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Opinión

El día que dejamos de decir Leningrado

¿Qué hizo implotar al gigante soviético hace ahora treinta años? Su líder señaló al accidente nuclear de Chernobyl, Pero la realidad probablemente era otra

Boris Yeltsin

Aquella compañía argentina había llegado a Moscú con el propósito de representar una obra de Federico García Lorca. Estas eran muy populares en la URSS y los argentinos esperaban encontrar un público agradecido. Para su sorpresa, lo que encontraron, por orden de la autoridad, fue su equipaje listo para recogerse y marcharse del hotel. Algo grave había sucedido: Leonid Brezhnev, el líder soviético, acababa de morir.

Era 10 de noviembre de 1982 y nadie se lo imaginaba entonces pero aquel día se pondría en marcha, a cámara lenta, un proceso que acabaría por destruir aquel imperio que durante más de medio siglo sujetó a sus ciudadanos en un férreo abrazo de oso, cambió radicalmente sus condiciones de vida, convirtió media Europa en una colonia militar y rivalizó con los Estados Unidos a la hora de sembrar regímenes afines por medio mundo.

Porque la era de Brezhnev había aportado una estabilidad muy anhelada por sus compatriotas, pero la economía estaba estancada: sus sucesores habrían de remangarse forzosamente la camisa y acometer reformas. El problema era que hacer eso con la URSS era igual de sencillo que tratar de sustituir una carta por otra en un castillo de naipes.

El "Vietnam soviético"

La sucesión fue inicialmente algo confusa. Primero ascendió el flamante Yuri Andropov, jefe de la KGB, la temida policía política que se había vuelto menos brutal pero más eficaz en los últimos tiempos. Andropov tenía ánimos reformistas, pero un cóctel inoportuno de diabetes, enfermedades renales y aflicción cardiaca se encargó de hacerle pasar a mejor vida para febrero de 1984. Le siguió Konstantin Chernenko, otro septuagenario, compañero de borracheras de Brezhnev y probablemente su sucesor predilecto, pero nuevamente su mala salud -Chernenko se pasaba casi tanto tiempo en el hospital como Andropov- le hizo pasar del trono al féretro en el espacio de un año y un mes. Sonó así la hora de Mikhail Gorbachev.

Gorbachev era el antiguo protegido de Andropov y ya había sustituido a Chernenko en sus frecuentes ausencias hospitalarias. Marcado por una característica mancha de nacimiento rojiza en la calva, era un hombre resuelto y vigoroso. Ante las masas era abierto y directo, pero inescrutable en lo personal.

Una de sus primeras decisiones fue la de cancelar una aventura militar desastrosa; tan desastrosa, de hecho, que había pasado a conocerse como el "Vietnam soviético."

En el año 79, el Ejército Rojo había invadido Afganistán y asesinado a su presidente; este, a pesar de ser comunista como la URSS, era un desequilibrado cuyas masacres, para horror del Kremlin, habían desatado una rebelión tribal que hacía peligrar aquel gobierno tan afín a Moscú. Pronto, los soviéticos se vieron enfangados en una larga guerra civil que no sólo le costó la vida a miles de los suyos sino que destruyó de un plumazo sus simpatías internacionales: prueba de ello es que no sólo EEUU y Reino Unido ayudaron a las guerrillas afganas (estos por motivos obvios) sino también países como Arabia Saudí o la propia China comunista, temerosos todos ellos de que la URSS estuviera decidida a expandirse a su costa.

El Ejército Rojo había perdido su fulgor glorioso del pasado: ahora, se revelaba como una estructura débil y corrupta, donde los sufridos reclutas aguantaban palizas grupales y se suicidaban en masa

Con los soldados soviéticos siendo degollados en medio de la noche afgana y sus convoys volando por los aires en medio de continuas emboscadas, Gorbachev quiso frenar aquella sangría de vidas, prestigio y dinero. El 15 de febrero de 1989, los últimos blindados cruzaron el Puente de Hairatán de vuelta a la URSS con las orejas gachas. El Ejército Rojo había perdido su fulgor glorioso del pasado: ahora, se revelaba como una estructura débil y corrupta, donde los sufridos reclutas aguantaban palizas grupales y se suicidaban en números que rompían toda estadística.

