Joseph Robinette Biden Jr. Nació en Scranton, pueblo minero de Pensilvania (EE UU), el 20-N de 1942, en plena segunda guerra mundial. “Robinette” no es segundo nombre sino apellido, lo cual es casi obvio porque debe de haber poquísimos padres en el mundo capaces de bautizar a un niño recién nacido con el nombre de “Robinette”. El término es un antiguo diminutivo afrancesado de “Robin” y es el apellido de su padre, que se llamaba igual que él. Los Biden eran una familia de clase media acomodada a la que le fueron mal las cosas (el padre acabó vendiendo coches de segunda mano) y profundamente católica. Sobre todo la madre, Catherine Eugenia Finnegan, de origen irlandés. Joey o Joe, como le llama todo el mundo desde siempre, fue el mayor de cuatro hermanos.
La vida no ha tenido piedad con este hombre que, ya cuando era un crío y le preguntaban qué quería ser cuando creciera, contestaba: “¿Yo? Presidente de Estados Unidos”. Es verdad que eso lo dicen infinidad de críos en todo el país, pero la suya es la historia de una tenacidad que da escalofríos. De pequeño era tartamudo, lo cual le hizo objeto de la ferocidad de los seres vivos más crueles que existen en nuestro planeta: los niños en el patio de un colegio. Superó el defecto gracias a su esfuerzo… y a la infinita paciencia de su madre, que le enseñó a reconocer sus problemas para poder vencerlos y que lo tuvo años recitando poesía en voz alta. Esa fue la primera vez que venció.
Estudió Historia y Ciencia Políticas en la universidad pública de Delaware, y luego Derecho en la privada de Siracusa (Nueva York). Era un muchacho atractivo que tenía gran éxito con las chicas (eso le trajo algunos problemas años después), que jugaba bastante bien al fútbol americano y que ya en su juventud empezó a perder pelo; esa es una de las pocas coincidencias que ha mantenido siempre con quien ha sido su rival en la carrera por la presidencia, pero Biden jamás ha sometido a su cabellera a las complicadísimas obras de ingeniería que han hecho célebre a Trump. En aquel tiempo, finales de los años 60, Biden era algo parecido a un radical bien educado que no fue a la guerra de Vietnam (otra coincidencia con Trump: ambos lograron eludir el reclutamiento) pero que se encendía cuando hablaba de los derechos civiles y de la discriminación de los afroamericanos.
No había terminado de estudiar cuando se casó con Neilia Hunter. Tenía 24 años y una clara vocación política. Aun hoy, nadie se explica cómo aquel jovenzuelo sin experiencia, pero que hablaba muy bien (y ya sin tartamudear), derrotó a un veterano leño republicano como James Caleb Boggs, que le sacaba 33 años y que llevaba media vida en la Cámara. Biden logró un escaño por Delaware en el Senado estadounidense: el quinto senador más joven de la historia, no había cumplido los treinta.
Pero un mes después de su elección, cuando aún no había tomado posesión y estaba en Washington buscando casa (diciembre de 1972), un camión embistió al automóvil en que viajaban su mujer, Neilia, y sus tres hijos pequeños: Beau, Hunter y la pequeña Amy, de apenas unos meses. Neilia y Amy murieron. Los dos chicos sufrieron tremendas heridas. El primer impulso de Biden, destrozado, fue renunciar a todo y hacerse cura. Su familia no se lo consintió. Su padre le repitió: “La medida de un hombre no la da cuántas veces lo derriban sino lo que tarda en levantarse”. Y se levantó. Juró el cargo de senador en el hospital donde estaban los niños. Se comprometió a trabajar durante al menos seis meses porque, como dijo, Delaware siempre podría encontrar otro senador, pero los críos no tenían otro padre. Fue entonces cuando se ganó el mote de “Joe Amtrak” (el nombre de la red de trenes interurbanos de EE UU), porque cada mañana se metía en el tren después de dejar a los chicos en el colegio, se iba a Washington, trabajaba, volvía al tren y llegaba a tiempo de meterlos en la cama. Una hora y media de ida y otra hora y media de vuelta. Los chicos crecieron y pronto empezaron a acostarse solos, pero Biden se hizo las tres horas diarias de tren todos los días mientras fue senador.
Pero calculó mal. No estuvo seis meses en la Cámara Alta. Estuvo treinta y seis años consecutivos. Se convirtió en el segundo gran pilar de los demócratas en el Senado, junto a quien fue su primer “padrino”, Ted Kennedy. Volvió a casarse, esta vez con Jill Tracy Jacobs, y tuvieron una hija; el matrimonio sigue unido hoy. Presidió el Comité de Asuntos Judiciales del Senado (1987-1995) desde el que plantó cara al crimen organizado, al tráfico de armas, a los ataques a los derechos civiles y a la violencia contra las mujeres. Se hizo un experto en relaciones internacionales y fue quien convenció al presidente Clinton de que la única manera de pararle los pies al genocida serbio Slobodan Milosevic era por la fuerza. Presidió también, tras los atentados del 11-S, el esencial comité de Relaciones Exteriores del Senado, donde apoyó la intervención en Afganistán, propuso un plan para Irak inspirado en su experiencia de Bosnia y fue de los primeros en pedir que se cerrase el penal de Guantánamo. Y defendió siempre, inflexiblemente, a la red de ferrocarriles interurbanos de EE UU, la Amtrak.
