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Opinión

De Hooligans y hobbits

Cuanto mayor sea el número de ciudadanos incompetentes, mayor será el riesgo de que se adopten políticas equivocadas en perjuicio de todos

Elecciones generales 2019

¿Requiere un régimen democrático que los ciudadanos estén bien informados acerca de los asuntos públicos? La respuesta se antoja tan obvia que la pregunta suena retórica. ¡A ver quién dice lo contrario! Sin embargo, esa es la pregunta que se hace el filósofo Michael Hannon en un trabajo que acaba de ser publicado en una prestigiosa revista académica: ¿son los votantes informados mejores votantes? Desde Sócrates, es bien conocida la afición de los filósofos por poner en cuestión los tópicos y opiniones biempensantes; de la que no pocas veces salen escaldados, pues los filósofos son más fáciles de desacreditar que ciertos tópicos comúnmente aceptados. Con todo, ese escrutinio no viene mal de vez en cuando y, en este caso, los argumentos de Hannon merecen alguna atención.

Por citar a un clásico, recordemos que en sus Consideraciones sobre el gobierno representativo Mill señalaba que los defectos de la inteligencia y la ignorancia eran obstáculos mayores para el desarrollo del buen gobierno. Lo que no es menos cierto allí donde los ciudadanos eligen a quienes les gobiernan, pues un electorado ignorante difícilmente podrá discriminar los buenos de los malos candidatos o evaluar correctamente las distintas alternativas. Como explica en algún pasaje: ‘Si quienes ocupan los puestos de gobierno, o quienes los eligen, o aquellos ante los que tienen que rendir cuentas, o los espectadores cuya opinión debería influir en todos ellos y ponerles freno, son meras masas de ignorancia, estupidez y prejuicios, todo el funcionamiento del gobierno irá mal; por el contrario, en la medida en que los hombres se eleven por encima de ese estándar, también el gobierno mejorará en calidad’. De ahí que el énfasis de Mill en que exista una opinión pública ilustrada como atmósfera imprescindible para que prospere el buen gobierno. Es un argumento que hemos visto repetido de múltiples formas después. 

Quienes defienden la solución epistocrática, es decir, que el gobierno quede en manos de los que saben, aunque para ello haya que restringir el derecho al sufragio

Los adversarios de la democracia también han reconocido esta importancia del conocimiento político, sólo que lo usan para atacarla. Sus críticos señalan como defecto principal de la democracia que distribuye el poder (o el voto) de forma igualitaria entre todos, sin distinguir entre los que saben y los que no saben. Sin embargo, cuanto mayor sea el número de ciudadanos incompetentes, mayor será el riesgo de que se adopten políticas equivocadas en perjuicio de todos. Ante el temor de que una mayoría desinformada imponga decisiones socialmente dañinas, no faltan, de Platón a nuestros días, quienes defienden la solución epistocrática, es decir, que el gobierno quede en manos de los que saben, aunque para ello haya que restringir el derecho al sufragio, distribuyendo el voto según criterios de competencia y educación. 

No es cuestión de entrar ahora en los controvertidos planteamientos epistocráticos, que han resurgido con fuerza en los últimos años. De lo que se trata es de señalar que tanto los defensores de la democracia como sus detractores epistócratas coinciden en la necesidad de contar con ciudadanos competentes, que sepan de los asuntos públicos, al menos como un ideal. De ahí que resulte sorprendente la pregunta de Hannon acerca de si es mejor para la democracia que haya votantes informados. Si atendemos a ciertos hechos, de los que tenemos fehaciente constancia por la ciencias sociales, quizá veamos las cosas de otra forma. 

Pensemos primero en los incentivos que tiene un ciudadano normal a la hora de informarse. Los asuntos que están en la agenda política son muchos y variados (la situación en Ucrania, las macrogranjas, la financiación autonómica, la reforma laboral, el mercado eléctrico, el Plan de Recuperación, la inmersión lingüística, por citar sólo unos pocos) por lo que llegar a conocerlos con cierta solvencia requiere tiempo y dedicación, más del que empleamos en mirar Twitter u hojear el periódico. El seguimiento de los asuntos supone cierta constancia, así como atención a intrincados detalles técnicos en muchos casos; como la información disponible es más abundante que nunca, hay que saber cribarla, ponderando las opiniones contradictorias de unos y otros, para formarnos una opinión fundada. 