Gorbachev quiso seguir recortando gastos militares. Su siguiente movimiento consistió en pisar el freno sobre la carrera de armas nucleares que mantenía con EEUU. El presidente americano, Ronald Reagan, era un fervoroso cruzado antisoviético y no estaba dispuesto a fiarse de Moscú, pero pronto se rindió ante el estilo cálido y persistente de Gorbachev, que logró así romper el espejismo que había alimentado cuarenta años de Guerra Fría: la desconfianza mutua. Por primera vez, las cartas se ponían boca arriba sobre la mesa.

La "Ley del teléfono"

El objetivo principal del prémier soviético, sin embargo, era el de reformar la osteoporósica economía de la URSS. La tarea era titánica. A pesar de que el país destacaba en Ingeniería (y quizás Educación), la todopoderosa oficina de producción central, la Gosplan, mezclaba el derroche con la chapuza pura y dura. No era capaz, siquiera, de calcular correctamente las cifras de la economía; lo que impedía, por cierto, que los analistas de la CIA pudieran conocer su debilidad. En la URSS faltaban bienes de consumo -era más difícil encontrar unas buenas zapatillas que un misil nuclear decente- y, aunque era cierto que el paro era del 0% (un logro indudable), la calidad del trabajo era ínfima. Un conocido historiador recordaría como el vagón-restaurante del tren en que viajaba en 1974 se quedaba sin servicio precisamente a la hora de la comida porque el encargado declaraba que era su hora de comer.

Irónicamente, un país como la URSS que contenía inmensas áreas agrícolas -célebres, todo sea dicho, por lo mal gestionadas que estaban-, se veía obligado a importar grano de Occidente. También importaba su tecnología; esto, si no lograba espiar y clonar los planos para luego producirla, eso sí, de manera notablemente chapucera: hasta tres ministerios distintos podían sacar copias de un mismo tipo de ordenador; y estas no eran compatibles entre sí.

A su vez, el alcoholismo se había convertido en una de las principales causas de muerte -por no hablar de los accidentes ferroviarios- o de que el sistema sanitario era sencillamente desastroso. Uno podía tener que pagar un soborno para conseguir anestesia, o enfrentarse a la posibilidad de que el cirujano de turno le operara borracho. Esto preocupaba más bien poco a la élite del Partido Comunista, dado que contaba con su propio (y muy superior) servicio médico, del mismo modo que solía poder escaquearse del sistema judicial gracias a un oportuno telefonazo: lo que se conocía, jocosamente, como la "Ley del teléfono."

Tres minutos en Chernobyl

La obsesión desarrollista de la Unión Soviética, por otro lado, estaba propiciando un desastre ecológico continuado de proporciones épicas. El Mar de Aral se estaba convirtiendo en una gigantesca costra salada y en ciudades metalúrgicas como Magnitogorsk, el aire estaba tan contaminado que los coches encendían los faros por el día, y se suministraba oxígeno diariamente a niños y ancianos. Lo que ocurrió en Chernobyl sólo pudo empeorar el panorama.

En abril de 1986, una explosión accidental convirtió el reactor número 4 de la central Vladimir Ilich Lenin, conocida como Chernobyl, en un boquete humeante del que emanaba una radiación equivalente a 400 bombas de Hiroshima. Esta abrasó en tiempo récord a los desdichados bomberos que, obedeciendo una cadena de mando inútil y asustadiza, acudieron a tratar de apagar aquella bomba de relojería. A fin de reclutar voluntarios, se le ofreció a los soldados cambiar dos años de servicio en Afganistán por tres minutos limpiando el techo de la planta de material radioactivo; una actividad igualmente arriesgada.

