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Opinión

El triunfo de la mentira

El líder del PSOE, Pedro Sánchez, junto al primer secretario del PSC, Miquel Iceta.

En los últimos tiempos observo con inevitable desolación la presencia y normalización en nuestro espacio político común de lo que no debería ser normal por su ostensible falta de ética.

Afirma Miquel Iceta, líder de los socialistas en Cataluña, que el pacto con EH Bildu y ERC “es una maravilla por la que deberíamos estar todos de celebración. Es una victoria de los demócratas que dichos grupos participen en la gobernabilidad”. Estas afirmaciones han de escandalizar a cualquiera que preserve un recóndito poso de decencia. Especialmente tras escuchar días antes al bilduetarra líder de Sortu, Arkaitz Rodríguez, esputar en el Parlamento vasco contra el PNV: “Nosotros vamos a Madrid a tumbar el régimen en favor de las mayorías y los pueblos”. Es bastante curioso e inquietante el concepto que tiene Miquel Iceta de triunfo democrático. Tanto, que incidió en su gozo pactista en días posteriores al llamar “sectario” a todo aquel que no sintiese la necesidad de bailar por la presencia de Bildu y ERC en la gobernabilidad nacional.

Este totalitarismo postmoderno es el resultado de la amplia aceptación dentro de un grupo social de la ideología totalitaria, por eso no necesita los mismos métodos sanguinarios que en sus inicios. Es la situación general en el País Vasco, en la sociedad abertzale, y avanza con inaudita rapidez en Navarra. La violencia ya no es necesaria más allá de la minoría disidente, y quien la ejerce ya no es sólo un grupo, sino el resto de individuos y vecinos. No son sólo las formas y los métodos los que tienen un cariz totalitario, sino la ideología. Una idea totalitaria no se convierte en buena sólo porque no mate y sea votada. Una persona podrá ser racista o no, pero sobre lo que no cabe debate alguno es que el racismo es deleznable y no es susceptible de aceptación en el espacio común de una sociedad mínimamente civilizada. Y, por supuesto, no es susceptible de ser la base política que dirija el destino del grupo objetivo de dicho racismo, por mucho que sea votada y celebrada por una parte de los dirigentes.

Una cuestión es la libertad de pensamiento propia de cada individuo, incluso de las ideas más terribles, y otra es que participe en la gobernabilidad de un país

Una democracia como la española no castiga penalmente a nadie por sus ideas, sino por sus actos. Dejaría de ser democracia. Por eso Gabriel Rufián no está en prisión y disfruta de un sueldo desorbitado en Madrid, exento en gran parte de impuestos a diferencia del resto de madrileños, como diputado de un partido que colaboró activamente en el golpe de Estado de 2017. Quizás algún día su habilidad cognitiva le haga capaz de entender esto. Ahora bien, una cuestión es la libertad de pensamiento propia de cada individuo, incluso de las ideas más terribles, y otra es que participe en la gobernabilidad de un país para, mediante la aplicación de esas ideas, alcanzar su objetivo de destruir el edificio democrático de convivencia. Hay un largo camino entre ambos puntos que no puede cruzarse en un paso tan corto como el que pretende imponernos el Gobierno. Otegi y Rufián no van a democratizar España tumbando la democracia. Más bien la someterán a su ideología totalitaria imponiendo la normalización de su presencia.

El triunfo del totalitarismo postmoderno no se debe a una inusitada proliferación de totalitarios con relación a tiempos del pasado. Es la consecuencia de la asunción generalizada del falso relato de los totalitarios. A esto se llega mediante la normalización de la mentira y la falta de consecuencias de la misma. El triunfo del mal.

Herramienta del cambio

Asistimos al inicio de un tiempo nuevo en el que la mentira ya no es el inocuo lenguaje de los vendedores de humo, sino un arma política del poder para amedrentar, paralizar y destruir a la oposición. Aturdir a los ciudadanos con el fin de someter su voluntad aunque sea por error de apreciación. Mentir con virulencia con el objetivo de cambiar la sociedad. Hasta ahora esa anomalía se circunscribía en España a los ecosistemas nacionalistas de odio donde proliferaba la mentira. Ahora su normalización está en el núcleo del sistema democrático.

Una herramienta básica del triunfo de la mentira y del proceso para cambiar una sociedad normalizando una idea inaceptable, es lo que en psicología se conoce como Teoría de la proyección. El vicepresidente Iglesias incurre con frecuencia y vehemencia en esa psicopatología. Es un mecanismo de defensa en virtud del cual se atribuye al otro todos los actos y pensamientos horribles propios. El fin es ocultar su responsabilidad, su culpabilidad, pues es consciente de lo inaceptable de sus actos para la sociedad. Así, un agresor se convierte en víctima, sobre la que proyecta sus propias acciones de verdugo. Otegi y los independentistas catalanes también lo hacen.

Un ejemplo reciente ocurrió en la última intervención del vicepresidente en La Sexta, a raíz de una pregunta sobre si Bildu debía realizar un recorrido ético más profundo. En lo que fue una ostentación de su poder, contestó en tono violento y soberbio, ofendido, pronunciando solemnemente una mentira, “Bildu es el triunfo de la democracia”, las mismas palabras que Miquel Iceta. Acusó también a un tercero de la acción de la que él es cómplice, en un intercambio de papeles —“el PP es el que debe hacer el camino hacia la democracia y no Bildu”. Y finalmente se victimizó -“el PP acusó a mi padre”- da igual que sea verdad o no. Violencia, mentira, proyección y victimismo. Así pretende anular toda capacidad de respuesta crítica, de control democrático a sus excesos despóticos. Compara al principal partido de la oposición (27 asesinados en sus filas), con la banda terrorista y criminal que los asesinó, junto a otras 826 víctimas. Y no pasa nada. Ni en el plató de televisión, ni fuera.

La mentira sin consecuencias es privilegio e impunidad, es poder despótico. La normalización de la mentira conlleva el triunfo del totalitarismo postmoderno

La racionalidad ha sido proscrita por este Gobierno y esto ha sido aceptado por el resto de agentes políticos, que no hacen nada para que haya consecuencias reales. Sólo hay mentira, odio, imposición de lo inaceptable y sumisión. Sólo hay ruido. Esto genera desidia y desapego en la sociedad que tiene un papel fundamental de control al poder. La mentira sin consecuencias es privilegio e impunidad, es poder despótico. La normalización de la mentira conlleva el triunfo del totalitarismo postmoderno y el inicio de nuestra servidumbre.

Han fallado todos los contrapesos que deben existir en una democracia. Todos, incluido el último nivel de control y quizá el más importante, la sociedad civil, tal y como recoge Daron Acemoglu y James A. Robinson en su obra El pasillo estrecho: Estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad (Ed. Deusto). Si la obtención de derechos depende de la organización y movilización de la sociedad, el mantenimiento de los mismos también la requiere, pero de forma constante. El Gobierno está convencido de que en España la sociedad civil se halla encerrada en una jaula de apatía y miedo. Yo no la subestimaría.

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