La probabilidad de que nuestro ciudadano bien informado llegue marcar la diferencia con su voto en un resultado electoral es infinitesimal, prácticamente despreciable

Ahora bien, si con su opinión o con su voto el ciudadano bien informado favorece mejores políticas, éstas pueden considerarse como un bien público, pues benefician a todos, tanto a los que se informan como a los que no; eso sí, el coste de informarse recae por completo sobre el ciudadano concienzudo, que se beneficia como uno más. Añadamos a eso que la probabilidad de que nuestro ciudadano bien informado llegue marcar la diferencia con su voto en un resultado electoral es infinitesimal, prácticamente despreciable. A la vista de los costes y el improbable beneficio, al ciudadano normal no le trae cuenta y se contentará con una información superficial en el mejor de los casos. Es lo que se conoce como ‘ignorancia racional’.

Hay excepciones, claro. Dejando aparte a quienes tienen un interés profesional en saber de los asuntos públicos, como periodistas, políticos o expertos, los ciudadanos que más información política consumen son aquellos más implicados políticamente, los más partidistas o adeptos a una causa o partido. Basta darse una vuelta por Twitter para comprobarlo. No tiene nada de extraño, pues les sucede como a los hinchas deportivos, que siguen con pasión las vicisitudes de su equipo y todo lo que rodea a su deporte favorito. 

No es casualidad que en la literatura especializada se recurra al símil del hincha deportivo, pues muchos ciudadanos se comportan como tales cuando siguen los acontecimientos políticos, siempre fieles a sus colores y animando a su equipo, haga lo que haga. Ello es perfectamente coherente con lo que sabemos de las afiliaciones partidistas, pues éstas dependen menos de las convicciones ideológicas que del sentido de pertenencia y lealtad al grupo. No es que el ciudadano se forme unas opiniones políticas y busque el equipo que mejor se ajusta a ellas, sino que la cosa funciona al revés. De ahí que resulte tan difícil cambiar las opiniones políticas de la gente, puesto que no responden a la verdad, sino a lazos de afecto e identidad.

Ahí radica el problema que señala Hannon, pues los ciudadanos más dispuestos a informarse políticamente serán parecidos a hooligans y razonarán como estos, filtrando la información de acuerdo con su sesgo partidista. De esa forma tenderán a buscar y aceptar todo cuanto sea favorable a su punto de vista, evitando o rechazando la evidencia contraria. Por ejemplo, seguirán la actualidad informándose por medios afines o discutirán de política preferentemente con quienes piensan como ellos. Todo lo cual tiene poco sentido si uno quiere averiguar la verdad, pero el hincha político no está en eso. De hecho, la información que recoge selectivamente le sirve habitualmente como un arma para defenderse de las razones del adversario o atacar sus puntos de vista. Hannon habla en este sentido de ‘weaponized knowledge hypothesis’, de acuerdo con la cual más conocimientos no contrarrestan el sesgo partidista; al contrario, la persona educada puede emplearlos más eficazmente para proteger sus opiniones y rechazar las razones en contra. 

La inmensa mayoría somos hobbits o hooligans, o mezclas variables de uno y otro, porque los de Vulcano prácticamente no existen

Este mismo problema lo ha planteado Jason Brennan utilizando una colorida clasificación, según la cual los ciudadanos nos aproximamos a uno de estos tres tipos ideales: hobbits, hooligans y vulcanos. Los hobbits se interesan poco por la política y no suelen tener opiniones o preferencias intensas al respecto. De los segundos ya hemos hablado. Por contraste, los vulcanos representarían el tipo racional, interesado por los asuntos públicos, pero capaz de evaluarlos de manera imparcial y desapasionada, atendiendo a la evidencia disponible. En realidad, lo que dice Brennan es que la inmensa mayoría somos hobbits o hooligans, o mezclas variables de uno y otro, porque los de Vulcano prácticamente no existen. Y lo que es peor, la mayor parte de los hobbits serían en todo caso hooligans potenciales.

El panorama no parece alentador si tenemos que elegir entre la ignorancia racional del hobbit y el celo sectario del hincha. Pero la pregunta de Hannon viene a recordarnos que la relación entre competencia cívica e información es más complicada de lo que solemos suponer. Y alienta un sano escepticismo con respecto a la esperanza de convertir a los hobbits en vulcanos, ofreciéndoles más información o pretendiendo que se interesen por la política; al contrario de lo que creen muchos defensores de la democracia participativa, es mucho más probable que se transformen en hooligans y la ganancia no es evidente. Tampoco los epistócratas salen bien parados, pero esa es otra historia.

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