Pero lo que él quería desde niño era ser presidente. Lo intentó en 1988, después de haber impedido desde el Senado que el ultraconservador Robert Bork, tan contrario a los derechos civiles, accediese al Tribunal Supremo. Pero le estaban esperando. El incauto Biden no tuvo mejor ocurrencia que “inspirarse” en un discurso (muy hermoso) del laborista británico Neil Kinnock… sin decir que era suyo. Se rio de él todo el mundo. Hizo lo que otras veces: admitir el problema, pedir disculpas y volver a la casilla de salida. Y encima, antes de las primarias de su partido, le hospitalizaron por dos aneurismas cerebrales. Siete meses de baja. Otro golpe del que se recuperaría.
Lo intentó de nuevo en 2007. Pero competía con una fuerza irresistible, Barack Obama. Sus bromas en los actos electorales y su más que sobrada experiencia en relaciones internacionales no le sirvieron de nada. En el primer encontronazo de las primarias demócratas (los famosos “caucus” de Iowa) quedó quinto y se retiró. Por eso se sorprendió mucho cuando el ganador, Obama, le llamó para ofrecerle la vicepresidencia en su candidatura. Como Lyndon Johnson hizo con Kennedy en 1960, Biden desconfió, porque pensaba que la vicepresidencia no tenía ningún poder y él mantenía una gran influencia en el Senado. Como Lyndon Johnson con Kennedy, Biden estaba completamente equivocado. Obama le convenció, entre ambos nació una gran amistad que nunca ha menguado y Biden se convirtió en el 46º vicepresidente de Estados Unidos. Fue la mano derecha del presidente en el terrible problema de Irak y en las negociaciones, entonces posibles y hasta normales, con los republicanos. Su carácter dialogante, siempre en busca de puntos de acuerdo con sus rivales, fue valiosísimo. Y como Lyndon Johnson, Biden supo llenar de poder y de eficacia el puesto aparentemente “decorativo” que ocupaba.
Pero la desgracia volvió a abatirse sobre el alto, persistente y repiqueteador Joe Biden. Su hijo mayor, Beau, también jurista, Fiscal General de Delaware y una gran promesa política, falleció en 2015, víctima de un cáncer cerebral. Biden, de nuevo hundido, renunció a pelear por la candidatura demócrata a la presidencia en 2016, que ganaría Hillary Clinton… para estrellarse finalmente ante la alianza oculta Trump-Putin.
Y sin embargo volvió a levantarse. En 2019, con 76 años a cuestas, Biden peleó por la candidatura demócrata a la presidencia. Quedaba poco de aquel joven radical de los años 70: era un abuelo progresista moderado que ni gritaba ni mentía, y que seguía inflexible en su defensa, entre muchas cosas más, de las minorías y de los derechos civiles (y de los trenes). Tuvo que competir con 27 compañeros de partido, entre ellos pesos pesados como Bernie Sanders, Elizabet Warren, el joven Pete Buttigieg o el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg. Pero ganó. Y, como Obama había hecho con él, ofreció la candidatura a la vicepresidencia a una de sus contrincantes, la que más fieramente lo había atacado en las primarias: la combativa senadora afroamericana Kamala Harris, de California.
Biden ganó las elecciones presidenciales de noviembre de 2020 por más de siete millones de votos populares y consiguió 306 votos electorales, 74 más que su contrincante Donald Trump. Pero Biden, presidente legítimo, sufrió –lo mismo que la democracia estadounidense– el ataque más brutal que había recibido presidente alguno en toda la historia de la nación, salvo los cuatro casos de asesinato. Trump, personaje de extrema derecha cuya edad mental es muy inferior a la biológica pero que fue educado como un perro de presa, denunció falsamente un “fraude electoral” que solo él trató de cometer, reclamó una victoria que nunca obtuvo, arrastró tras él en aquella locura –increíblemente– al Partido Republicano y a millones de ciudadanos que creyeron sus patrañas, y aquello acabó con un intento de golpe de Estado: el terrible asalto al Capitolio por las turbas trumpistas, el 6 de enero de 2021. La nación no había visto nada semejante desde la guerra de secesión (1861-1865).
