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Opinión

El buen sanchista

Según los criterios que definen al buen sanchista, Rodríguez Ibarra debe ser un ultra peligroso, Ignacio Varela un desagradecido, César Antonio Molina un ingrato y José María Múgica un resentido

El buen sanchista
Pedro Sánchez junto a la estatua de Ramón Rubial.

Les conozco desde hace mucho. Los he visto vibrar en mítines, llorar ante el féretro de un compañero reventado por una bomba de ETA, salir descompuestos de un Comité Federal y con los ojos como platos tras asistir al último congreso del partido. Muchos fueron testigos privilegiados y protagonistas de la Transición y llevan las siglas PSOE cosidas a las entrañas. Crecieron con Felipe González, sobrellevaron con resignación a Rodríguez Zapatero y ahora aguantan como pueden la desfiguración de los que fueron sus principios. Aguantan, pero no todos.

Hay quienes lo han dejado. Los menos. Unos valientes. En serio. Hay que tener valor para desandar tanto de lo andado. Los más, ahí siguen, confusos, pero siguen. Ante la duda, el partido. Últimamente con dolor, pero el partido. Luchando contra la evidencia, negando los rastros que va dejando la metamorfosis hace tiempo iniciada, despreciando las señales que anuncian el asentamiento de un tiempo nuevo, pero no mejor; de un decálogo en el que ya no aparece en lugar destacado aquel fundamento que custodiaba con esmero Ramón Rubial y que defendía la tesis del partido como instrumento al servicio de la sociedad y no como exclusiva herramienta de poder.

La mayoría merece respeto. La mayoría, pero no todos. Como en el fútbol, hay en el viejo PSOE, en el no tan viejo y no digamos ya en el hoy predominante, personajes para los que lo único importante es ganar; o, mejor aún, que no ganen los otros. Da igual cómo se gane; lo esencial es cerrar el paso al enemigo; a la derechona. Si hay que pactar con el diablo, se pacta. Si hay que renegar de los viejos principios, se reniega. Ganar, ganar y ganar, aunque sea de penalti injusto en el último minuto. Al igual que el radical madridista, atlético o culé, este arquetipo de socialista intransigente (ocurre también en todos los demás partidos, no se confundan) disfruta tanto o más con el desastre ajeno que con el éxito propio. Y tiene un rasgo común con los ultras futboleros: no soporta la realidad ni la crítica.

En el renovado decálogo del PSOE ya no ocupa lugar destacado el fundamento que custodiaba con esmero Ramón Rubial y que defendía la tesis del partido como instrumento al servicio de la sociedad

El drama del PSOE actual no es solo que la demolición de los contrapesos internos haya engendrado la figura de un líder omnipotente e infiable; o que periódicamente asistamos al triste espectáculo de un Gobierno al que su debilidad parlamentaria le obliga a bajar la cabeza y hacer cesiones injustificables a sus socios independentistas en lugar de buscar el acuerdo a la alemana. El drama es que no hay nadie en el partido que se atreva a decirlo. El drama es el abandono, la pérdida del espíritu crítico, importante en cualquier formación, esencial en una izquierda que dice haber recuperado sus raíces socialdemócratas.

Si te atreves a cuestionar el traspaso al País Vasco de la selección y nombramiento de los secretarios e interventores de los ayuntamientos, eres un facha. Si afirmas que “los relevos en la policía catalana delatan intención política y voluntad de frenar investigaciones sobre corrupción”, te has pasado a la ultraderecha, hasta que El País dice al día siguiente lo mismo en un editorial y por esta vez te salvas. Si cuestionas la eficiencia con la que se está realizando el reparto de los fondos de la UE, eres un esbirro de Pablo Casado, como si el hecho de que el PP utilice partidariamente, pero también legítimamente, las dudas sobre la adecuada gestión de tales fondos diluya la evidencia de una Administración Pública desbordada que va a tener serios problemas para garantizar la correcta, transparente y eficaz distribución de los dineros europeos.

Qué pereza da esa izquierda acomodaticia que a la primera de cambio te llama facha porque el insulto reduccionista es la única puerta que se ha dejado abierta para justificarse a sí misma

Según las normas de conducta que definen al buen sanchista, el Rodríguez Ibarra que critica al ministro Subirats debe ser un ultra peligroso, Ignacio Varela un desagradecido, César Antonio Molina un ingrato y José María Múgica un resentido, por citar solo a cuatro personas que sabrán perdonarme la alusión. Y qué quieren que les diga: pues que estoy hasta la coronilla de esa izquierda acomodaticia que a la primera de cambio te llama facha porque el insulto reduccionista es la única puerta que se ha dejado abierta para justificarse a sí misma, para esconder su capitulación ante el cesarismo, su falta de autocrítica, su acomodación lanar a un liderazgo caciquil, a los artificios de una propaganda que anula el debate, a un aparato convertido en lo que no quería Rubial, una apisonadora de la discrepancia.

Estoy hasta ahí mismo de la ausencia de valentía, de la incapacidad regenerativa de una organización que no puede seguir fiando su futuro a la propaganda y al control de la información; ni al apoyo de los enemigos del Estado o al fracaso del adversario.

La postdata: ‘Pecado contra la inteligencia’

“Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario. En realidad, y prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, la cosa mínima que yo pretendía sacar adelante, merced a mi artesanía y a través de la anécdota de mis relatos vividos o imaginados, mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia”.

(Del prólogo de “A sangre y fuego”, escrito entre enero y mayo de 1937 en la casa que ocupó Chaves Nogales tras la guerra civil en Montrouge, distrito de la periferia de París.)

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