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Opinión

Vuelta a los infelices setenta

Esta voluntad por descarbonizar la economía rápidamente, antes de 2050 en el caso de la Unión Europea, genera un incentivo perverso

Vuelta a los infelices setenta
Estantes vacíos en Reino Unido. Europa Press

En septiembre de 2008, cuando el terremoto generado por la quiebra de Lehman Brothers se dejó sentir en toda la economía mundial, la primera consecuencia fue una contracción general del consumo. Nadie, ni empresas ni individuos, quería gastar un céntimo más del necesario. Muchas compañías presentaron la bancarrota en cadena porque su negocio se esfumó de la noche a la mañana, otras lo hicieron agobiadas por las deudas. En 2008 el problema era que se había gastado demasiado en los años precedentes y buena parte de ese gasto se había realizado a crédito. Eso mismo, el crédito, fue lo primero en secarse. Nadie prestaba dinero y los acreedores exigían que se les pagase.

Las familias endeudadas dejaron de gastar y se concentraron en devolver lo que debían, las empresas que no cerraron cancelaron sus inversiones y se prepararon para el invierno. En cuestión de tres meses todo se vino abajo. Aumentó el desempleo y los Estados pronto se vieron con problemas de liquidez al activarse los estabilizadores automáticos del estado del bienestar. En dos años la deuda privada se redujo, pero la pública aumentó considerablemente, lo que condujo a sucesivos ajustes presupuestarios que pusieron a la eurozona contra las cuerdas. En China, donde no querían darse por enterados, siguieron inflando la burbuja, aún les quedaba espacio para crecer y su sector exportador se mantenía fuerte.

Ahora la historia es muy diferente. El disparador ha sido una pandemia que ha mantenido a casi toda la población mundial confinada en algún momento a lo largo del último año y medio. Las restricciones a la movilidad se hicieron sentir en el consumo, especialmente al principio. Tiendas, restaurantes, cines y centros comerciales permanecían cerrados y el consumo de petróleo registraba mínimos porque la gente apenas salía de casa. Durante meses imperó el teletrabajo y muchos aeropuertos permanecieron cerrados o funcionando a medio gas. Todo eso ha terminado ya. Empezó a terminar en la primavera de este año y ahora, seis meses más tarde, el gasto y la inversión han regresado con gran ímpetu.

La capacidad de transporte por carretera está al máximo y se verá mucho más tensionada en los próximos meses con la llegada de la Navidad

El aumento de la demanda es tan poderoso que la oferta batalla con denuedo para satisfacerla. Pero no está siendo fácil. Los camioneros escasean en toda Europa. En el Reino Unido el problema es bien conocido porque les ha dejado sin gasolina, pero hay escasez de camioneros en toda Europa. La capacidad de transporte por carretera está al máximo y se verá mucho más tensionada en los próximos meses con la llegada de la Navidad. En 2008-2009 sucedió justo lo contrario. A los camioneros les faltaba trabajo. Hubo, de hecho, huelgas por la crisis en la que la contracción del consumo metió al sector.

En el mar las cosas no están mejor, el sector del transporte marítimo es más rígido que el del transporte por carretera. Se fabrica un camión y se examina a un nuevo camionero mucho más rápido de lo que se construye un buque portacontenedores y se le dota de tripulación adiestrada. Entre medias los precios de la energía suben vertiginosamente. El gas natural está en máximos históricos con el invierno a la vuelta de la esquina.

El precio del petróleo, por su parte, toca máximos de los últimos siete años. El Brent ronda los 80 dólares, justo el doble que hace un año. Los precios de la energía están empujando la inflación hacia arriba y eso ocasiona que paguemos más por lo mismo y que los inversores se asusten. La inflación es, aparte de un impuesto muy gravoso que recae directamente sobre los pobres y los asalariados, algo así como el hombre del saco para los inversores. Nadie quiere invertir en una economía recalentada por la inflación porque el dinero pierde su valor. A fin de cuentas, la inflación no es que los precios suban (esa es su consecuencia), la inflación es la pérdida de valor de la unidad monetaria, es decir, lo que antes podíamos comprar con un euro ahora necesitamos dos. Resumiéndolo mucho, estamos ya en la economía de la escasez y pronto estaremos en el invierno del descontento.

Impulso a la demanda

¿Por qué nos encontramos así? La causa inmediata y más visible es la pandemia. Pero sólo con eso no se explica. La pandemia ha sido, como decía antes, el disparador de un proceso algo más complejo que empieza en los mismos gobiernos. Al presentarse de golpe la pandemia se pusieron nerviosos. Querían evitar a toda costa un colapso económico y se apresuraron a aprobar paquetes de estímulo. Al final, los distintos gobiernos con la inestimable ayuda de los bancos centrales han inyectado en la economía mundial unos 11 billones de dólares, el equivalente al PIB de Alemania, Japón y la India juntos. Todo en cuestión de 18 meses. Muchísimo dinero nuevo que circula a toda prisa por las arterias de la economía global impulsando la demanda.

