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Opinión

Neolengua socialista

La izquierda utiliza nuestras instituciones para lanzar mensajes de lenguaje vago e impreciso, y así, esta semana hemos aprendido que Cuba es lo que no es

Pedro Sánchez pasea por La Habana. EFE

No deja de ser sorprendente, e inquietante, que muchas personas sigan alimentando el mito de la revolución cubana incluso cuando ven el fallo del experimento en vivo y en directo. Hay una enorme inercia, —la tiranía del statu quo— en asuntos sociales y gubernamentales, sobre todo del votante que se postra ante la ideología. El cambio en el clima de opinión siempre es producido por una crisis, por la experiencia (no por la teoría o la filosofía política). ¿No debería la Intelligentsia progresista reflexionar o mostrar humildad ante las voces de los cubanos que han salido escaldados? En lugar de eso, admiramos como turistas atónitos las construcciones de frases rocambolescas de las ministras para evitar decir que Cuba es una dictadura. Qué shock.

La ironía es que el fenómeno de las terminologías asociadas a ideologías pasa cada vez menos desapercibido. La gente busca, excava y capta de qué va el asunto. Ya va quedando claro que si el fenómeno es de izquierdas, es revolución. Si las quejas vienen de la derecha, ya tenemos la ligera sospecha de que muchos lo calificarán de fascismo o populismo. Quizás, como decía el gran Roger Scruton, "el populismo es una palabra utilizada por la izquierda para referirse al pueblo cuando éste no la escucha”. Y si esta intuición es cierta, la ola populista del mundo occidental no es más que la parte visible de un descontento de las clases populares con el relato, que forzará al mundo de arriba a unirse al movimiento real de la sociedad o a desaparecer.

Justicia e igualdad

No hay suficientes anticuerpos que contrarresten la expansión de esta retórica que busca mangonear los términos y los fenómenos sociales, modificar las conciencias y el relato. Tenemos socialistas cualificados que dicen que Cuba “es una democracia socialista”, y que es “éticamente superior porque pone la justicia y la igualdad en el centro, no los intereses de las empresas”. Son unos términos preciosos: "Justicia e igualdad". Hayek, que pujaba alto, dijo que la “Justicia Social” no era más que neolengua socialista para imponer la injusticia y la pobreza a gran escala en nombre de su antónimo.

La izquierda utiliza nuestras instituciones para lanzar mensajes de lenguaje vago e impreciso, y así, esta semana hemos aprendido que Cuba es lo que no es. Es el modus operandi de la planificación socialista que explica Roger Scruton en Conservadurismo: “Para justificarse, la planificación socialista recluta a las instituciones, incluso al lenguaje, para sus fines, y lo hace, por ejemplo describiendo la igualdad económica obligatoria a la que aspira como ‘justicia social’”. La palabras en el socialismo, dice Scruton, son un cajón de sastre despojado de significado. Todas estas palabras: revolución, justicia, igualdad… se emplean como “instrumentos de corrupción moral”.

Esto es fundamental para entender la crisis del Gobierno, su bajón en las encuestas. La opinión pública empieza a castigar tanta mala fe llena de buenas intenciones

Este relato no surge espontáneamente, no es fruto del debate social o la opinión pública y esto es fundamental para entender la crisis del Gobierno, su bajón en las encuestas. La opinión pública empieza a castigar tanta mala fe llena de buenas intenciones. Michael Oaskeshott, en Racionalismo y política, apuntaba al daño que produce la política cuando se dirige desde arriba hacia abajo buscando un objetivo que puede ser declarado como “política de guerra” —tachar de populista a quien vota incorrectamente—o como alcance de una utopía social. El resultado es siempre la destrucción del libre acuerdo y asociación, la manipulación de la opinión pública cuando no se ajusta al relato correcto.

El peligro es que este razonamiento, muchas veces avalado por académicos devotos de gran gobierno, puede justificar las peores tiranías mientras se pierde en estos debates de términos enquistados. La pérdida de rumbo de nuestra política genera deformaciones grotescas, y el juego de la conceptualización supone un atajo para el triunfo de un gobierno que reúne términos, ideas y teorías diseñadas para que el votante se dirija como un creyente a su templo. Esta situación empieza a generar desconfianza en el sistema en la medida en que se impone un pensamiento ideológico sin que exista en la práctica ningún tipo de rendición de cuentas y de contrapoder. Hay que rechazar el relato y confiar en la intuición, la comprensión instintiva de la realidad y la conversación pública. La receta es de Oaskeshott.

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