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Cultura

Democracia tabernaria

Paro, divorcios y dictadura tecnosanitaria (la fortuna de vivir tiempos difíciles)

Nuestro corazón implora algo así como un manantial y la vida, sarcástica, le brinda algo así como una montaña rusa

Éste es mi último artículo de 2021 y lo empiezo, por anticiparme a hipotéticas acusaciones de optimista, constatando que las cosas no están bien: que está implantándose una dictadura tecnosanitaria global, que cada vez hay más divorcios y menos bodas, que el precio de la luz está disparado y que las cifras de desempleo también lo están. En cualquier caso, no quiero detenerme demasiado en estas desgracias, que lo son, porque hay muchos colegas que lo han hecho antes que yo y mejor de lo que yo lo podría hacer nunca. Periodistas que disertan sobre la opresión que padecen las mujeres, periodistas que disertan sobre la opresión que supone el feminismo. Tertulianos que denuncian la vileza del gobierno, tertulianos que denuncian la deslealtad de la oposición. Aunque reconozco que ambos son necesarios, cada uno por lo suyo y cada uno para su parroquia, creo que ninguno termina de hacer justicia a la realidad, que tiene sus sombras, claro, pero no tantas.

Mi objeción contra estos cenizos que se regodean en lo que está mal ―el clima, las familias, la política, la bolsa, la salud, el fútbol― es que tienden a obviar lo que está bien. Es verdad que este año que se nos va ha sido especialmente pródigo en infortunios, pero también lo es que lo ha sido en bendiciones: ahí tenemos a esos miles de niños que han nacido, de jóvenes que se han casado, de matrimonios que han resistido; ahí tenemos a los adolescentes que, pese a la tentación del móvil, siguen reuniéndose para reír, beber, fumar o a las familias que, pese a la tentación de las residencias, cuidan a sus ancianos en casa. Cuánto refulgen estos ejemplos entre tanta oscuridad y cuán torcida tiene que estar la mirada del periodista para no verlos.

¿Y si, al final, resultara que tenemos más motivos para la gratitud que para el lamento?

Por otra parte, frente al agorero, conviene redescubrir la fortuna de haber nacido en tiempos difíciles. Primero, porque, por paradójico que parezca, avivan nuestra esperanza. Dice el filósofo Gabriel Marcel que "cuanto menos se experimenta la vida como cautividad, menos será capaz el alma de ver brillar esta luz velada, misteriosa, que está en el hogar mismo de la esperanza" y, si bien su afirmación puede resultarnos lúgubre de más, está cargada de razón. Unos tiempos especialmente luminosos, unos en los que el drama estuviese confinado o recluido o domesticado, esos tiempos con los que los católicos fantaseamos de vez en cuando y que, de hecho, no han existido sino en nuestra imaginación, podrían llamarnos a engaño y hacernos creer que esta vida basta para colmar nuestras aspiraciones.

Cantar en tiempos difíciles

Una época difícil, por el contrario, nos recuerda que no, que los prodigios de este mundo, que son buenos y hay que celebrarlos ―ejem para el pesimista―, son sólo una humilde, a veces humildísima, sombra de los que nuestra alma espera ―ejem para el optimista―."Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti", clama san Agustín al inicio de sus Confesiones. Anhelamos una felicidad plena, inagotable, y la vida ―más aún cuando los tiempos son difíciles― sólo nos ofrece una parcial, efímera. A cada momento de gozo le sigue uno de pesadumbre, a cada éxtasis le sucede un hundimiento. Nuestro corazón implora algo así como un manantial y la vida, sarcástica, le brinda algo así como una montaña rusa.


En segundo lugar, si hubiésemos nacido en tiempos luminosos, ¿cómo podríamos estar seguros de amarlos a ellos por sí mismos y no, en cambio, por todo lo que nos ofrecen? ¿Cómo podríamos estar seguros de que amamos nuestra época y no algunos de sus portentos (el progreso técnico, la democracia o las ampliaciones de derechos)? Vivir en tiempos difíciles, como tener una madre que no cocina o una mujer que, ay, no lee nuestros artículos, nos vacuna contra la humanísima tentación de querer algo más por lo que nos da que por lo que es. En este sentido, qué fácil nos lo pone nuestra época para quererla a ella, por ser nuestra, y no cualquiera de sus atributos, que, bueno, en fin…

¿Y si, al final, resultara que tenemos más motivos para la gratitud que para el lamento? Mi idea era terminar este artículo como se suele, pidiéndole a 2022 felicidad, prosperidad y salud. Ahora me digo que para qué. Aunque el nuevo año sólo nos brinde desdicha, miseria y enfermedad, nosotros habremos de seguir cantando alegremente la gracia de penar en estos tiempos, que más aciagos no podrían ser, desde luego, pero que son los nuestros.

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