Nada pudo evitar, aun así, que una inmensa nube radioactiva se extendiera por gran parte de Europa Oriental, cubriéndola con un manto de cáncer silencioso que costaría miles de vidas en el futuro.

Gorbachev quería darle un vuelco al sistema de gobierno al completo sustituyendo cargos políticos a gran velocidad y nombrando, entre otros, a un liberal de físico robusto y rasgos osunos llamado Boris Yeltsin

A esas alturas, y decidido a acometer una reforma radical del sistema económico que limpiara el óxido de las junturas, Gorbachev lanzó la Perestroika, la "reestructuración", que buscaba combinar economía socialista con economía de mercado. Para lograrlo, no obstante, tenía que deshacerse de la vieja guardia; o en otras palabras, doblegar al Partido antes de que el Partido le doblegara a él. Gorbachev quería darle un vuelco al sistema de gobierno al completo. Sustituyendo cargos políticos a gran velocidad -y nombrando, entre otros, a un liberal de físico robusto y rasgos osunos llamado Boris Yeltsin-, maniobró entonces para implementar algo nunca antes visto en la URSS: el Glasnost.

El Glasnost, palabra rusa para "transparencia", significaba nada menos que desarmar el Leviatán soviético, el armazón represivo de la dictadura. Gracias a esto, periodistas, disidentes e historiadores podrían hacer su trabajo a partir de entonces sin que la KGB llamara a su puerta a las tres de la madrugada. Se habló, incluso, de permitir elecciones libres, aunque el Partido no tardó en enfriar las expectativas. Gorbachev, por su parte, pronto tuvo ocasión de conocer los riesgos que entrañaba la libre expresión. Con una Perestroika que no lograba arrancar del todo y una economía que se desplomaba rápidamente, fue abucheado de forma particularmente dolorosa en la clásica conmemoración soviética del 1 de Mayo, en 1990. Frente a él, una de las pancartas se burlaba del eterno lema comunista proclamando: "Trabajadores del mundo: ¡lo sentimos!"

Los "satélites" se salen de su órbita

Tras la Segunda Guerra Mundial y la sangrienta ocupación nazi, el dictador soviético Stalin se había obsesionado con la idea de una nueva invasión por parte de Occidente. De este modo, había decidido hacerse -por las buenas o por las malas- con los países de Europa Oriental, formando el llamado "cordón sanitario" que protegía el flanco de la URSS, y convirtiéndolos automáticamente en durísimas dictaduras comunistas. Cuarenta años después, sin embargo, Gorbachev ya no consideraba necesario mantener por la fuerza esta especie de cinturón colonial defensivo, y así se lo hizo saber al mundo. Las consecuencias no pudieron ser más inmediatas.

El satélite polaco tenía todas las papeletas para ser el primero en salirse de órbita. Allí había florecido un poderosísimo sindicato no-oficial llamado "Solidaridad" que llenó los muelles de Gdansk de obreros vociferantes antes de que la cúpula militar polaca declarara la ley marcial en 1981 y los arrojara a todos en la cárcel. Ahora, viendo que Gorbachev les dejaba desamparados, los gobernantes polacos sacaron a los magullados sindicalistas de la cárcel y pactaron con ellos unas elecciones para junio, siempre y cuando se garantizara un 65% de los escaños parlamentarios para los comunistas. De poco les sirvió. El subsiguiente batacazo electoral aceleró su final político, y Polonia se liberó así de la tutela eterna de la URSS.

