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¿Cómo era una pandemia en 1832? Hablan Heine y Chateaubriand

Ambos autores vivieron y contaron el azote del cólera en París en 1832

Dibujo de Honoré Daumier sobre la epidemia
Dibujo de Honoré Daumier sobre la epidemia.

Los negacionistas tienen una larga tradición. Queda claro leyendo este pasaje del poeta alemán Heinrich Heine sobre la epidemia de cólera de París en 1832: “Circulan ahora por las calles sujetos disfrazados de cura asegurando que el mejor preservativo contra el cólera es un rosario consagrado. Los sansimonianos afirman que una de las ventaja de su religión es que ninguno de ellos puede morir del mal que nos asola: dado que el progreso es ley natural y teniendo en cuenta que el progreso social reside en el sansimonismo, mientras el número de sus apóstoles siga siendo insuficiente ninguno de ellos morirá”, recuerda. Un razonamiento sin fisuras.

Más idas de olla: “Los bonapartistas aseguran que, en cuanto uno sienta los primeros síntomas del cólera, se apresure a alzar la vista hacia la Columna Vendôme y sanará al instante. Cada uno tiene sus creencias en esta época calamitosa. Yo creo en la franela”, brome en medio del caos. Este es uno de los párrafos más divertidos y dramáticos de Paris 1832: la epidemia del cólera (Sequitur).

El párrafo que más puede interesar a nuestro Fernando Simón es este: “Las autoridades buscaban calmar a la gente: ‘Tratada con premura, la enfermedad no reviste mayores peligros. La higiene, el comer saludable, evitar los licores y todos los excesos bastan para prevenirla”. Traducido: como mucho habrá uno o dos casos aislados. Mientras tanto, en el mundo real, las cifras van cayendo a plomo: 300 fallecidos el 5 de abril, 814 el día 9 y todavía no había llegado lo peor. El día 18 se producen 700 muertos y 2.000 afectados. Una masacre.

Pandemia parisina

No todo son malas noticias: “A partir de entonces, la curva se va atenuando y, no obstante algún repunte durante el verano, a primeros de octubre se considera superada la epidemia. Entre marzo y octubre, serán, oficialmente, 18.402 los fallecidos. Oficialmente”, constata Heine escéptico. Ya entonces desconfiaba de las cifras oficiales. Los vivaces y elegantes dibujos de Honoré Daumier captan el horror de aquellos días.

Los auténticos representantes de la riqueza, sin embargo, los señores Rotschild, se han quedado tan tranquilos en la capital

Por supuesto, el estatus económico fue una cuestión crucial: “El parisino pobre contemplaba lleno de resentimiento cómo el dinero es también un escudo protector contra la muerte. La mayor parte del juste milieu y del mundo de las altas finanzas se ha marchado y vive ahora en sus palacios. Los auténticos representantes de la riqueza, sin embargo, los señores Rothschild, se han quedado tan tranquilos en la capital como si quisieran demostrar que no solo son grandes y audaces en cuestiones de dinero”. La derechita valiente.

El contraste entre el deseo y la enfermedad aflora cuando Heine se queda atrapado en un atasco de carruajes en el cementerio Père Lachaise. “De otro aburrimiento, pregunté al cochero por el nombre del cadaver vecino, y, !desdichado azar!, citó a un joven dama cuyo coche se mantuvo parado junto al mío hace unos meses cuando nos dirigíamos al baile de Lointier; era una situación muy parecida, solo que entonces la joven dama no hacía más que asomar por la ventana su asilvestrada cabecita adornada con flores, su vivaz carita de luna llena, exhibiendo un encantador enojo por el retraso; ahora estaba muy callada, y, quizás, azul”, narra con pulso de poeta.

Por su parte, Chateaubriand nos explica el extraño síndrome de Estocolmo que atrapó a los parisinos. Ve borrachos sentados en grupos alrededor de las mesas de madera brindando a la salud de la enfermedad. “Morbo corría hacia ellos, reconocido, y caían muertos sobre las mismas mesas. Los niños jugaban a ‘cólera’, a quien llamaban 'Nicolás Morbo' y ‘el malvado morbo’. El cólera, sin embargo, infundía terror: un sol resplandeciente, la indiferencia de la muchedumbre y el tren ordinario de la vida que se ostentaba por todas partes daban a estos días de cólera un carácter nuevo y otro género de espanto”, notifica. La atmósfera no podía ser más opresiva: “Se sentía un desasosiego en todos los miembros, un viento norte, seco y helado extenuaba a las personas, y el aire tenía cierto sabor metálico que se atrevesaba en la garganta”, concluye.

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