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Cultura

Análisis

La gran batalla cultural de 2022 (que seguramente perderemos)

La resistencia contra la homogeneización del espacio público conecta a los elementos más despiertos de izquierda y derecha

Ha sido un proceso lento pero innegable. Hablo de la homegeneización de nuestro espacio público, acelerado con la pandemia, que cada vez nos aleja más de la calle y de los espacios de socialización de los barrios. Las dos últimas víctimas han tenido bastante eco en medios: la sala Candela de Lavapiés, taberna del flamenco más canalla, y el emblemático Café Central de Málaga. Como tantos pequeños negocios, han sido víctimas de una mezcla de especulación inmobiliaria, problemas de reemplazo generacional y pujanza del modelo de franquicias globales estadounidenses. El resultado siempre es el mismo: nuestras calles se van haciendo más tristes, más iguales, más predecibles (una pérdida que lamenta este cronista de Vozpópuli).

El Candela era el espacio de la bohemia flamenca, refugio madrileño de Enrique Morente, con rincones para que los músicos siguieran la fiesta después de un concierto y se expresaran a sus anchas. La ubicación en pleno centro de Madrid lo hacía atractivo a los fondos de inversión inmobiliaria y una disputa de herencia lo ha llevado a sus manos. El Café Central de Málaga, muy querido y popular, ha sido víctima de un modelo de ciudad enfocado a los turistas más que a los habitantes d ela ciudad andaluza. “No acabo de entender cómo las grandes empresas pagan un diez ó un once por ciento en impuesto de sociedades cuando el resto de empresarios pequeños pagamos el 25 o el 30 por ciento”, lamentaba el dueño, Rafael Prado, en una amplia entrevista en Diario Sur.

Otra de sus respuestas es clave: “La evolución del Central ha sido muy dura. Cuando lo cogí en solitario estaba prácticamente en quiebra y conseguí junto a mi mujer sacarlo adelante, pero ahora no era financieramente sostenible a mi estilo. Podríamos haber sacrificado parte del servicio, pero yo nunca he querido desprenderme del personal ni bajar la calidad de los productos”, destacaba. El modelo actual consiste en invertir en mercadotecnia y rebajar en calidad. “Se deberían revisar los convenios y los modelos de gestión porque no es lógico que la mayor parte del dinero vaya a los mismos bolsillos y que la clase media sea cada vez más reducida”, remataba Prado. La clase media, ¿se acuerdan?

La macdonalización del consumo estructura nuestra vida social entera: cuándo hay que comprar, cómo ordenamos nuestro tiempo...", dice el filósofo Fernando Broncano

Batalla cultural por cada palmo

Lo curioso del asunto, o lo trágico si prefieren, es que los elementos más inteligentes de la izquierda y la derecha española están en la misma trinchera de esta guerra, dispuestos a plantar cara (o eso prometen) a la licuefacción corporativa de nuestras calles. Jorge Buxadé, uno de los cuadros más elocuentes de Vox, decía hace poco en una entrevista que envidiaba Italia porque “la mayor parte de los bares, pizzerías… siguen siendo italianos. Hay una voluntad clara en Roma de seguir defendiendo lo suyo. Por desgracia ahora vas por las calles de Barcelona y Madrid, podría decir el nombre de 26 multinacionales que tienen ahí sus puestos de comida rápida (…) No me gusta ver determinados logos de las multinacionales de la alimentación inundando nuestras ciudades cuando tenemos una alimentación y una calidad en España brutal”, resumía. Es algo que ya había apuntado la derecha francesa: "Para mí el McDonalds es tan enemigo como el burka", explicaba un joven cuadro en 2017.

Hoy coincide con el candidato comunista Fabien Roussel, que afirma que "la vida a base de quinoa y de tofu es sosa. No es mi Francia”. Y más todavía: "Un buen vino, una buena carne, un buen queso: para mí esto es la gastronomía francesa. Pero, para acceder a esta buena gastronomía francesa hay que disponer de los medios necesarios, así que el mejor medio de defender(la) es permitir a los franceses que accedan a ella”, explicaba en una entrevista reciente en El País.

Este empobrecimiento también preocupaba al rockero Andrés Calamaro, como expresó en una entrevista que le hicimos hace dos veranos. En pocas líneas describía los cambios de la capital de España entre los años noventa y la pandemia: “Madrid es otra ciudad diferente. Los barrios aledaños a la Gran Vía eran decadentes pero genuinos, sobrevivían antiguos comercios y bares con solera. Malasaña y Chueca eran otro mundo. La Gran Vía, la calle Atocha, Montera, Callao… eran sórdidas y bonitas, no estaban maquilladas de cultura aspiracional ni franquicias que te sirven el café en vasos de cartón. La pirámide aspiracional es la peor de las versiones del ascenso de las clases sociales, querer vivir la vida de un señorito, pasar de rockero a nazareno. Y expiar el pecado con tres lugares comunes del progresismo, mientras los señoritos son funcionarios del Estado y se extinguen los oficios”, resumía, con su habitual compromiso bohemio.

La profecía de Pasolini

Por su parte, Fernando Broncano, uno de los filósofos de referencia de Más Madrid, señala el mismo problema desde otro ángulo. Esto destacaba tras publicar su Espacios de intimidad y cultura material (Cátedra): “Lo que llamo el proceso de franquización del espacio no es simplemente la sustitución de una tienda tradicional por una franquicia, es que la franquicia induce una forma de vivir. En ese sentido, la macdonalización es un fordismo de los empleados, pero sobre todo es un fordismo del consumo. La mercadonización del consumo es estructurar la vida social entera: cuándo hay que comprar, cómo ordenamos nuestro tiempo de consumo. Hay ahí una gestión del tiempo y es una gestión del tiempo de consumo y del cómo se consume. A la vez que destruye lazos sociales, sustituye por un ordenamiento de nuestra propia vida. Cuando alguien llega a las nueve a casa y pide una pizza, no se da cuenta de que esa es una estructura de orden. El Pizza Hut está ordenando tu estructura de vida”, explica.

El próximo 5 de marzo, se cumplen cien años del nacimiento de Pier Paolo Pasolini, sin duda el intelectual que mejor anticipó este proceso de homogeneización, consecuencia del rodillo de la sociedad de consumo (a la que calificaba de “genocidio cultural”). El pensador italiano veía en el consumismo una variante mejorada, por mucho más seductora, de los totalitarismo del siglo XX. “La aculturación, la homologación que el fascismo no logró obtener, el poder de la civilización de consumo de hoy, en cambio, logra obtenerlo perfectamente, destruyendo las distintas realidades particulares…las distintas maneras de ser de los hombres”, explicaba. A muchos estas palabras les sonarán exageradas, pero los más inteligentes saben que en ese camino llevamos varias décadas (de forma my acentuada en Italia, que pasa de Pasolini a Berlusconi). La pandemia global del coronavirus, por desgracia para todos, nos llevó a tomar el carril de adelantamiento.

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