Después de abrirse las fronteras de Hungría, el gobierno de Alemania Oriental se rindiera a la evidencia y el Muro -junto con el propio régimen- se viniera abajo en medio de una lluvia de fuegos artificiales

Hungría fue la siguiente en caer, para el otoño. Y esto, a su vez, detonó algo que sería símbolo del fin de una época. La llamada "Alemania Oriental" era un lugar gris y opresivo, recorrido por los sabuesos humanos de la Stasi (Stasi por Staat Sicherheit, "seguridad del Estado"), dedicados a encarcelar disidentes y acosar al incipiente movimiento punk. La frontera con su gemela capitalista, Alemania Occidental, estaba recorrida por un célebre muro saturado de minas, focos y guardas de gatillo fácil: entre cien y doscientos berlineses orientales perdieron la vida tratando de sortear aquella barrera de hormigón. No es de extrañar, por tanto, que después de abrirse las fronteras de Hungría, el gobierno de Alemania Oriental se rindiera a la evidencia y el Muro -junto con el propio régimen- se viniera abajo en medio de una lluvia de fuegos artificiales que iluminaba a la muchedumbre que acudía a demolerlo. Las dos Alemanias no tardarían en reunificarse.

Algo parecido fue ocurriendo en el resto de satélites durante ese mismo año, como si se tratara de una ristra de fichas de dominó. El patrón era siempre el mismo: manifestaciones masivas, reformas económicas, apertura política (y apertura, también, de esa maraña de alambre de espino y torres de control en que se habían convertido las fronteras), y luego elecciones libres que ganaba la oposición, lo que llevaba a que el país se divorciara de Moscú.

Hubo un caso, sin embargo, en el que la emancipación nacional se tiznó de pólvora. Rumanía, que era un satélite algo díscolo, estaba gobernada con mano de hierro por Nicolae Ceaucescu, hombre de rizos canos y nariz afilada cuyo culto a la personalidad le había hecho ganarse el mote de "Mao-cescu" entre algunos rumanos deslenguados; siempre en privado, dado que nadie quería excitar las iras de la Securitate, una policía política que era singularmente brutal en comparación con la de otros satélites comunistas.

Ceaucescu había asfixiado la economía para pagar la inmensa deuda externa con Occidente (préstamos que había malgastado en parte erigiendo obras faraónicas para conmemorar su reinado). Con el país sufriendo desabastecimientos generalizados, su posición acabó por volverse insostenible para diciembre del 89. Al contrario que en los países vecinos, Ceaucescu hizo que sus generales, bajo amenaza de muerte, reprimieran a tiro limpio las protestas. El dictador se dirigió a su pueblo desde un balcón monumental en Bucarest, pero parte de la muchedumbre que le escuchaba, supuestamente afín, comenzó a silbar y no tardaron en estallar nuevos disturbios. El gesto anonadado de Ceaucescu, exigiendo silencio, marcaría el inicio del fin.

Fueron ametrallados con saña por fuego de Kalashnikov, y se desplomaron como marionetas rotas. La radio anunció, solemne: "El Anticristo ha sido ejecutado en el Día de Navidad."

El momento crucial llegó cuando el dubitativo Ministro de Defensa fue acusado de traidor y (aparentemente) decidió pegarse un tiro. Eso hizo que el ejército se pasara de bando. La pareja presidencial huyó en helicóptero, pero no duró mucho. Arrestados ambos y juzgados sumariamente por "genocidio", fueron arrastrados frente al paredón mientras Ceaucescu cantaba La Internacional y su mujer escupía insultos contra los guardias. Fueron ametrallados con saña por fuego de Kalashnikov, y se desplomaron como marionetas rotas. La radio anunció, solemne: "El Anticristo ha sido ejecutado en el Día de Navidad."

Mientras tanto, soldados, civiles y operativos de la Securitate se tiroteban caóticamente entre sí. Murieron más de un millar de personas antes de que los rebeldes declararan su triunfo. Rumanía se diferenció también del resto de satélites en lo que ocurrió a continuación: varios de los antiguos políticos del régimen se reciclaron como demócratas, y los oscuros gerifaltes de la Securitate quedaron indemnes, amasando verdaderas fortunas en la nueva Rumanía capitalista.

La Unión Soviética deja de estar unida

Gorbachev había subestimado el impacto que la rebelión de los satélites iba a tener en las propias repúblicas de la URSS. El glasnost empeoraba las cosas en este aspecto, dado que permitía las protestas de los nacionalistas locales, descontentos después de décadas de someterse al dictado de Rusia; sobre todo cuando este venía acompañado de una nube radioactiva fuera de control.

