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Woodstock 99: de la utopía hippie a 'El señor de las moscas' en tres días

El reverso tenebroso de la experiencia festivalera puede disfrutarse en toda su crudeza en el documental 'Woodstock 99: Peace, Love and Rage'

Verano de 1999. Bill Clinton acaba de hacer un quiebro a su impeachment por el escándalo sexual con Monica Lewinsky (“No tuve relaciones sexuales con esa mujer”), la economía norteamericana encadena una década de crecimiento, milagrosamente, sin apenas inflación; la fiebre milenarista cristaliza en el temido efecto 2000 sobre los ordenadores de medio mundo; el terremoto Napster amenaza con arruinar las cuentas de resultados de la industria musical; y la bandera de las barras y estrellas ondea tranquilamente en lo alto de las Torres Gemelas.

En el terreno artístico, la entonces todopoderosa cadena musical MTV mantiene un debate esquizofrénico consigo misma. Por un lado, promociona el pop juvenil e inofensivo de Britney Spears y Christina Aguilera y, por otro, la vena macarra y testosterónica de Korn, Limp Bizkit y Kid Rock, en los albores de la eclosión del nu metal, esa mezcla explosiva entre hip-hop y rock duro. Así las cosas, Michael Lang, antiguo promotor del Woodstock original, y su socio John Scher deciden estirar el chicle de la marca Woodstock una vez mas.

Al fin y al cabo, la edición de 1994 fue como la seda, con un cartel que mezclaba viejas glorias (Joe Cocker y The Band) con grupos como Nine Inch Nails y Cypress Hill. El único problema fue que las vallas se convirtieron en un coladero y al final terminaron perdiendo parte de la inversión. Por eso, esta vez se aseguran de que no vuelva a suceder y eligen como sede de la edición 1999 una antigua base militar en la localidad de Rome, Nueva York. Allí nadie se libra de pagar.

El alcalde demócrata Joseph Griffo les recibe con los brazos abiertos anticipando el maná festivalero y la programación se decanta por el rock más iracundo del momento con Metallica, Korn, Limp Bizkit y Rage Against the Machine como principales reclamos, más una escasa cuota femenina a cargo de Alanis Morrisette, Sheryl Crow y Jewel, y un ejército de músicos electrónicos, capitaneados por Moby y The Chemical Brothers, para galvanizar la fiesta los tres días. Michael Lang y Steve Archer, debieron pensar, “vamos a darle a esta nueva generación su ración de amor, paz y rock and roll. ¿Qué puede salir mal?”

Woodstock deteriorado

Bill Simmons, columnista deportivo, autor de la serie 30 for 30 para la cadena ESPN y fundador de la web de podcasts The Ringer, ha elegido este documental Woodstock 99: Peace, Love and Rage para inaugurar una serie de seis capítulos donde irá analizando distintos aspectos y caracteres del negocio musical. La razón por la que empieza por este evento se explica nada más comenzar: “Lo que bien podría haber sido una comedia sobre los exagerados años noventa terminó por convertirse en una película de terror”.

La tragedia se alimenta de temperaturas por encima de los 40 grados, kilómetros de asfalto entre escenarios y -sobre todo- botellas de agua a cuatro dólares

Lo más interesante de Woodstock 99 es asistir en cámara lenta al progresivo deterioro de las leyes de la civilización para degenerar en una orgía de sangre, violencia y destrucción, o, como dice uno de los asistentes en el documental: “Cómo se puede pasar de ser un universitario educado el primer día al El señor de las moscas el tercero”. Ciertamente, la sombra alargada de la novela clásica de William Golding, en la que un grupo de niños abandonados a su suerte en una isla generan un régimen de terror satánico, planea sobre el metraje y deja en el aire algunas preguntas que el documental se encarga de responder a su manera. ¿De dónde sale toda esa rabia? ¿Cuál es el límite entre un ciudadano y un salvaje? ¿A quién hay que culpar de todo esto?

A su favor, el documental cuenta con la pericia narrativa de la marca HBO, que va poco a poco contextualizando la tragedia: temperaturas por encima de los 40 grados, kilómetros de asfalto entre escenarios, y, sobre todo, botellas de agua a cuatro dólares. La sensación de que bajo el paraguas multicolor de Woodstock se cobija la avaricia más abyecta cunde entre la masa desde el minuto cero. ¿Las instalaciones? Baños saturados en las primeras horas crean pequeñas piscinas de excrementos en los que la gente se revuelca alegremente, fuentes de agua inutilizadas por los propios festivaleros que las usan como duchas, toneladas de plásticos van paulatinamente cubriendo el suelo.

Energía oscura

En la parte negativa está la presencia constante de dos de los personajes más pedantes de la escena musical mundial, que van centrando un discurso que se repite hasta la saciedad. El músico electrónico Moby nos advierte de que hay “una energía masculina oscura, rota y polvorienta” que le hace ponerse en guardia, y Wesley Morris, el crítico del New York Times que, comentando la actuación de Kid Rock, resume la historia de la música americana como “una suplantación de la música negra por parte de los blancos”. Una afirmación tan victimista como inexacta, que, por ejemplo, pasa por alto toda la historia del jazz como un lenguaje compartido entre negros, blancos y latinos.

