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La paradoja de la felicidad: ¿es 'un cuento para idiotas' o algo más?

La felicidad la gana quien la pierde en apariencia: la madre que renuncia a su futuro por el de sus hijos, el empresario exitoso que cambia los pañales a su padre enfermo

Félix de Azúa pronunciando un discurso
Félix de Azúa pronunciando un discurso

Hace unas semanas me topé en las redes sociales con un vídeo en el que Félix de Azúa, venerable filósofo, se refería a la felicidad como un "cuento para idiotas y para curas". Existiendo emociones concretas, casi tangibles, como el gozo, la satisfacción, el placer, ¿para qué diablos detenerse a considerar la felicidad, tan brumosa y etérea? Ni que decir tiene que comprendo la objeción de Azúa: degradado como está el concepto de felicidad, parece hasta juicioso darlo por perdido. Habiéndose identificado con la acumulación de bienes, con una sucesión de experiencias placenteras, incluso, ay, con la ataraxia oriental, entre tantas concepciones erráticas, digo, ¿cómo no concluir, con nuestro filósofo, que más nos vale soslayar eso de la felicidad y ocuparnos de asuntos más importantes?

Y, sin embargo, no. Si Azúa tuviese razón, si a la perversión de un concepto hubiera de seguirle su desuso, ¿cuántas palabras hermosas habríamos dejado de pronunciar? Se me ocurren unas cuantas. ¿Hasta qué círculo del infierno ha descendido el adjetivo "bueno", que incluso un aborto designa ya? ¿Cuántos engendros hemos elevado a la categoría de "belleza"? ¿Qué atropellos, desmanes, abusos hemos considerado "justos"? La solución, en cualquier caso, no es prescindir de esos términos, sino redimirlos; no es arrojarlos al vertedero, sino devolverlos a su origen.

Por otra parte, no podríamos dejar de hablar de la felicidad sin atentar contra nuestra misma naturaleza. Azúa asegura que es un cuento, y yo estoy dispuesto a demostrarle que, para cuentos, su discurso. Pensemos en algo tan obvio, algo que no podemos negar sin zambullirnos a calzón quitado en el cieno de la mentira, como el sufrimiento. Si la felicidad es un cuento, el sufrimiento, ese desgarro íntimo que sentimos cuando la realidad nos defrauda, también lo es. Anhelamos un amor pleno, uno que trascienda los límites del tiempo, pero nuestra mujer acaba de morir de cáncer. Sufrimos. Aspiramos a que nos respeten, a que el prójimo nos estime como nosotros lo estimamos a él, pero somos a nuestro jefe lo que las gallinas al granjero industrial. Sufrimos también. ¿Qué es eso que nuestra alma desea y la realidad, sarcástica, le niega? ¿Por qué no llamarlo felicidad?

La paradoja de la felicidad

El problema de la felicidad, y quizá también la causa del desprecio de Azúa, es que se nos presenta bajo la apariencia de una promesa o de una esperanza. Nuestro anhelo nunca termina de colmarse. La felicidad se nos insinúa en el beso de la mujer a la que amamos, en ese artículo que nos quedó redondo, en ese atardecer que merece ser cantado, sí, pero nuestra amada termina separando sus labios de los nuestros (¡e incluso quizá lo haga para reconvenirnos!), el artículo no suscita más que indiferencia y el atardecer era tan sólo un preámbulo de la oscuridad. Qué fácil nos resulta ahora comparar la felicidad con el humo y a nosotros mismos con las manos que pugnan en vano por asirlo. Qué fácil nos resulta ahora revolvernos y clamar, resentidos, que "¡menudo cuento!".


El segundo problema, éste más insultante para Azúa, es que la cuestión de la felicidad está atravesada por una insondable paradoja: nuestra felicidad siempre será inversamente proporcional al ímpetu con el que la busquemos. Desvelémonos por ella, entreguémonos a su melosa fragancia, y no habremos logrado sino alejarla un poco más. Jesucristo ilumina el misterio: "Porque todo el que quiere salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la buena noticia la salvará" (Marcos 8, 35). Aunque nos resulte inaudito, acumular fortunas, hacer de nuestra vida un tráfago de experiencias placenteras, abstraernos del mundo para alcanzar la ataraxia que predican los maestros orientales, buscar nuestro propio bien, en definitiva, no nos procurará la felicidad; tan sólo allanará nuestro camino hacia el infierno. La felicidad la gana en realidad quien la pierde en apariencia: la madre que renuncia a su futuro para procurarles uno a sus hijos, el empresario exitoso que olvida su prestigio y le cambia los pañales a su padre enfermo, el ignorante que, sin comprender del todo por qué, ama hasta el martirio. ¿Y si la felicidad fuesen unos brazos abiertos en cruz? La simple imagen es obscena…

Quizá podamos decir, con Azúa, que la felicidad tiene mucho de fantasía y de misterio, pero sólo si reconocemos también, ahora contra él, que es una fantasía que necesitamos y un misterio que nos sostiene. Vivimos aferrados a la esperanza de que algún día, acaso tras la muerte, nuestros deseos y la realidad se fundan en un abrazo que no ―éste no― necesite descanso; a la esperanza de que algún día, acaso tras la muerte, las cosas queden iluminadas por una luz que desvele su sentido; a la esperanza de que algún día, acaso tras la muerte, nosotros podamos decir: "¡Qué gran regalo éste de la existencia!". Para quien no tiene esa esperanza, que es esperanza de felicidad y no de "gozo", "satisfacción", "placer", el único acto coherente ―disculpará usted mi franqueza, maese Azúa― es el suicidio.

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