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Cultura

El infierno sobre Londres

El Carlton Club en un día de elecciones. El edificio se derrumbaría sobre 250 socios.

Un verano de pánico sufrieron los ingleses en 1940. Había empezado con la rendición de Francia en vísperas del solsticio, dejando sola a Inglaterra frente al III Reich. Luego vino la zozobra insoportable de la amenaza de invasión. Los ejércitos de Hitler eran imparables, ya dominaban Europa desde el Cabo Norte de Noruega hasta la frontera franco-española, y solamente los separaban de Inglaterra los 33 kilómetros del Canal de la Mancha. Los ingleses confiaban en su Marina, muy superior a la germana, pero los buques británicos podían ser neutralizados por los aviones de la Luftwaffe.

Para eso la Luftwaffe tenía que lograr una supremacía aérea total, eliminando a la Real Fuerza Aérea, la RAF. Una lucha agónica en los cielos ocupó todo el verano, la llamada Batalla de Inglaterra. En Septiembre la RAF había llegado al límite de sus fuerzas cuando, en la noche del 6 al 7, 68 bombarderos alemanes se despistaron de su objetivo, los aeródromos y centros de mando de la RAF, y aparecieron sobre Londres, soltando su carga destructiva sobre la población.

Pero no había sido un error, sino una prueba. Los aviadores alemanes querían comprobar la defensa aérea de Londres y se llevaron una sorpresa. No había. La capital del Imperio Británico estaba indefensa porque toda la artillería antiaérea se dedicaba a defender las bases de la RAF.

Como una fiera que ha olido la sangre, a la noche siguiente fueron 300 los bombarderos que atacaron la inerme ciudad… Y la cosa seguiría durante 57 noches seguidas desarrollando esa nueva forma de hacer la guerra que ya habían ensayado los nazis en Varsovia, el bombardeo continuado de la población civil para socavar la voluntad de lucha del país. En realidad, los ataques a Londres “nos dieron un respiro que nos vino muy bien”, diría con cierto cinismo el primer ministro Churchill, porque era preferible que sufriese la población civil a que fuera destruida la RAF.

Los ataques alemanes no discriminaron entre los estratos sociales. Arrasaron el Este de Londres, los barrios de la clase trabajadora, que se protegía con los “refugios Morrison”, en realidad robustas mesas de cocina de acero. Durante el bombardeo la familia se metía bajo la mesa, que podía soportar el derrumbamiento de una casita obrera.

Un niño en pijama a salvo en su Refugio Morrison, pese al derrumbe de la casa.

También convirtieron en ascuas la City, el corazón financiero del Imperio, en un ataque con bombas incendiarias muy bien planeado, durante la marea baja para que fuese más difícil sacar agua del Támesis. Previamente lanzaron minas diseñadas para destrozar la red de suministro de agua, para que los bomberos no tuviesen donde enganchar sus mangueras.

"Mala hierba nunca muere"

Y machacaron el elegante Pall Mall, donde estaban los clubs más aristocráticos. Una de sus víctimas fue el Carlton, un club de lores y parlamentarios conservadores fundado por el mismísimo duque de Wellington, el vencedor de Napoleón en Waterloo. El histórico club donde se había creado el moderno Partido Conservador estaba repleto, 250 socios habían acudido siguiendo su rutina de décadas sin importarles los bombardeos. El salón de fumar se derrumbó sobre ellos, y un cronista de la alta sociedad, viendo salir de entre los escombros a un joven diputado que llevaba a cuestas a su anciano padre, lord Hailsham, lo comparó con Eneas salvando a su padre de la destrucción de Troya, pero Churchill, más sarcástico, al ver que ningún socio del Carlton había muerto, dice en sus memorias: “Mala hierba nunca muere, comentaron en tono de burla nuestros colegas laboristas”.

Uno de los más perjudicados fue el jefe del grupo parlamentario conservador, David Margesson. Se acababa de separar de su mujer, y como solía hacer un gentleman en esa situación, se había ido a vivir a su club. Se quedó por tanto sin casa y terminó durmiendo en un camastro en el bunker subterráneo del primer ministro. Paradójicamente, Churchill se subía al tejado del edificio para contemplar los ataques nocturnos, porque “la idea era tratarlos con desdén”.

Lo que más temía Churchill era el derrotismo, lo había visto actuar en Francia y llevar al gobierno francés a la rendición. Para dar ejemplo de “desdén”, los reyes permanecieron en Londres bajo los bombardeos. Todos los martes Jorge VI recibía a Churchill para comer en Buckingham Palace, y decidieron mantener la costumbre aunque hubiese ataques diurnos. Para no exponer a los criados, les servían un bufet en el comedor, los criados se iban al refugio y el rey y su primer ministro practicaban el autoservicio, algo que al aristocrático Churchill le resultaba tan insólito como al soberano, pero la situación exigía sacrificios.

Así, con los trabajadores refugiados bajo sus mesas de acero, los señoritos en sus clubs, y la clase media llenando los teatros del West End, terminó el verano del 40 en Londres y se adentraron en un otoño, un invierno y una primavera bajo las bombas, porque los ataques alemanes duraron hasta mayo de 1941.

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