El chef Toño Pérez en su rincón de trabajo de la cocina de Atrio. Tras él, una obra de la artista australiana Tracey Moffatt.

La notable colección de arte moderno –que incluye obras de Warhol, Tàpies, Baselitz, Saura y Sean Scully, entre otros artistas– expuesta en todos estos espacios confirma que Atrio, más que un destino gastronómico, es un principio vital. Que comprende todo aquello que sus mentores han emprendido y desarrollado. Una forma de entender la vida, signada por el hedonismo y la voluntad de compartir, que se percibe en todos los detalles: en los contrastes sutiles de la cocina de Toño, en la académica bodega que ha construido José Polo a lo largo de más de tres décadas, en la calidez del trato que distingue al servicio del restaurante, en los cuadros que adornan las habitaciones, en el diseño del mobiliario y la arquitectura limpia y austera de los espacios. La impronta personal de sus propietarios es lo que hace de Atrio un destino único. La clave de la alquimia de felicidad y placer que constituye Atrio como experiencia. Y que resulta imposible de clonar.

El componente emocional que diferencia a Atrio en el contexto de la alta gastronomía vernácula tiene su raíz en el impulso que llevó a Toño Pérez y José Polo a abrir las puertas de su restaurante, con una propuesta más que audaz en el yermo panorama gastronómico extremeño de los años 80. “Cuando empezamos a viajar por el mundo descubrimos el placer y la felicidad que deparaban los buenos restaurantes: la comida, el vino, el trato, el ambiente… Quisimos reproducir todo lo que nos gustaba en un establecimiento propio, en nuestra ciudad, pero éramos muy jóvenes y no teníamos la formación ni la experiencia para llevar a cabo nuestro sueño”, reconoce Polo.

A la izda., una de las estancias del comedor del restaurante. La obra que luce es una fotografía del alemán Thomas Demand: silla, mesa y banco de una sucursal de Kentucky Fried Chicken. A su lado, detalle de la bodega de Atrio, que alberga cerca de 4.500 referencias de vinos del mundo.

Cuando se conocieron e iniciaron su relación, los socios de Atrio tenían apenas 16 años y jamás habían contemplado su futuro en el sector de la restauración. Las diferencias entre los dos jóvenes tampoco presagiaban un proyecto común. “Toño era un chico tímido, que apenas hablaba; estaba enrolado en el Opus Dei y quería estudiar Bellas Artes. Yo militaba en la Juventud Comunista y pensaba matricularme en Filosofía”, puntualiza Polo. Tras cumplir con el servicio militar, los amigos se hicieron cargo del obrador de pastelería que regentaba la familia de Pérez. “Lo hicimos para estar juntos, aunque acabamos revolucionando el negocio”, reconoce el cocinero.

Con este único antecedente en el universo de las cosas del comer y la idea de montar el restaurante propio rondando vagamente en sus cabezas, los futuros dueños de Atrio aprovecharon la oportunidad de un crédito que se otorgaba a nuevos emprendimientos con fondos de la Unión Europea. “Nos enteramos el día que cerraba la convocatoria, pero conseguimos presentar el proyecto y que nos lo aprobaran”, cuenta José Polo.

Así, con un capital de dos millones de pesetas, sin conocimiento ni formación pero un amplio bagaje emocional, Pérez y Polo pudieron abrir el primer Atrio. Un restaurante y ‘salón de té’ singular. “El único sitio ‘viajado’ de la ciudad, con una decoración distinta, tapices, una vajilla especial… –recuerda Pérez–. Como no teníamos experiencia, escogimos los papeles que mejor se adaptaban a nuestra personalidad. Yo me refugié en la cocina porque era tímido e introvertido; José, en la sala, aprovechando su capacidad para socializar y seducir a los clientes. El único profesional era el chef que contratamos, Juan González”.

Una pasión vital

En los fogones de aquel Atrio primigenio, Toño Pérez no tardó en descubrir su vocación como cocinero. “Entendí que tenemos una de las profesiones más hermosas que existen: la cocina te atrapa y se convierte en tu vida. Te permite interpretar un territorio y transformarlo”. Y entonces se lanzó a aprender y recoger experiencia haciendo pasantías en algunos de los mejores restaurantes del momento. “Entre 1986 y 1991 trabajé en Arzak, elBulli, Jockey y en Chez Bruno, un tres estrellas Michelin de Bruselas”. En 1993, Pérez representó a España en el Bocuse d’Or –el ‘mundial’ de cocineros– tras haber ganado el campeonato de España de Nuevos Cocineros. Al año siguiente, recibía el Premio Nacional de Gastronomía como mejor chef de este país.