Pero Joe Biden fue, finalmente, investido presidente el 20 de enero siguiente. Su legado fue desigual. Actuó con absoluta contundencia contra la pandemia de la covid-19 (Trump había dicho que era “una gripe que se pasa sola”), que se llevó por delante 1,2 millones de vidas estadounidenses. Destinó 1,2 billones de dólares a la creación de infraestructuras y a la “transición verde”, que dejarán decenas de miles de empleos durante muchos años. Levantó la economía del país, que ahora mismo crece a un ritmo del 3%. Creó 17 millones de puestos de trabajo. Controló una inflación desbocada. Convencido atlantista, defendió a la OTAN frente al expansionismo de Putin, volvió a meter a su país en tratados, internacionales de los que lo había sacado Trump y protegió hasta el final (algunas veces con demasiada tibieza presupuestaria) a Ucrania. Devolvió la dignidad a la Presidencia y al resto de las instituciones. Pero fue humillado por Israel (mejor dicho: por Netanyahu) en la espantosa guerra de Gaza y no fue capaz de pararle los pies a la ultraderecha religiosa israelí. Eso menguó su popularidad.
Lo peor de todo: fracasó en su intento de convertir a Trump en un paréntesis de locura pasajera en la historia de EE UU. La Fiscalía no actuó ni mucho menos con la suficiente diligencia para meter entre rejas al presidente golpista, y la complicada legislación constitucional permitió a este, increíblemente, volver a presentarse a la presidencia. Biden decidió concurrir también él para volver a derrotarle, pero tenía ya 81 años y su salud no era ni de lejos la que fue. El famoso debate televisado entre los dos candidatos, en la noche del viernes 28 de junio de 2024, fue semejante al hundimiento del Titanic: Biden, con la cabeza perdida, parecía no saber siquiera dónde estaba. No había nada que hacer.
Hubo que buscar a toda prisa otro candidato, y esa fue Kamala Harris, un ventarrón de optimismo. Pero, una de dos: o no le dio tiempo a convencer a la suficiente cantidad de votantes, o el número de norteamericanos infectados por el virus del populismo ultraderechista y religioso –difundido día y noche por infinidad de medios de comunicación, locales y nacionales– había crecido demasiado. Kamala Harris perdió las elecciones. Trump regresa este lunes a la Casa Blanca rodeado de una inconcebible “corte de los milagros” con la que ha formado su gobierno. Esto quiere decir que Joe Biden ha fracasado en su empresa más importante: consolidar la democracia en EE UU, nuevamente amenazada por un presidente vengativo, incontrolable e ignorante que, además, controla tanto el Congreso como el Senado de la nación. Nadie sabe lo que puede pasar.
En su último discurso televisado, el de su despedida del cargo, Biden casi repitió las tremendas palabras de Dwight Eisenhower en 1961, en su propio adiós. Biden alertó a todos frente al “complejo tecnológico-industrial”, la oligarquía tecnológica que ha adoptado a Trump como su mascarón de proa (o como su mascota) y que pone en grave riesgo el funcionamiento y la existencia misma de la democracia.
Joseph Robinette Biden Jr. pasará a la historia como un buen presidente… cuyo final político ha sido consonante con su vida entera: una gran voluntad que termina siempre en amargura. Ojalá el cielo permita que la democracia estadounidense, que siempre pareció tan sólida, no se extinga con él. De momento sigue viajando en tren.
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El pájaro carpintero pico de marfil, o picamaderos picomarfil (Campephilus principalis) es una de las aves más bonitas, características y conocidas de Estados Unidos. Mide alrededor de medio metro y su peso no llega a un kilo. Pertenece a la familia de los pícidos y es el segundo pájaro carpintero mayor del mundo, solo un poquito más pequeño que un primo que tiene en México.
Es un ave preciosa. Negra azulada con partes blancas del plumaje, tiene un durísimo pico con el que martillea incesantemente los troncos de los árboles para hacer sus nidos (o buscar larvas con que alimentarse), y es característico su elegante copete rojo, que adorna su nuca.
O la adornaba. Porque el mayor problema del picamaderos picomarfil es que se dio por extinguido por primera vez hace más de 70 años. Esa extinción se confirmó por los científicos hace tres o cuatro años, a finales del Antropoceno, entre el primer y el segundo periodo Trumpiense; en este último se anuncia una nueva extinción masiva en el planeta, sobre todo de la democracia.
Para los norteamericanos –y para los niños, o quizá ya no tan niños, de todo el mundo– la extinción del picamaderos picomarfil es una dolorosísima tragedia, porque este pajarito fue el que, a finales de los años 30 del siglo pasado, inspiró al dibujante Walter Lantz para crear su celebérrimo personaje: Woody Woodpecker, conocido en España como el Pájaro Loco o Loquillo. El mundo no volverá a ser el mismo sin él.
Pero no todo está perdido. Digan lo que digan los científicos de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza UICN), parece que se han producido avistamientos de “loquillos” en Arkansas y Luisiana, y se sabe que mucha gente ha escuchado en el bosque el característico canto de este pájaro, que no es el famosísimo “he-he-he-hé-hooo” que emitía el dibujo televisivo sino un interrogativo “Pii” que parece emitido con una trompetilla.
Quién sabe. A lo mejor solo hay que esperar cuatro años para que todo vuelva a la normalidad. A lo peor no.