Quantcast

España

España llora a Suárez, piloto de la Transición

El expresidente del Gobierno, Adolfo Suárez.

Sólo por ser el primer presidente de la democracia, su nombre ya merecería un hueco de relevancia en la Historia. Fue también el hombre de la Transición, el encargado de pilotar el endiablado tránsito de un régimen dictatorial a una Monarquía parlamentaria. De impulsar una prodigiosa cabriola desde la negra noche del franquismo a una feliz alborada que sería la admiración de Europa.Desmontó desde dentro el régimen férrero y granítico del que había sido pieza muy activa. Promovió la elaboración y la aprobación de una Constitución que consagraba la Monarquía como forma del Estado. Legalizó los partidos políticos y convocó y ganó las primeras elecciones democráticas celebradas en la nueva España. Audacia, valentía, decisión, instinto político. Nunca daba un paso atrás. Suárez fue la quintaesencia del "animal político" que supo manejarse con tremenda habilidad por uno de los periodos más cambiantes, inquietos y peligrosos de nuestra reciente Historia.

Luto oficial, Consejo de Ministros Extraordinario en el Congreso, funerales de Estado, interminables especiales televisivo, homenajes, condecoraciones, elogios, lisonjas... La clase política se desvive en el adiós al hombre que, en tan sólo cuatro años y siete meses de Gobierno, protagonizó, junto al Rey, el cambio del destino de nuestro país. "No me quieran tanto y vótenme más", había dicho Suárez en los duros meses de su declinar político. "No me quieran tanto ahora y haberme cuidado un poco más entonces", podría decir a cuantos, en estas últimas horas, se deshacen en alabanzas a su memoria luego de haberle hostigado y perseguido con saña durante su etapa de Gobierno. La clamorosa ovación escuchada anoche en el Santiago Bernabéu fue el símbolo palpable del cariño y el respeto de una sociedad hacia ese político audaz, valiente y decidido a quien le llovieron puñaladas desde todos los frentes, en especial, desde el propio. Mucho de lo que antaño fue traición, ayer fue descarada hipocresía. Sin olvidar la rabiosa cacería de que fue objeto desde algunos medios informativos nacidos al amparo de la reciente democracia, que se encabalgaron en el "caballo de Pavía" que jaleaba Alfonso Guerra y le escupían, cada día, con ponzoñosas ocurrencias propias de un "tahúr del Missisipi".

Maestro de consensos

Un 'encantador de serpientes', sin apenas lecturas, fumador empedernido, consumidor de tortilla francesa, buen jugador de mus, Suárez logró, en menos de cinco años, transformar de raiz la estructura del Estado mediante apuestas inconcebibles y negociaciones insuperables. Dos de sus principales golpes maestros fue atraer a su idea tanto a Carrillo como a Tarradellas. Dos golpes de efecto imprescindibles para sus planes y sin los cuales, nada habría sido posible.

El Rey lo descubrió luego. Pero el primero de sus valedores fue Fernando Herrero Tejedor, secretario general del Movimiento, quien le colocó al frente del gobierno civil de Segovia, cargo que ocupaba cuando sucedió la catástrofe de los Ángeles de San Rafael, todo un conjunto residencial situado a las puertas de Madrid que se vino a bajo por la codicia de un grupo de promotores y constructores. Un síntoma prematuro de lo que sería la nueva España del ladrillo y el pelotazo urbanístico. Allí se le vio por primera vez en acción. Un político joven, en mangas de camisa, ayudando a remover los escombros del drama. Una imagen kennediana y moderna. Oportunidad e intuición. Franco no vio mal su nombramiento como director general de Televisión, desde donde, con sólo dos canales y en blanco y negro, empezó a promover astutamente la figura de un joven y desconocido Príncipe cuyo futuro estaba en el aire.

Diputado luego en las Cortes de la dictadura por su Ávila natal, Adolfo Suárez ya bromeaba con sus amigos cuando le preguntaban qué quería hacer en política: "Ser presidente del Gobierno", respondía. Para llegar a serlo, el destino, tan determinante en situaciones cruciales de su vida, le echó un capote. Se cruzó en su camino Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes y monárquico convencido con enorme influencia sobre el futuro Rey. Sin Torcuato, posiblemente la Transición no habría sido posible tal y como la conocemos. Fué él quién, fallecido ya Franco, movió astutamente las piezas de la terna que se le ofreció a Don Juan Carlos para designar al presidente del Gobierno que habría de suceder a Arias Navarro.

Suárez era un negociador imbatible, excelente conversador, irresistible en el plano corto, habilísimo en la elaboración de consensos y con una capacidad de convicción sin parangón. Desprovisto de un poso ideológico muy firme, pese a su larga trayectoria en el Movimiento Nacional, donde ascendió a la cúspide de la secretaría general, Suárez fue la figura ideal para diseñar los pilares de la Transición. Cualquier otro representante destacado del régimen franquista no habría sabido maniobrar en terrenos inhóspitos o impensables como él lo hizo.

