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Opinión

¡Qué bien huele el sol!

Una mañana de sol, en Madrid.

Nos conocimos hace más de diez años, en la redacción del diario El Mundo. Ella completaba sus prácticas en la sección Madrid y yo las mías en Cultura. Desde entonces Elena y yo mantenemos una larga y fecunda amistad. El tiempo ha pasado. Ella cambió las ruedas de prensa por las aulas de un colegio público, pero su risa y sus ganas de contar siguen siendo las mismas.

Una mañana visité el cole donde trabaja. Fui a charlar con sus alumnos sobre literatura. Viéndola impartir clase a una veintena de niños, entendí que no existe una sola forma de comunicar. Y a día de hoy creo que la suya es mucho más importante que la mía. Lo que Elena diga quedará en la memoria de esas criaturas más de lo que las palabras de un periodista aguanten publicadas en un medio.

Elena no sale de casa desde hace más de los 41 días que este diario relata. El cierre de los colegios e institutos la condiciona. Además, forma parte de los grupos de riesgo, a causa de una enfermedad autoinmune de la que ha aprendido a distinguir las cosas que importan de las que no. Ha de ser por eso que, aún confinada, Elena mantiene sus ideas claras, tanto como para que su hijo de dos años entienda que, aunque no pueda verlo, el sol permanece.

Elena se va a la cama muy tarde. Algunas veces le dan las dos de la mañana respondiendo al correo de un padre o un alumno...

Desde que todo esto comenzó, Elena se va a la cama muy tarde. Algunas veces le dan las dos de la mañana respondiendo al correo de un padre o un alumno. Los niños de su clase, casi todos de entre ocho y diez años, pertenecen a familias económicamente desfavorecidas. No tienen tabletas, a veces ni siquiera un teléfono en condiciones. En sus casas no abunda el dinero, tampoco las oportunidades. Zoom no llega a esos hogares.

Apenas ayer Elena consiguió comunicarse con el último alumno del que le quedaba por tener alguna noticia. Tuvo ella que llamar, porque la madre del niño apenas tenía saldo. En su casa, le dijo, no disponen de ordenador con el cual seguir los ejercicios y contenidos que Elena y el resto de profesores preparan a diario en un blog. La mujer estaba desesperada, preguntándose si su hijo perdería el curso.

Elena cree que existe una escuela invisible a los ojos de las autoridades, un lugar remoto y depauperado del que muchos no conocen ni siquiera sus carencias más sangrantes. También piensa, y lo dice muy seria, que hay un manto de olvido sobre los miles de maestros que, como ella, trabajan hasta tarde, intentando contactar a sus alumnos. Me habla de hombres y mujeres que corrigen deberes de los que sólo poseen como constancia una foto hecha a toda prisa con un móvil, y a veces ni eso. Hay muchas cosas que no sabemos, me dice.

En las casa de sus alumnos no hay tabletas, ni siquiera un teléfono en condiciones. No abunda el dinero. Zoom no llega a esos hogares

Se enfada al hablar de estas cosas, pero luego vuelve a su estado natural y luminoso. Esa forma de hablar de quienes pueden certificar que, cuando menos lo esperes, algo puede llevárselo todo por delante. De eso ella sabe, y mucho. Quiero a Elena por su generosidad y su inteligencia, pero la quiero aún más, por momentos como este, cuando me cuenta al otro lado del teléfono el episodio que da título a la entrada número 41 de este diario del confinamiento.

Enseñar es algo que Elena no puede controlar. Lo hace de forma natural e involuntaria, como reír. Me cuenta que hace unos días, en el balcón, su hijo -que aún no cumple tres años- le ha dicho: "¡Mami, qué bien huele el Sol!". A santo de repetirle, tantas veces, que siempre estará ahí, no importa lo que pase, la criatura ha conseguido atribuirle un perfume al acto elemental de alegrarse por estar vivos. Esta mañana, de pie ante la ventana, repaso la lección. Huelo la luz y hasta la oigo.

La cuarentena ya sobrepasa su propia unidad de medida, pero hoy, al menos, ya sé que el sol huele.  

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