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Opinión

El abogado del diablo

El abogado de Trump, Rudy Giuliani

Ustedes seguramente recordarán esa figura del mecanismo jurídico del Vaticano. En realidad se llamaba Promotor fidei, promotor de la fe, y funcionaba en los procesos de beatificaciones y canonizaciones. Era un clérigo que se encargaba de averiguar si las presuntas virtudes heroicas, los prodigios o milagros que los devotos atribuían al candidato a santo, eran ciertos o se trataba de engaños. El buen funcionamiento de esos “fiscales”, que desde luego tenían bastante mala fama entre los fanáticos, hizo que entre 1900 y 1983, la Iglesia elevase a los altares a no más de un centenar de personas. Pero el impetuoso Juan Pablo II, a quien le importaba mucho más llenar estadios que mantener la verdad de los hechos (véanse sus favores al perverso Marcial Maciel, por ejemplo), suprimió al “abogado del diablo” y se puso a hacer santos como si fuesen churros: él solo metió en los altares a casi 500, entre ellos a gente tan terriblemente sospechosa como el fraile Pío de Pietrelcina. O a algún español cuyos seguidores manejaban (y manejan) muchísimo dinero. Dejémoslo ahí.

Pero me distraigo. Esto del “abogado del diablo” se nos ocurre a mi amigo y hermano José Fernández y a mí (en realidad se le ocurre a él, pero nos reímos los dos) cuando charlamos sobre un personaje que en estos días está viviendo los que muy probablemente serán sus últimos días de protagonismo público: Rudolph Giuliani, exalcalde de Nueva York y ahora mismo abogado de Donald Trump. José lo conoce bien. Es un analista de política internacional de mucho prestigio y tiene acceso a información que no suele estar al alcance de cualquiera.

Si les suena este Giuliani es muy probable que, cuando alguien lo menciona, la primera reacción de ustedes sea de simpatía. La memoria humana tiene estas cosas. Se hizo famoso en el mundo entero porque era el alcalde de la Gran Manzana el 11 de septiembre de 2001, cuando Bin Laden hizo estrellar aquellos aviones contra las Torres Gemelas y varios lugares más. Giuliani, cuyas dotes de actor no puede negar nadie, estuvo a la altura de su papel, se creció ante la tragedia, dijo lo que tenía que decir y se convirtió en una luz de esperanza, prácticamente en un héroe para medio planeta.

Este hombre, que empezó en el partido demócrata, luego fue independiente y por fin se pasó a los republicanos, tiene merecida fama de histrión

Otra cosa es, desde luego, lo que piensan los votantes estadounidenses. Con la sola excepción de la Alcaldía de Nueva York, en la que su gestión fue de lo más controvertida, Rudy Giuliani no ha sido elegido para nada más: ni para el Senado, ni para la presidencia (perdía en las elecciones primarias) ni para gobernador, ni para maldita la cosa. Este hombre, que empezó en el partido demócrata, luego fue independiente y por fin se pasó a los republicanos, tiene merecida fama de histrión. Los norteamericanos se quedaron de piedra cuando le vieron aparecer travestido en un acto de caridad. O cuando, después del fracaso de su matrimonio, se fue a vivir a casa de una pareja gay, y presumía de que le llamaban “papi”. Tipo contradictorio donde los haya, se mostró en su día comprensivo con el aborto y, casi a la vez, se empeñó en reducir la delincuencia en Nueva York usando una violencia policial tremenda. Montó diversas empresas y bufetes jurídicos que se fueron hundiendo uno tras otro, por diferentes motivos. Pero nunca perdió su sempiterna sonrisa, que daba muy bien en la tele, ni su condición de hombre servil dispuesto a poner sus habilidades –que las tiene– al servicio de quien le paga.

Un showman televisivo

Esa fue la razón por la que Donald Trump lo contrató como su abogado. Necesitaba a alguien como él pero, a ser posible, un poco más listo (lo cual no era demasiado difícil) y con una experiencia política que Trump no tenía. Eran personajes complementarios: Giuliani era un político al que le encantaba montar shows en la tele. Trump, desastroso promotor inmobiliario, era un showman televisivo que se había metido en política. Tal para cual.

