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Opinión

Ivan 'win-win': la pirueta del gurú desportillado

Pedro Sánchez, junto a su asesor, Iván Redondo.

¿Qué narices pintaba ahí? El inservible Simancas a su derecha, el arribista Garzón a su izquierda; delante, Irene Montero y Adriana Lastra (tra-trá), vestidas con insana crueldad. Famélica legión. Parecían los comparsas de Lola Gaos en Viridiana. Y allí estaba Iván, bajito, sonrisa nerviosa, voluntarioso flequillo, traje y corbata, una abrupta anomalía en medio de esa amalgama menesterosa henchida de rencor. 

En la noche del 10-N le daban por amortizado. El Rasputín de Pedro Sánchez trastabillaba cataléptico por los pasillos de Ferraz, a dos pasos de su fosa (política). El resultado electoral era catastrófico y alguien tenía que pagar el pato. Redondo reunía todas las papeletas salvo una, que le salvó. Su defenestración dejaría muy tocado a Sánchez. De ahí la reacción. Cualquier cosa menos entregar La Moncloa o someterse a nuevas elecciones. Giro de 180 grados. Había que telefonear Podemos. Y así arrancó el proceso del cambio de régimen que se avecina.

Redondo es el estratega win-win, como él mismo repite con insistencia. Ganar o ganar. No time for loosers. Si ahora no fragua la apuesta con ERC, que saldrá, se presiona a Pablo Casado, que ahora está jabato pero luego, se verá. Pase lo que pase, Sánchez seguirá allí, en la cúspide. 

Jefe de gabinete: una tradición rota

Este martes, Redondo había roto con una norma no escrita entre el exclusivo club de los jefes de gabinete presidenciales. No comparecer ante los medios, no asistir a actos oficiales, huir cuando llegan los fotógrafos, no salir ni en una foto. Pocos conocían el aspecto de Carlos Aragonés (Aznar) o de José Enrique Serrano, (González y Zapatero). Eran dos hologramas sin rostro, incorpóreos, ocultos en sus despachos de La Moncloa desde donde controlaban las cañerías del Estado.

Iván Redondo (Guipúzcoa, 38 años) estaba allí, inopinadamente, en el comedor de gala del Congreso, en la fría y fugaz ceremonia de la firma del preacuerdo de Gobierno entre Sánchez e Iglesias. Una presencia delatora. La constatación de un fracaso, la certificación de una derrota. Tres escaños y 700.000 votos menos. En el PSOE, todos los dedos le señalaban. “Lo de Franco, lo de Cataluña, todo se ha hecho mal”, arreciaban los comentarios acusadores. “Además, ni siquiera es del partido”. Iván, el genio de la lámpara, el asesor imprescindible, el hombre de los éxitos de Albiol, de Monago, de la primera resurreción de Sánchez, se encontró, de repente, en el punto de mira.

La larga noche de Ferraz

Sánchez no había disimulado su ira en la noche electoral de Ferraz. Encaramado en su incontrolable soberbia, estuvo a punto de escupir a sus ruidosos militantes, que voceaban sin pausa desde la acera para disimular su pavor. El candidato socialista exhibía una mueca contrariada, un gesto de perdedor. Había convocado unos comicios innecesarios, había retorcido el calendario electoral, cuatro urnas en cuatro años, con el único objetivo de acabar con Podemos y conseguir 140 escaños. Ni lo uno ni otro.

Esa misma noche, lejos de regodearse en el fracaso, Sánchez y Redondo decidieron reaccionar. Había que desviar el tiro, cambiar el guión, sacudirse la imagen de la derrota y llevar la iniciativa

Ya sólo le quedaba pactar. Imposible juguetear con nuevas elecciones. Sería su extinción definitiva, su inhumación política. Había que reaccionar y rápido. Antes de que el estigma del gran fracaso se instalara en su frente. Antes de que se evaporase el falso espejismo de la victoria. Antes de que despertaran González y otros viejos barones del socialismo hartos del 'arrogante zangolotino', como lo llama uno de los más veteranos del partido.

Casado y Abascal, a sus cosas

Sin un minuto que perder, esa misma noche Sánchez y Redondo decidieron reaccionar. Había que desviar el tiro, cambiar el guión, llevar la iniciativa. Mientras Casado seguía en babia, mientras Abascal cabalgaba feliz por las nubes de su victoria, Redondo puso en marcha el plan. Telefonazo a Iglesias, también en fase declinante, negociación exprés Lastra-Montero, inexpertas constitucionalistas pero hábiles en la política de medio pelo, y firma del pacto el mismo martes, justo antes que se reuniera la Ejecutiva del PP.

Los Reyes volaban ese lunes hacia La Habana, en un viaje inoportuno, innecesario e inhóspito, cuando trascendieron las primeras noticias del acuerdo. "Perfecto", rezaba el mensaje de Iglesias al móvil de Redondo, quien cenaba con un periodista, según la versión de La Razón. Todo en orden. El pacto por la izquierda, como le agradó siempre a Sánchez. Lo que rechazaba en verano, ahora es un asombroso acontecimiento. Todo lo que prometió en campaña (ley contra referéndos independentistas, contra el adoctrinamiento en las aulas catalanas, fin a la república digital, control de TV3) se iba al guano. "Un estafador electoral", le llama Abascal, y no sin razón.

Iglesias volvía a ser socio progresista preferente de Gobierno y ERC un grupo de razonables nacionalistas moderados con los que se puede conversar. Antes de Navidad habrá Gobierno, dicen las terminales de Iván, win-win, nacido para triunfar. Ha estado a punto de morder el polvo. Cuando se carece de escrúpulos es más accesible la victoria, escribió Galdós. Sánchez ha abierto las puertas de La Moncloa a una formación de ultraizquierda. Será una coalición excepcional. En ningún país de Europa, salvo en Finlandia, ocurre tal cosa. El cielo empieza a ponerse negro, como un odio insuperable, como un drama sin fin. 

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