Secuencia de aperitivos en el restaurante Atrio.

José Polo, por su parte, también ganaba experiencia como director de la sala del pequeño Atrio, que solo contaba con diez mesas. Con los años se convertiría en uno de los profesionales más diestros del sector, siendo reconocido por Relais & Château como el responsable del mejor servicio de sala. Paralelamente, fue nutriendo la bodega de Atrio con vinos que conformarían una de las cavas más sobresalientes del mundo, que actualmente alberga cerca de 4.500 referencias. “Cuando empezamos, los restaurantes españoles no tenían una oferta de vinos tan importante como ahora. La bodega de Zalacaín era de las mejores en aquellos años, con una 600 referencias. Como no tenía conocimiento, para nuestra primera carta de vinos recurrí al Club de Gourmets, pidiendo al periodista Andrés Proensa que me asesorara. No nos conocía de nada, pero nos ayudó”.

La intuición, el gusto personal, la voluntad para invertir y también la suerte son factores que sin duda han influido en el crecimiento de una colección de vinos tan notable como la que atesora Atrio. Para enriquecer la selección de grandes vinos de Burdeos, por ejemplo, Polo acudió al distribuidor y gran experto François Passaga (de la compañía FAP Grand Cru), que también le asesoró y le permitió pagar en plazos una inversión de siete millones de las antiguas pesetas. Como eran vinos que antes del año 2000 tenían escasa demanda en España, los mejores crus que reposaban en la cava de Atrio multiplicaron con el tiempo su valor. “En el año 2000 vino al restaurante un banquero andorrano y me dijo que el vino era la mejor inversión que habíamos hecho”. Aunque la bodega también ha costado a los propietarios del restaurante algún disgusto: en octubre de 2021, Atrio fue noticia por el robo de 45 botellas de su cava, valoradas en 1,6 millones de euros.

Polo y su socio también han tenido buen ojo a la hora de invertir en arte. La colección que hoy luce el Relais & Château cacereño comenzó a fraguarse a partir de la década de 1990, siempre bajo el impulso de una mirada y un gusto muy personal. “El primer cuadro se lo compré a un artista local, Juan Barjola, por cuatro millones de pesetas. Le pedí que se lo dedicara a Toño, para que no me echara la bronca por el gasto. Y el propio Barjola intentó disuadirme de la adquisición diciendo que su arte no le gustaba a nadie”, cuenta Polo. Luego llegarían otras obras de artistas tan relevantes como Ettore Spalletti, Mitsuo Miura, Juan Muñoz, Joan Hernández Pijuan… “Nunca he comprado arte pensando en la rentabilidad de la inversión, aunque casi todo lo que tenemos se ha revalorizado”, explica.

A la izquierda, empanadilla de taro, manteca y comino. A su lado, flan de papada y caviar.

En cualquier caso, los responsables de Atrio han querido que todo su patrimonio –incluyendo los vinos, el arte y las propiedades– sea legado a la Fundación Atrio Cáceres, que se constituyó en enero de 2022 con los objetivos de “recuperar el patrimonio histórico de Cáceres, realizar eventos gastronómicos y artísticos, incentivar la formación y la investigación de enfermedades raras”.

El magnífico edificio que alberga el Relais & Châteaux –un palacio renacentista restaurado por el estudio Tuñón Arquitectos–, espacio de líneas puras y espíritu minimalista en el que Atrio se estableció en 2010, así como el nuevo alojamiento –reformado por los mismos arquitectos– y el resto del patrimonio edilicio de la pareja también se integrarán pronto a la fundación, que ya ha empezado a agitar la actividad artística de Cáceres organizando el festival de música clásica Atrium Musicae (que en febrero celebró su segunda edición).

Del legado de Atrio, lo que se antoja más difícil de traspasar a las siguientes generaciones –o una fundación, como es el caso– es la personalidad de sus mentores. Que es la que, al fin y al cabo, ha dado carácter al proyecto.

También será complicado concebir la cocina tal como lo hace Toño Pérez, interpretando la esencia del territorio extremeño con precisión, equilibrio y belleza, sin alharacas. Su último menú, Tiempos de montanera, consagrado a las virtudes del cerdo ibérico, es un buen ejemplo de ello. Y respalda la decisión de la guía Michelin, que en 2022 concedió la tercera estrella a este estandarte del sabor y la felicidad que bien vale la pena visitar aunque sea una sola vez en la vida

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