Las repúblicas soviéticas rodeaban al gigante ruso -que era la república soviética principal- como pequeños agregados de países taponando sus puntos de acceso en el Báltico, los Balcanes, el Cáucaso y Asia Central. En muchas de ellas, las calles y las plazas empezaron a vibrar con descontento, recordando las pasadas penurias a manos del Kremlin. Las protestas aparecieron incluso en la propia república rusa, donde no existía siquiera la autonomía que podían tener otras repúblicas soviéticas: al fin y al cabo, Moscú era el órgano rector de la URSS, no una capital cualquiera. Uno de los que defendían la autonomía rusa, paradójicamente, era el reformista Boris Yeltsin, el antiguo protegido de Gorbachev.

Y en 1987, Yeltsin iba a lanzar dos órdagos a los que nadie se había atrevido hasta entonces. Primero, hizo lo impensable. Pidió dimitir del Politburó, el aparato supremo del Poder soviético. Lo hizo en protesta por la lentitud de las reformas, lo que le llevó a dar su segundo paso: se enfrentó abiertamente con Gorbachev. Fue premiado con una riada de críticas y ataques -provocándole un episodio depresivo en que se acuchilló a sí mismo con unas tijeras- y luego con una expulsión fulminante del aparato de gobierno.

Pero las veleidades de las repúblicas no iban a detenerse tan fácilmente. Los Países Bálticos exigían abiertamente la independencia y en el Cáucaso Sur, de mentalidad más agreste, azeríes y armenios empezaron a matarse entre ellos por los territorios montañosos de frontera. El Ejército Rojo se desplegó por las frías avenidas de Bakú, y los manifestantes fueron ametrallados en un verdadero baño de sangre. Gorbachev estaba perdiendo el control de los acontecimientos.

El debilitado líder supo, no obstante, sacarse un último as de la manga: en marzo de 1991, organizó un referéndum acerca de la pervivencia de la Unión Soviética si esta era renovada y descentralizada. La jugada salió bien y Gorbachev ganó aquel round. Pero no fue el único. Dado que cada distrito podía añadir sus propias preguntas al referéndum, Yeltsin -que había sobrevivido políticamente y cuya defenestración le había hecho cada vez más atractivo a ojos de los reformistas ante los bandazos de Gorbachev- logró aprobar elecciones a la presidencia rusa; elecciones que pronto ganó por goleada. Leningrado, por su parte, dejó caer el prefijo inspirado en el sacrosanto fundador de la URSS y volvió a su antiguo nombre: San Petersburgo.

La "Banda de los Ocho" toma las armas

La descentralización inminente hizo fruncir el ceño a varios altos cargos del Gobierno, conocidos como la "Banda de los Ocho." Dos días antes de la firma del tratado, varios de ellos visitaron a Gorbachev en su dacha vacacional de Crimea. El líder comprobó como el teléfono no funcionaba. Aquello era un Golpe de Estado. Los conjurados anunciaron que "un peligro mortal se cierne sobre nuestra gran Patria", suprimieron las libertades y llenaron de tanques las calles de Moscú. Pronto, sin embargo, vieron como las tropas se mostraban reticentes a obedecer: la mayoría del Ejército Rojo apoyaba el glasnost, y los moscovitas se encaraban con ellas, animándolas a desertar. Finalmente, Yeltsin se subió a un tanque, estrechó la mano a su tripulación y tronó contra los golpistas. La conjura no tardó ni cuatro días en venirse abajo, y varios de sus líderes se ahorcaron o se volaron la tapa de los sesos antes que ser procesados.