La gente de mi generación estaba enfadada y no sabía por qué ni contra quien", resume la superventas Jewel

No obstante, hay una parte de la agenda woke que destila el documental que es fácil de comprar. Al fin y al cabo, si más del 80% del público es blanco, veinteañero y mayoritariamente masculino, lógicamente, todo el rosario de violaciones, saqueos y agresividad es achacable a ese grupo poblacional. Ahí está al quite, la periodista Marueen Callahan, de la revista Spin, para pronunciar las palabras claves de “privilegio blanco” y “heteropatriarcado”, conectándolas con la onda política de Donald Trump.

Con los documentales de HBO y Netflix pasa como con ese amigo que te dice tres veces que no te está mintiendo, que insiste tanto que al final te lo acabas planteando. El tono es tan condescendiente que no le basta con dártelo todo masticado sino que te lo repite varias veces por si has ido al baño y te lo has perdido. Sin embargo, hay que reconocer que por momentos consigue escapar de su propio corsé demócrata y esboza repuestas más cercanas a una realidad más compleja e inquietante, y que tiene que ver con la capacidad del capitalismo salvaje para generar individuos nihilistas huérfanos de otro propósito que no sea el de actuar como consumidores, de cosas, emociones o personas.

Es esa insatisfacción permanente la que llena de ataúdes los institutos norteamericanos y de adictos las clínicas de desintoxicación. Lo dice Jewel, “la gente de mi generación estaba enfadada y no sabía por qué ni contra quién” y le contesta un asistente: “Cuando empezamos a quemarlo y a destrozarlo todo sentí que, por fin, como grupo teníamos un objetivo común”.

Limp Bizkit y Dámaso Alonso

Decía Dámaso Alonso que “cada generación tiene unas razones estéticas que las otras generaciones no entienden”, dándole forma al movimiento pendular de todas la modas, en especial las juveniles. Por eso el arduo trabajo que se toma el documental para desprestigiar el papel de Limp Bizkit y, en especial, el de su cantante Fred Durst, que resulta estéril porque, por encima de la cantinela moralista, queda claro que conectaban con la energía del público, cerca de 400.000 espectadores, mejor que nadie. Es evidente que si Woodstock 99 puso la gasolina, Fred Durst era la cerilla. Nada más llegar dice: “Esto es Woodstock 99 y no 69, y que se metan las sandalias por el culo”.

Más tarde, antes de acometer su hit Break stuff, se marca un discurso que básicamente dice que si tienes algún problema, con tu novia, contigo mismo o con quien sea, lo que hay que hacer es agarrar lo primero que veas y romperlo. Ya a mitad de canción la gente había arrancado tablones y se dedicaba a surfear con ellos en la multitud de la abarrotada zona pogo. Al final, el propio Durst acaba subido en una tabla en medio del público cantando una versión de Faith de George Michael. Un empleado del festival se le acerca y le pide al oído que calme a la masa. “Que te jodan a ti también”, dice, haciéndole una peineta al tipo. Woodstock 99 ya tenía su malo oficial, el pirómano rapero blanco desafiante y por mucho que se afirme en el documental que no se le puede culpar por ser quien es, aquel suceso manchó su carrera y nunca más volvería a conectar con el público con tanta intensidad. En cualquier caso, con la torre de sonido viva de milagro, el festival se encaminaba hacia su tercer día.

El diario de Dave Drosia

Especialmente emotivo resulta el diario de Dave Drosia, un chico moreno, tímido y con sobrepeso que fue el único asistente fallecido durante aquel festival. El primer día nos informa de que ha visto “12 ó 13 pares de tetas”, el segundo, ya ha parado de contarlas: “Se han quedado anticuadas”, escribe. También cuenta que hay un grupo de hippies que toca los tambores insistentemente sin ritmo ni concierto. En su última entrada habla de su objetivo principal: ver a Metallica desde la zona pogo y salir en el vídeo de MTV. Allí le dio una hipotermia mortal, los médicos lo achacaron enseguida a las drogas. “Él no era de drogarse, ni siquiera le gustaba beber”, dicen sus amigos.

Irónicamente, fue un grupo de cristianos, quien, con la idea de hacer una vigilia por los muertos recientes de los tiroteos de Columbine con velas encendidas, puso en las manos de los festivaleros más recalcitrantes el material perfecto para empezar un incendio masivo. Uno a uno fueron cayendo presa del fuego todos los escenarios, se formaron grandes fogatas y hubo un saqueo generalizado de puestos de comida y cajeros automáticos. Durante la canción Under the brigde los Red Hot Chilli Peppers tuvieron que parar para que el director del festival anunciara por megáfono que un camión de bomberos estaba en camino.

El alcalde de Rome, Nueva York, se acercó a Anthony Kiedis para pedirle que recondujera al personal. El cantante de los Red Hot sonrió y salió para tocar una versión anfetamínica del clásico Fire de Jimi Hendrix. La suerte estaba echada. Megadeth cerró el festival con la sintomática Peace sells but who´s buying. La guardia nacional apareció para poner orden y el resultado del atestado policial arrojó unas cifras de 44 detenidos y ocho denuncias por violación y abusos sexuales. El eternamente juvenil Michael Lang, artífice del primer Woodstock, afirma, con una media sonrisa, “queríamos hacer algo contemporáneo y esto fue lo más parecido”.

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