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Cultura

Democracia tabernaria

¿Será este mi último artículo?

Con nuestra vida ocurre lo mismo que con la escritura: hemos de concebir la realidad como un prodigio cuya supervivencia pende de un hilo, como un milagro que no durará para siempre

Petirrojo asomado a una ventana

El pasado fin de semana coincidí con el escritor Carlos Marín-Blázquez en un congreso organizado por la Universidad CEU-San Pablo. Con Carlos siempre es una maravilla encontrarse porque conversa tan bien como escribe, y ya es decir, pero esta vez lo fue aún más. Andaba yo angustiado por no tener tema para este artículo ―que, además, había de escribir contrarreloj, en menos tiempo del habitual― y él me lo puso en bandeja de plata. Estábamos hablando sobre la dificultad de publicar artículos periódicos, sobre la escasez de ideas, sobre la precariedad de las fuerzas propias cuando Carlos me hizo una confesión cuya literalidad no recuerdo pero cuyo espíritu sí: "Cada vez que termino un artículo, pienso que es el último que voy a escribir, que ya no doy más de mí".

Quien tenga la desgracia de conocerme sabrá que lo que le ocurre a Carlos me ocurre a mí también. Mientras escribo este artículo, me embarga la sospecha de que no podré acabar de hacerlo, de que las palabras no fluirán y de que yo habré de regresar al mutismo de mi anterior vida, a la de antes de la escritura. Vivo desgarrado por el temor a no volver a escribir nunca más algo digno de ser leído, por el temor a que mi ingenio se agoste y a que el poco talento que tengo se acabe marchitando. Cuando termino un artículo, o un ramillete de aforismos, o un relato, pienso que ya está, que la broma no da más de sí y que la musa me va a abandonar como me abandonó aquella chica que me conocía demasiado.

Alguien podría concluir que qué angustia, que cómo vivir así cuando un pretende vivir de la escritura, y tendría toda la razón. La sospecha de que uno no va a poder escribir algo bueno nunca más no es precisamente cómoda; mentiría si dijese lo contrario. Uno se entrega al juego de imaginar futuros posibles y termina desolado. No es agradable verme a mí mismo rellenando tablillas de Excel, atendiendo a un cliente desabrido, vendiendo coches de lujo, y no porque tenga nada contra esos quehaceres ―que, bueno, supongo que también―, sino porque no es agradable verme consagrando mis días a algo que no sea manosear palabras, estudiar sus posibilidades, exprimirlas hasta extraer de ellas todo su jugo.

El artículo como regalo

Aceptado este inconveniente, cabe señalar que también hay ventajas, y muchas. Digamos que el escritor que duda de sí mismo, el que no puede zafarse del temor de haber firmado su último texto, es más consciente de la realidad que ese otro que apenas cuestiona sus capacidades, que ese otro que considera inmarcesible su estilo e inagotable su talento. Sabe que no escribe porque domine una técnica, qué va, sino más bien porque se le ha bendecido con un don, con uno que le permite mirar la realidad de forma distinta y sublimar con la palabra lo bueno y redimir lo malo, con uno que, sin embargo, se le puede hurtar en el momento más inesperado. Recuerda obsesivamente a esos autores que padecen asfixiantes sequías literarias, a aquellos otros que escribieron sus mejores páginas durante la juventud.

Debemos aprovechar cada instante como si los cimientos del mundo estuviesen abocados a derrumbarse mañana

Esto implica una consecuencia adicional. Si yo no me temiera que éste puede ser mi último artículo, cedería al impulso de escribirlo con ligereza e incluso con despreocupación, convencido acaso de que su mediocridad podrá ser redimida por la hipotética brillantez del artículo de la semana que viene. Como, en cambio, soy dolorosamente consciente de que puede ser lo último que firme, de que mi escaso, escasísimo talento puede desvanecerse tan súbitamente como advino, lo escribo como si se tratase de mi obra magna, como si me lo jugase todo a una carta y fuera, ay, ésta.

Alguien podrá estar pensando que qué artículo más autorreferencial, que está escrito para que lo lean escritores y otras especies raras. Niego la mayor, aunque sólo sea para evitarme un despido por escribir textos sin interés. Con nuestra vida ocurre lo mismo que con la escritura. Hemos de concebir la realidad ―el petirrojo que está posado en el alféizar, los niños que juegan al tejo ante nosotros, la mujer que nos ama― como un don que se nos ha concedido pero que se nos puede negar en cualquier momento, como un prodigio cuya supervivencia pende de un hilo, como un milagro que no durará para siempre. Sólo así viviremos de la manera en que estamos llamados a hacerlo: aprovechando cada instante como si los cimientos del mundo estuviesen abocados a derrumbarse mañana.

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