En cuanto a Gorbachev, se había quedado sin combustible. Su reforma económica no había salido adelante, no había logrado ayuda económica de Occidente (el presidente americano Bush le respetaba, pero tenía problemas con el déficit en su propio país) y, para colmo, había sido rescatado de los golpistas por el propio Boris Yeltsin. Sólo le quedaba ver como las repúblicas soviéticas descontentas declaraban sin tapujos la independencia, capitaneadas ya por Yeltsin, que telefoneó al presidente americano Bush antes que al propio Gorbachev para notificarle nada menos que el fin de la URSS. "Me temo que todo ha acabado para Gorbachev", le dijo Bush a su asesor tras colgar el teléfono.

Era cierto. Yeltsin era el nuevo interlocutor de los gobiernos occidentales, que hasta entonces le habían tratado con notable desdén. Mientras tanto, en las remotas repúblicas soviéticas del Asia Central se vivió una tranquila metamorfosis: estas liberalizaron su economía pero siguieron siendo dictaduras. Algunas ni siquiera cambiaron de líder, como Turkmenistán, que se cuidó, eso sí, de cambiarle el nombre al "Partido Comunista de Turkmenistán" por "Partido Democrático de Turkmenistán."

Yeltsin aún recordaba los momentos de dolor y humillación que le infligiera Gorbachev en su día, y le pagó con la misma moneda: un día después del Golpe, corto el discurso televisado del líder soviético subiendo al estrado e interrumpiéndole con rudeza y osadía. Todos pudieron verlo: Gorbachev, en su día poderoso y adorado por el pueblo, era ahora anémico e impopular. El día de Navidad, anunció su dimisión y, con ella, la muerte de la URSS. Aquella noche, el himno sonó por última vez y la bandera roja fue arriada en el Kremlin, sustituida por la tricolor rusa.

Lo que vino después fue a un tiempo caótico y controlado. El futuro de los silos nucleares en Ucrania y Bielorrusia causó mucha preocupación internacional, pero Moscú pactó su desmantelamiento y reabsorción

La disolución se hizo oficial en la Nochevieja de 1991. Lo que vino después fue a un tiempo caótico y controlado. El futuro de los silos nucleares en Ucrania y Bielorrusia causó mucha preocupación internacional, pero Moscú pactó su desmantelamiento y reabsorción. Por lo demás, Yeltsin se lanzó a una liberalización ingenua y desatada que derivó en el enriquecimiento masivo de ciertos oligarcas que mantenían el mercado secuestrado, al tiempo que -ya libre de los rigores de una dictadura- la célebre y brutal mafia rusa echaba a andar con fuerza. Mientras tanto, varias de las antiguas repúblicas de la Unión se lanzarían alegremente a la guerra civil.

La KGB, por su parte, fue abolida por Yeltsin; pero los siloviki, los antiguos operativos de Inteligencia, siguieron maniobrando entre bambalinas y volverían al poder en menos de una década, de la mano de un tal Vladimir Putin.

La caída de la URSS fue un suceso de tal magnitud que no pocos políticos y comentaristas trataron de buscar explicaciones convenientes al mismo. Los neoconservadores apuntaron a la presión militar de Reagan. Los católicos, al Papa polaco Juan Pablo II, aliado del sindicato Solidaridad. Los ecologistas señalaron a Chernobyl; cosa, por cierto, en la que Gorbachev les daría la razón. Ninguno de ellos acertó. Con la URSS había ocurrido como con una inmensa presa, llena hasta rebosar, a la que se le quitase un solo ladrillo: primero escapa un chorrito de agua, luego otro, y otro, hasta que finalmente la presión acaba haciendo estallar la estructura entera. Cuando Gorbachev introdujo el glasnost, facilitó la huida de los satélites y esta, a su vez, la de las repúblicas soviéticas en sí. De este modo, la URSS colapsó sobre sí misma como un rascacielos que se derrumba. Es prácticamente una regla histórica que cuando una dictadura comienza a relajar sus correajes, haga lo que haga, no tarda en perder el control de la situación y venirse abajo.

Todo aquello, sin embargo, era difícil de imaginar para aquella tropilla de actores argentinos que, en 1982, encontró sus maletas esperándoles en el hall de un hotel de Moscú.

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