Para servir a Trump hay una condición indispensable: tener muy pocos escrúpulos. Giuliani no los tiene. Cuando, con la ayuda los piratas informáticos de Putin, Trump organizó todo aquel estrépito de los presuntos e-mails “criminales” de Hillary Clinton (montaje del que fue absuelta pero que durante un tiempo la desacreditó lo bastante como para hacerla fracasar en la elección presidencial de 2016), el FBI se dio cuenta de que Giuliani, cada vez que salía en la tele con todas sus sonrisas y sus gestos y sus visajes, usaba información que no debería tener, porque pertenecía al secreto de la investigación. El tipo tenía, desde sus tiempos de alcalde neoyorquino, un “topo” en la oficina de la agencia en la ciudad. Y soltaba lo que le soplaban, y retorcía la información hasta donde quería, sin importarle en absoluto que lo que acabase por decir fuese mentira. Que lo era. Y tampoco le preocupaba lo más mínimo el descrédito de una institución ajena a la política como el FBI.

Y Giuliani, cada vez más nervioso, empezó a hacer el payaso, a proferir grititos ridículos, a contonearse como un bufón y a burlarse de los medios de comunicación y de los líderes de medio mundo

Ahora sir Rudolph Giuliani (la reina de Inglaterra cometió la torpeza de hacerlo caballero tras el 11-S; a todos nos caía bien) es la punta de lanza de Trump en su enloquecido empeño de desacreditar el sistema democrático estadounidense, de mantener –cada vez más solo– que ha habido fraude electoral y que quien ha ganado es él. Giuliani salió hace unos días en la tele (es lo que mejor sabe hacer) rodeado de periodistas, que le preguntaban cómo tenía… nísperos (eufemismo) para hacer todo el daño que estaba haciendo al país al mantener la patraña del fraude electoral. Y Giuliani, cada vez más nervioso, empezó a hacer el payaso, a proferir grititos ridículos, a contonearse como un bufón y a burlarse de los medios de comunicación y de los líderes de medio mundo, que ya han felicitado a Biden.

Mercenario sin ideología

La basura que está esparciendo este hombre sobre el estado de Pensilvania, sobre los jueces, sobre el sistema democrático de su país, sobre los líderes sensatos (que hay muchos) de su propio partido y sobre los mismos ciudadanos que acudieron a votar no tiene precedentes. Nadie había hecho antes nada igual. ¿Y por qué lo hace? Pues es muy sencillo: porque le pagan por ello. Trump le ha contratado y este tío, por dinero, es perfectamente capaz de cargarse lo que le pongan por delante, incluido él mismo: su pasado, su momento de gloria tras el 11-S, lo que pudiera quedarle de prestigio. Es un mercenario sin ideología. Es un contratao. Ahora ya está claro que haría lo mismo, pero en sentido contrario, si le contratasen los rivales de su jefe. Afortunadamente, los rivales de su jefe jamás caerían en la indignidad de contratarle ni permitirían a nadie usar los métodos indecentes que emplea este sinvergüenza.

Estados Unidos está viviendo uno de los momentos más negros de toda su historia. La causa es un pobre desdichado de mente infantil, un narcisista patológico que se niega a reconocer su derrota y a facilitar el acceso a la presidencia de su sucesor. Esto había sucedido ya alguna vez, pero nunca se había llegado a este grado de patetismo y de vergüenza ajena. Trump se ha rodeado de gente como Giuliani: gente que le dice solo lo que él quiere oír, que celebra sus ocurrencias, que estimula su ridículo orgullo de “ganador” que no se rinde y que corea sus incesantes mentiras, ya sea por dinero o bien por miedo a los gritos de ese desquiciado.

Es posible, solo posible, que ocurra algo inaudito: que este sujeto tenga que ser desalojado de la Casa Blanca poco menos que por la fuerza. Ha perdido todo contacto con la realidad y no se da cuenta de que, a la vuelta de unos años, no quedará de su presidencia más que una memoria amarga, como si hubiese sido un mal sueño. Al país le costará trabajo y bastante tiempo recuperarse de esta vergüenza. Y, cuando pase la tormenta, la marea se habrá llevado muchas cosas que no volverán. Entre ellas, al mercenario Giuliani. El abogado del diablo… en el sentido literal de la expresión. Aunque sea un diablo cojuelo.

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