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Opinión

Riemann y la corrupción

Imagen de archivo de Griezmann.

Los taxistas de este país son una mina de oro. Sobre todo en los atascos. Voy al hospital por última vez (mi pata posterior izquierda ya está bien, parece) y en la embocadura de la calle de Isaac Peral desde Fernández de los Ríos hay una congestión del mismísimo cristo; o, por mejor decir, de Cristo Rey, que es la plaza a donde vamos. El taxista lleva puesta la radio, como es habitual en los de su especie.

Habla un chaval –es una voz muy joven– y asegura que hay un señor muy mayor, matemático, que asegura que ha logrado resolver el problema de Riemann. El chico, que usa el apasionado tono de voz de quien está retransmitiendo un partido de fútbol o informando del tiempo que hace en Albacete (se habrán fijado ustedes en que los meteorólogos de la tele hace ya bastante que imitan el trepidante sonsonete de los periodistas deportivos), advierte que la gente especializada se muestra muy escéptica ante la pretensión del anciano matemático, que no se creen que haya conseguido resolver el problema y que están esperando todos a que diga lo que tenga que decir. Y ahí interviene mi taxista, que está muy cabreado por el atasco:

–Será mentira, seguro.

Yo me sorprendo pero no digo nada. El de la radio sigue dando voces y explicando que solucionar el problema planteado por Riemann es muy difícil. Y el taxista:

–Si ejque siempre estamos igual. Con la corrupción que hay, con todos los políticos robando, y tratan de distraernos con los líos que arma ese chaval francés, que ya está dando problemas otra vez. Más goles tenía que meter, con el pastizal que le pagan, que ya contra el Huesca ni lo sacó Simeone. Así va este país, hecho una mierda.

Yo me trago a duras penas la carcajada. Mi taxista ha confundido a Georg Friedrich Bernhard Riemann, matemático alemán fallecido en 1866, con Antoine Griezmann, jugador estrella del Atlético de Madrid al que, efectivamente, el entrenador no sacó al campo en el partido contra el Huesca, él sabrá por qué. Pero me temo que no lo dejó en el banquillo por su opinión sobre la distribución de los números primos. Que hay que ver, desde luego: a quién se le ocurre preguntarse por esas cosas con todo lo que roban los políticos.

Llegamos al hospital y pago con mi tarjeta. Quiero mucho a los taxistas madrileños, así que prefiero no decirle a este hombre que él puede fiarse de mi tarjeta de crédito gracias, entre otras cosas, al señor Riemann. Que no metería muchos goles, quizá eso sea verdad, pero de números sabía un rato largo.

Los periodistas llenan páginas y páginas, y minutos de radio y televisión, sin tener ni la más repajolera idea de lo que dicen

Más que cualquiera de nosotros, sin la menor duda. Con la presunta demostración de la hipótesis de Riemann, uno de los problemas matemáticos más complicados de la historia, ha pasado lo mismo que otras veces sucede con asuntos como el cambio climático, los peligros del gluten o la calidad científica de la tesis doctoral de Pedro Sánchez: que los periodistas llenan páginas y páginas, y minutos de radio y televisión, sin tener ni la más repajolera idea de lo que dicen, si se le permite la crítica a este humilde cuadrúpedo, porque ninguno es paleoclimatólogo, endocrino ni catedrático de Economía. Ni tampoco ha ganado ninguno la medalla Fields de la Unión Matemática Internacional, que sería bastante útil para opinar sobre el señor Riemann y sobre la solución que pueda haber hallado (o no) sir Michael Atiyah, el anciano que dice haber resuelto el problema en un pispás.

A mí ni se me ocurre tratar de explicarles a ustedes en qué consiste la hipótesis de Riemann sobre los números primos. No lo sé. No lo voy a saber en mi vida. Y ustedes tampoco. Lo han intentado muchos expertos (unos más expertos que otros, la verdad) y reconozco que los dos que más se han esforzado en la imposible claridad son el brillante Alberto Márquez, en este periódico, y mi querido hermano Eliá, que es matemático de alta competición y que empleó mucho tiempo y todo su entusiasmo –infinito– en tratar de explicarme, en un reciente viaje a Sevilla, por qué la solución hallada por Atiyah al problema de Riemann podría ser correcta… o podría no serlo, lo cual nos llevaba, sobre poco más o menos, a la casilla de salida.

Pero mi conclusión es que no tiene la más mínima importancia que no tengan ni idea de sobre qué estamos hablando para emitir una opinión. Eso da lo mismo. El viernes y el sábado, cuando se difundió que un ancianito decía que había resuelto un problema irresoluble y que lo iba a explicar el lunes siguiente, en nada más que 45 minutos (la exposición de algo así suele llevar días), la gente de las redes sociales se mostró muy mayoritariamente favorable al señor Atiyah. Quizá porque era viejo, quizá porque caía simpático aunque no se supiese por qué. Hubo quien dijo, con toda frescura, que “con las nuevas tecnologías” resolver ese problema estaba tirado y podría hacerlo cualquiera. Otros no dudaron en asegurar que se trataba de un fraude y que Atiyah se había puesto de acuerdo “con la organización” (sic) para repartirse el millón de dólares que daban por resolver el enigma. Artículos a favor, artículos en contra. Y lo del Twitter ya era delirante.

El lunes por la tarde, cuando los expertos (¿qué expertos? ¿Cuántos expertos? ¿Cómo de expertos?) hicieron saber que tenían “serias dudas” sobre la solución propuesta por Atiyah, el viento se volvió súbitamente en contra y el anciano pasó a ser, en el mejor de los casos, un bromista, pero mucho más un farsante, un codicioso, un ladrón, un loco o un… ¡corrupto! al servicio del poder. Absolutamente nadie tenía ni más ni menos idea sobre los números primos cuando dijo una cosa y cuando dijo la contraria. Pero ¿qué importancia tiene eso? Sus lectores, sus followers o sus amigos de Facebook ya habían podido leer la tontería correspondiente. De eso se trataba. Y de nada más.

Yo le recomendaría a sir Michael Atiyah que hiciese caso a mi taxista. Que se deje de bobadas y que se preocupe más de meter goles, como debería hacer también ese Riemann. Que para eso les pagan, caramba. Y con el dinero de nuestros impuestos.

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