Ese dinero, y el que los consumidores habían ahorrado durante los confinamientos, es el que ahora busca ser intercambiado por todo tipo de productos. Esto tira de la cadena de suministro global en la que nadie invierte desde hace mucho tiempo porque el petróleo era barato, no compensaba invertir en la exploración de nuevos yacimientos y los fletes marítimos se encontraban por los suelos. En algunos sectores como el de la electrónica el problema viene de antes. Durante los confinamientos creció mucho la demanda de dispositivos electrónicos formando un cuello de botella en las fábricas de Taiwán y China, donde se produce la mayor parte de microchips del mundo.

Las fábricas taiwanesas no dan abasto y construir fábricas nuevas cuesta mucho tiempo y dinero. No es este un problema que pueda resolverse en seis días ni en seis meses

Al terminar la pandemia, aparte de teléfonos y computadoras, el mercado mundial ha empezado a demandar automóviles, que hoy son muy intensivos en el uso de microprocesadores, y ahí se ha terminado de romper la cuerda. Las fábricas taiwanesas no dan abasto y construir fábricas nuevas cuesta mucho tiempo y dinero. No es este un problema que pueda resolverse en seis días ni en seis meses. Pero la gente quiere gastar su dinero y no le importa esperar. Si no lo hace en un vehículo lo hará en el cine, en unas vacaciones o en una tienda de ropa.

En la anterior crisis los despidos eran la norma, en esta la norma es la falta de trabajadores. Podríamos pensar que ni tan mal, que al fin y al cabo de lo que se trata es de que la gente tenga un empleo, pero haríamos mal en engañarnos. Estamos en la primera fase de la espiral inflacionaria, esa en la que todo el mundo está contento porque hay trabajo y dinero aunque ciertos productos escaseen. La siguiente será la del coste de la vida por las nubes y los despidos, la famosa estanflación que azotó las economías occidentales durante los años setenta.

El abandono progresivo del carbón en la generación de electricidad y su sustitución por gas natural, cuya combustión es más limpia, ha dejado a Europa muy expuesta y sin alternativas

Ahí si encontramos semejanzas un tanto inquietantes. El disparador de la crisis de los setenta fue un repentino aumento en el precio del petróleo que desató la inflación y golpeó a toda la economía. Parte de nuestro problema ahora es energético. Esta vez la restricción en la oferta la ha provocado la política. El abandono progresivo del carbón en la generación de electricidad y su sustitución por gas natural, cuya combustión es más limpia, ha dejado a Europa muy expuesta y sin alternativas, al menos a corto plazo. Proliferan las moratorias nucleares y las centrales eólicas y fotovoltaicas son intermitentes. Sumémosle a eso la subida de los derechos de emisión de CO2, una regulación asfixiante y todo junto nos explica bastante bien el alto precio del kilovatio a lo largo de los últimos meses.

La electricidad depende del gas y hasta que éste no baje de precio encender la luz seguirá siendo prohibitivo. Los Estados europeos quieren ampliar su capacidad de generación renovable, pero, aparte de su intermitencia, son proyectos a medio plazo que implican la fabricación y transporte de componentes electrónicos que han de atravesar los sucesivos cuellos de botella que se han ido formando. Esta voluntad por descarbonizar la economía rápidamente, antes de 2050 en el caso de la Unión Europea, genera un incentivo perverso. Pocos querrán invertir en prospecciones petrolíferas o gasísticas si no pueden rentabilizarlas en el futuro.

Pulsión proteccionista

Otra de las amenazas que planea sobre la economía mundial es la pulsión proteccionista de cada vez más Estados. La política comercial no se hace pensando en la eficiencia, sino en la búsqueda de objetivos políticos, ya sea imponer regulaciones medioambientales y laborales o castigar a los adversarios en el plano geopolítico. Ejemplos sobran. La Unión Europea regula constantemente para proteger a su propia industria y agricultura elevando las barreras de entrada. En EEUU Donald Trump fue proteccionista, Joe Biden lo está siendo más aún. Ha mantenido todos los aranceles aprobados por su predecesor y porfía en el discurso de la autosuficiencia. En el Reino Unido la crisis ha venido agravada por las consecuencias del Brexit, que ha sacado al país de un área de libre circulación de personas, mercancías y capitales para encerrarse en sí mismo.

Esto, de nuevo, nos lleva de cabeza a la década de los setenta, cuando se trató de combatir la recesión con controles de precios y barreras al comercio. El resultado fue que los precios se dispararon y se perdieron diez valiosos años hasta que las tornas cambiaron ya en los ochenta. Por ahora, una inflación fuera de control parece poco probable. Los precios de la energía podrían bajar después del invierno, pero no es ni mucho menos seguro. Los estímulos deberían detenerse en los próximos meses, de lo contrario estarán echando leña al fuego. Si el monstruo de la inflación se desboca no habrá modo de enjaularle en mucho tiempo porque cuando los precios suben y el trabajo escasea la gente exige al Gobierno soluciones rápidas y, a menudo, mágicas. Ahí lo fácil es culpar a los demás y encerrarse. En eso podríamos terminar si desde gobiernos y bancos centrales prosiguen con este experimento.

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