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Opinión

Blanco, como el olvido

Una imagen de la entrada principal del campo de concentración Auschwitz.

Al final de la calle César González-Ruano, en Madrid, en el modesto barrio de la Concepción, hay una cervecería. En ella –la única–, ningún parroquiano me supo decir quién fue la persona que da el nombre a la calle. El barman respondió: “algún gobernador. Yo qué sé”.

Hace cinco años que uno de los premios periodísticos más prestigiosos (con 30.000 euros para el ganador) dejó de estar asociado al eterno pretendiente a marqués de Cagigal. En enero de 2014 se hizo público –inesperadamente– el anuncio. Exactamente los mismos cinco años desde la publicación de El marqués y la esvástica (Anagrama), investigación en la que Rosa Sala Rose y Plàcid García-Planas hurgaron en el pasado más oscuro y antisemita de Don César. Y sí, el mismo lustro desde que el ex director general de cultura de la Fundación Mapfre declarase que no había relación entre la publicación del libro y el rebautizo del premio.

En aquel momento, Jorge Bustos publicó una reseña del libro antes mencionado en la que se preguntaba: “¿Fue (González-Ruano) un antisemita infame?”. “Menos que Quevedo, pero lo fue”, se respondió. A ello añadió, basándose en García-Planas, que González-Ruano “… solo cambió cuando se dio cuenta de que el odio a los judíos era una forma de odiarse a sí mismo, pues toda su vida temió ser alguien tan irrelevante como lo eran los judíos bajo los nazis”. Y cerró lamentándose de que, tras esa publicación, lo “beato y tiránico de la corrección política”, pudiesen condenar al ostracismo su obra invaluable.

Y parece que así fue (o así ha sido). Desde entonces, el nombre del autor de Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias quedó manchado. Y una leyenda negra, digna de un guión para un filme sobre el Holocausto, lo vinculó al expolio –y a cosas mucho peores– de judíos que intentaban huir de la Europa nazi vía Andorra.

Hace poco más de un año y medio se inauguró en Madrid la exposición Auschwitz: no hace mucho, no muy lejos. Convirtiéndose así la capital española en el primer destino, fuera de Polonia, en recibir la muestra

Sigamos. Antisemitismo y España. Al respecto, Rodrigo Terrasa publicó el mes pasado un impecable texto en El Mundo. En él nunca menciona a César González-Ruano, pero su trabajo, además de hacer un minucioso repaso de varios –y muy lamentables– episodios de judeofobia local, reveló dos datos imprescindibles: “… en España hay más antisemitismo que semitas”. Ergo, hay un superávit de odio, pues la comunidad judía, según sus palabras, tan sólo representa el 0,1% de la población española. Y, last but not least, que el 66% de los españoles no cree que negar el Holocausto sea un problema (frente al 38% de media en la Unión Europea). Tela. Terror.

Y seguimos. Hace poco más de un año y medio se inauguró en Madrid la exposición Auschwitz: no hace mucho, no muy lejos. Convirtiéndose así la capital española en el primer destino, fuera de Polonia, en recibir la muestra.

Entonces le pregunté a Luis Ferreiro (director en Madrid), “¿cuál es la esencia de Auschwitz?”, y me respondió con una anécdota. Me contó que durante una visita primaveral a ese campo de exterminio, e icono nazi de la sevicia, el director del –hoy– museo en Polonia le mostró un manto blanco que crecía en el césped al lado de lo que habían sido los hornos crematorios. Ferreiro pensó que era algún tipo de vegetación estacional, pero no. Se trataba de dientes y restos óseos de quienes habían sido cremados y enterrados en fosas cuando los nazis ya no daban abasto en aquellos hornos. Y ahora “la tierra los devolvía como un ‘grito mudo’, advirtiendo de lo que el hombre es capaz de hacer”. Así cerró. Y de aquello resultó un texto que titulé El silencio de un diente que quiso ser flor. Sí, un silencio blanco vestido de soledad.

En aquellos días me pregunté, ¿por qué habrá sido Madrid el primer destino de esa exposición y no, por ejemplo, Nueva York, París, Milán o Berlín?

En aquellos días me pregunté, ¿por qué habrá sido Madrid el primer destino de esa exposición y no, por ejemplo, Nueva York, París, Milán o Berlín?

Hoy, en buena parte, Terrasa, Sala Rose, García-Planas y Bustos me han dado la respuesta.

Ahora, ubiquémonos de nuevo en 2019. En la cervecería donde César González-Ruano fue destinado al olvido –aunque cuatro placas azules en las esquinas de la calle, con su nombre en blanco, sugieran lo contrario–. La atención de los clientes está en el televisor, donde una humorista le dice a un mimo: “¡tienes la cara más blanca que el culo de una monja!”.

- “Perdone, ¿sabe quién fue César González-Ruano?”, le pregunto a uno.

- “¿Quién? Sí, esta es la calle”, respondió.

¿Cuál cree usted, apreciable lector, que sea el color de esa cervecería? Por supuesto: el blanco.

No podía ser otro. Resulta que Don César, en la última página de su Diario Íntimo, quince días antes de morir, escribió: “El terror es blanco. La soledad es blanca”.

Quizá el terreno en el que el terror y la soledad se juntan sea el del olvido.

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