De la ley a la ley

Fernández Miranda tenía un talento simpar, un profundo conocimiento de los andamiajes del régimen y una formación política inusual en esa España languideciente. Apostó a fondo por dos jóvenes inexpertos, pero decididos a cumplir con un proyecto casi imposible por el que nadie daba un duro ('Juan Carlos el breve', le bautizó Santiago Carrillo) para redondear la pirueta más increíble de cuantas ha conocido nuestro país en el siglo pasado. La demolición del franquismo desde dentro fue su obra maestra. Y el posterior tránsito a una Monarquía democrática de la que el dictador abjuraba resultó su culminación. "De la ley a la ley" fue la fórmula que ideó para evitar terremotos y enterrar cuatro décadas de un plumazo, sin cataclismos ni derramamiento de sangre.

En una baza fundamental para la Transición, Fernández Miranda logró que el Rey asumiera su idea de optar por Suárez, y no por Areilza o Fraga, como primer presidente del Gobierno del postfanquismo. Una elección tan arriesgada como descabellada, al decir de la España oficial de la época. Un falangista jovenzuelo desplazaba a un destacadísimo representante del círculo monárquico y a un franquista de acendrado perfil. Pero esta decisión fue la pieza angular en la que se sustentó el edificio de un nuevo país, de un régimen moderno y democrático al estilo de los países de nuesto entorno.

No sin dificultades, con un Ejército desconfiado, esquivo y a la contra, y un terrorismo desquiciado y cruel, pese a la amnistía que puso en libertad a todos los etarras, incluídos aquellos con delitos de sangre, el tándem Juan Carlos-Suárez comenzó a caminar con paso firme hacia los primeros tramos de la Transición.

El referéndum para la reforma política de 1976 significó el entierro del régimen anterior y la puerta de entrada a una nueva era, preñada de incógnitas y de dificultades. La celebracion de las primeras elecciones generales, el triunfo de UCD, el partido suarista hecho con retales de diversas familias y sin una armazón ideológica consistente, reforzaba la línea emprendida. Y se empezó a gobernar, a recuperar el tiempo perdido, a avanzar hacia la democracia con pasos decididos y valerosos. Pactos de la Moncloa, reforma militar con la ayuda inestimable de su vicepresidente, general Gutiérrez Mellado, Impuesto sobre la Renta, Estatutos preautonómicos de Cataluña, País Vasco,y Galicia. Los viejos cimientos caían y emergían nuevos vigas firmes y consistentes.

Reforma tras reforma, el cambio iba cuajando. La democracia se iba consolidando. El tejado de la nueva estructura llegó con la aprobación de una nueva Carta Magna, aún en vigor, la convocatoria de las elecciones de 1979 y la jura de Suárez ante el Rey como primer presidente del Gobierno elegido en unos comicios libres y al amparo de una Constitución. La legalización del PCE, aquel 'Sábado Santo rojo" de 1977, fue posiblemente una de las jugadas maestras de la normalización institucional. El trabajo emprendido por el Monarca y Suárez había culminado. Fue hermoso mentras duró.

Dimisión y golpe de Estado

Menos de dos años después, en enero de 1981, acogotado por los militares, zarandeado por los zarpazos del terrorismo, traicionado por su propio partido, acuchillado por una oposición socialista implacable y hostigado por una jauría periodística que le consideraba un obstáculo para la victoria del PSOE, Adolfo Suárez tiraba la toalla y dimitía como presidente del Gobierno. El Rey ya le había retirado su confianza tras escuchar los reclamos insistentes e imperativos de los cuarteles que mostrarían su faz más fiera con un intento de golpe de Estado el 23 de febrero de 1981, durante el discurso de investidura de quien sería su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo. Esta chapucera intentona, promovida desde las instancias políticas (incluído el PSOE), círculos económicos, la propia derecha de la UCD y, por supuesto la cúpula de las Fuerzas Armadas, en las que palpitaba lo más acendrado del franquismo, ejerció finalmente como antídoto frente a tentaciones ulteriores. El Rey, la derecha gobernante y el Ejército, tumbaron al presidente que enterró el franquismo y se inventó la Transición.

Un año después, la victoria del PSOE en las elecciones generales cerraba formalmente el capítulo de la Transición. La llegada de la izquierda al Gobierno evidenciaba que España ya era un país democrático y occidental, en el que los derrotados de la guerra civil accedían al poder mediante las urnas.
Adolfo Suárez fue figura determinante e imprescindible para que todo aquello que parecía imposible se hiciera realidad.  "Suárez vivió y actuó como lo que era, porque Suárez era hijo de los vencidos, no de los vencedores", dijo de él Santiago Carrillo. En sus últimos años, antes de perder la lucidez, confesaba a sus próximos que el principal problema de España no era el País Vasco, sino Cataluña. Y quizás avizorando la situación por la que ahora atravesamos, declaró que, en caso de extrema necesidad, la única solución es hacer cumplir la ley. Sin dudas ni titubeos.

Tragedia y drama marcaron la vida del héroe de la Transición. Los suyos le sacaron a empujones del poder, filisteos miopes, cobardes y mediocres que perecieron luego sepultados entre las ruinas de su propio templo. La tragedia se cebó también en su vida familiar y personal. Un mal genético y terrible golpeó mortalmente a su esposa y su hija mayor, dos zarpazos inclementes imposibles de encajar. Finalmente, en el último tramo de su vida, quizás la Providencia se apiadó con generosidad y lo sumió en las tinieblas de la desmemoria. El piloto de la Transición, codo con codo con el Rey, ya sólo vivía para olvidar.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.