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La idiotez y el idiota

Digeridas las borracheras de euforia y las depresiones, los extremos de estado de ánimo inevitables que dejó la trepidante final de la Liga de Campeones y su particular desenlace, vuelto del revés a dos minutos tan sólo del final, la gloria y el drama invertidos en un repentino golpe, hay al menos dos episodios de esa inolvidable noche sobre los que conviene regresar. Igual también un tercero, la mala reacción de Simeone, su bronca arrabalera con Varanne. Pero como el propio protagonista reconoció su incorrección, tampoco hay mucho más que hablar: dejar constancia de lo decepcionante del hecho y a otra cosa. Pero lo de Diego Costa y lo de Cristiano, en cambio, crece para el reproche o al menos el debate con el paso de los minutos y el repaso de las imágenes.

La pregunta de por qué jugó Diego Costa se reproduce una y otra vez en el estómago de los atléticos. Y no hay forma de dar con una respuesta. El asunto deja en mal lugar desde el punto de vista profesional al Atlético, pongamos que a su médico y a su entrenador, y señala al egoísmo del futbolista. Cuesta interpretar que pensó más en el equipo que en sí mismo cuando se animó a saltar al campo sin más argumento que un gel de placenta equina con el que se había frotado en el músculo doliente. Es verdad que con el capricho puso en peligro (y ahí sigue) su presencia en el Mundial de Brasil, su gran sueño, lo que le coloca personalmente como el principal perjudicado de su temeridad. Pero debió contar la verdad, que le dolía (como se ha visto después), que la cosa no iba a salir. El caso huele a vanidad. Peor quedan los responsables de dar el visto bueno a su concurso (a un médico no se le puede escapar un caso así) y de alinearle (error muy grave de Simeone). Más allá de que es muy fácil acusar a toro pasado, ambos salen muy retratados.

Pero de todas las imágenes que dejó el emocionante encuentro las más antipáticas las sigue proporcionando el egoísmo patológico de Cristiano Ronaldo, al que le bastaría verse un rato para comprender por qué la gente no acaba de abrazarse a él. Descubrirle sin festejar el tanto agónico de Sergio Ramos, huir del lugar que reunió espontáneamente a todo el equipo, ya le sitúa en una pésimo posición, reafirma esa antigua sensación de que sólo le produce felicidad lo que firma él mismo. Ya les pasó a Forlán o Casillas y son imágenes que no conceden escapatoria. Sin embargo, su tanto, aunque sólo fuera el intrascendente 4-1 y de penalti, lo festejó de forma desproporcionada y hasta ofensiva (con sus compañeros y con el rival), porque sí era el suyo. Narcisismo repelente. Pero si encima es verdad que todo fue por una película, que en plena final de Liga de Campeones el tipo se acordó de que le estaban filmando para una producción posterior, el caso ya rebosa lo admisible. El título lo ganó el Madrid, de forma épica además, ganándose sudor a sudor la emoción y la admiración de su gente. Pero Cristiano, que no participó demasiado en la conquista, por cierto (se habrían entendido más los excesos, y tampoco, en Sergio Ramos o Di María, los héroes), sólo piensa y se excita consigo mismo. Yo, yo, yo.

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